Un monasterio en la frontera del Estado Islámico
A lo lejos, desde el desolado y sinuoso camino que conduce hasta su puerta, cuesta adivinar la silueta precisa del monasterio de Mar Matta (San Mateo, en siríaco). Encaramado en el monte Alfaf, se camufla desde hace 1.600 años entre sus pliegues rocosos, salpicados de pequeños arbustos. A solo 20 kilómetros al noreste de Mosul, el santuario más vetusto de Irak domina la llanura de la provincia de Nínive -habitada hoy por los escuadrones del Estado Islámico- y se halla a un tiro de piedra de las trincheras en las que batallan yihadistas y 'peshmergas' (soldados kurdos). Entre sus muros, cinco monjes de la Iglesia Ortodoxa Siria y varias familias cristianas expulsadas del califato observan las escaramuzas con la firme voluntad de resistir. "Estamos en la primera línea del frente, a 5 kilómetros de los combates o quizás menos, pero tenemos fe en dios y nos protege nuestro fundador, San Mateo", confiesa el fraile Yusef Ibrahim, encargado de los asuntos administrativos del recinto.
Es mediodía y el calor aprieta. El abad se encuentra de viaje e Ibrahim es el responsable de custodiar el vasto monasterio, hecho a la medida de un esplendor extraviado. "Quedamos cinco hermanos y tres familias que buscaron refugio aquí tras huir de Mosul el año pasado. Este convento es inmenso y precisa de continuos cuidados", lamenta mientras deambula por el pasillo que lleva a las celdas de su esmirriada comunidad. Sus moradores se han acostumbrado a que el zumbido de la guerra que sucede a los pies del cerro resuene en el interior de sus cámaras. "A menudo -admite- se escucha el sonido de la 'dushka' (una ametralladora pesada antiaérea manufacturada en la extinta Unión Soviética) y desde la ventana podemos ver las refriegas y los bombardeos de la coalición internacional. El cielo se ilumina a veces por la noche".
En los días rasos es posible incluso otear las enseñas negras de las huestes del califato ondeando en el horizonte. Desde que en agosto el Estado Islámico (IS, por sus siglas en inglés) lanzara una despiadada ofensiva y se hiciera con el control de villas cercanas como Bartella o Bashiqa, el frente apenas se ha movido. Las tropas kurdas, que montan guardia en el acceso a la abadía, lograron 'in extremis' frenar la arremetida y evitar que la plaza cayera en sus fauces. "Llegaron hasta el último puesto de control que los 'peshmerga' tenían colocado en la carretera", apunta Ibrahim. Su proximidad obligó a evacuar el páramo: "Ocurrió el 6 de agosto. Tuvimos que reubicar a las 60 familias que habían buscado cobijo aquí y trasladarlas a enclaves seguros del Kurdistán".
"Fue un verdadero milagro que el monasterio se salvara de la destrucción", reconoce el arzobispo caldeo Bashar Warda desde la diócesis de Erbil, la capital de la región autónoma del Kurdistán iraquí.Con el enemigo acechando, los religiosos tomaron la decisión de reunir las reliquias más valiosas y transportarlas hasta una zona guarecida de la contienda para evitar el expolio y la devastación que el IS ha ejecutado allá donde ha impuesto su ley. Entre los vestigios enviados lejos de tierra hostil, figuran la osamenta de San Mateo -el ermitaño que fundó la abadía en el 363 d.C.- y varias decenas de cotizados manuscritos. Un Nuevo Testamento escrito en siríaco y traducido al árabe hacia el 1117 es la joya de la colección del convento, desperdigada desde hace décadas por museos de Londres, Cambridge y Berlín y la Biblioteca Vaticana.
Reliquias a salvo
"Los varios cientos de objetos que retiramos del monasterio siguen a buen recaudo. No han vuelto porque la situación es la misma que entonces. No hay avances. Unas 5.000 familias cristianas de los pueblos limítrofes dejaron sus casas en agosto y desde entonces sueñan con regresar", arguye quien a duras penas encuentra motivos para la esperanza. "El 'daesh' (acrónimo del Estado Islámico en árabe) ha atacado y destruido sus viviendas. Incluso en el caso de que las aldeas sean finalmente liberadas, la reconstrucción llevará tiempo. Algunos años o tal vez una década", replica el monje. "Es que, en realidad, los Gobiernos occidentales no han hecho nada por ayudarnos. En 1991 bombardearon Irak 24 horas al día y los siete días de la semana. ¿Por qué no lo hacen ahora?".
Ibrahim, que revela su pasión por el fútbol español y su fe 'culé', volvió a cruzar el dintel de su celda a mediados de agosto. "Al llegar, nos dimos cuenta de que estábamos aislados del mundo. La electricidad procedía de Qaraqosh (una villa cristiana controlada aún por el IS) y la red de internet, de Mosul. Nos lo cortaron en cuanto llegaron y durante los últimos ocho meses hemos tenido que sobrevivir con generadores", relata desde el patio, cerca de donde corretean un par de niños.
Los contados refugiados que todavía transitan su renovada arquitectura se han instalado, con las escasas pertenencias que conservan del éxodo, en el centenar de habitaciones reservadas a los peregrinos que solían escalar hasta el promontorio antes de la irrupción del IS. "Esto nunca ha estado tan vacío. Los feligreses ya no vienen porque temen al camino y desde el pasado junio no recibimos donaciones", murmura con la nostalgia de la multitud que antaño abarrotaba el lugar cada 18 de septiembre para conmemorar el óbito del fundador y postrarse ante su tumba suplicándole remedio a una enfermedad o protección ante un incierto porvenir.
Hasta los seminaristas que se formaban en una ala del convento se han marchado. Los últimos ocho estudiantes se licenciaron hace unos meses. En el último año la familia de Faris Jersan, un transportista de 51 años oriundo de Mosul, es la única que ha permanecido impasible a las amenazas. Desembarcaron el 19 de julio, cuando concluía el ultimátum dado a los cristianos por el califa Abu Bakr al Bagdadi para abrazar el islam o padecer la espada, y rehusaron reemprender la huida unas semanas después. "Aquí nos quedamos solos. Hubo una noche en la que pensamos que íbamos a morir y nos recluimos en la iglesia a rezar", rememora Jersan junto a sus dos hermanas y su madre impedida. "Nos lo quitaron todo en un puesto de control del IS: la ropa, el dinero y hasta las medicinas. No tenemos adónde ir. Este es el mejor refugio", añade.
Ibrahim asiente. Y declara a modo de confidencia: "La vida lejos de este monasterio es muy dura para un monje. Mis compañeros me llaman el hombre de hierro pero en agosto, cuando tuvimos que irnos, lloré pensando en que el IS lo volaría. He vivido aquí durante los últimos diez años y hemos trabajado muy duro para rehabilitar el edificio. Si el 'daesh' vuelve a acercarse, estamos preparados para morir. Si dios así lo quiere, seremos sus mártires".