Un manifiesto inusual
Entre las tareas que esperan al papa Francisco se encuentra la de recibir a los obispos de todo el mundo para compartir sus problemas, proponer nuevos caminos y renovar la pasión misionera. En definitiva se trata de “confirmar en la fe”, como Jesús encargó al apóstol Pedro. Esta comunión con Pedro es una necesidad vital y no una mera cuestión organizativa y así se explica que cualquier papa deba gastar mucho tiempo, sabiduría y paciencia en estos encuentros denominados técnicamente “visitas ad límina”.
Hace pocos días Francisco recibió al episcopado holandés que traía en la cartera las heridas de una Iglesia desgastada por una secularización salvaje, lacerada por graves divisiones y con dificultades cada día mayores para incidir en la sociedad. La llegada de los obispos estuvo precedida por la recepción en Roma de un documento dirigido al papa por un conjunto numeroso y cualificado de laicos que expresaban su amargura y desasosiego por el rumbo de la comunidad católica en los Países Bajos.
Los manifiestos de protesta son una fórmula manida en los ámbitos del catolicismo centroeuropeo, pero en este caso estamos ante interesante novedad. Aquí no encontramos reivindicaciones contra la moral sexual de la Iglesia ni a favor del sacerdocio femenino o de la democratización eclesial. El documento titulado con toda intención Ad Límina Apostolorum denuncia que “la fe católica, la cultura, su patrimonio y su herencia están ahora en peligro de perderse para siempre” y culpa a los obispos de “haberse retirado de sus obligaciones para con su rebaño, citando una letanía de obstáculos sociales que son incapaces o no quieren afrontar”. Los responsables de este duro alegato que Francisco tuvo en su mesa antes de recibir a los obispos pertenecen a la Bezield Verband Utrecht (BVU) y al Professormanifest (PM), ambos con presencias muy significativas en la vida universitaria, científica y económica del país.
Estos grupos de laicos han expresado su plena comunión con el magisterio de Francisco expresado en la reciente exhortación Evangelii Gaudium y solicitan al pontífice que les ayude a “detener la tendencia de hacer callar la fe” y apoye a la comunidad católica holandesa en una tarea de discernimiento, purificación y reforma. Es difícil valorar hasta qué punto es justa la responsabilidad imputada a los obispos, lo que sí puede reconocerse es un dolor profundo que nace de situaciones reales: drástica pérdida de incidencia social, amortización del patrimonio eclesiástico, un cierto abandono de la tribuna pública y falta de iniciativas para una nueva misión. Por supuesto, la responsabilidad es del entero cuerpo eclesial: laicos, sacerdotes, religiosos y obispos, pero a estos corresponde una labor de guía y una asunción de riesgos que los firmantes echan en falta.
Francisco pareció hacerse indirectamente eco de lo más positivo de ese documento cuando instó a los obispos “a mirar con confianza los signos de vitalidad que se manifiestan en las comunidades cristianas de vuestras diócesis”, apuntando que “los hombres y las mujeres de vuestro país esperan auténticos testigos de la esperanza que nos hace vivir, esa que viene de Cristo”. El papa hizo hincapié en que “la antropología cristiana y la doctrina social de la Iglesia forman parte del patrimonio de experiencias y de humanidad en el que se funda la civilización europea, y pueden ayudar a reafirmar concretamente el primado del hombre sobre la técnica y las estructuras”. En otro pasaje animaba a los obispos a estar presentes en el debate público en una sociedad fuertemente marcada por la secularización. Y desde su propia experiencia del ministerio episcopal subrayaba que “la Iglesia se expande no por proselitismo, sino por atracción”.
En un contexto tan áspero y hostil como el holandés se reconoce mejor que la tarea es volver a despertar el corazón de los hombres y mantener la esperanza del resto de pueblo cristiano que permanece firme en la fe. Francisco dejaba claro que es preciso aprovechar las ocasiones de diálogo, haciéndose presentes en los lugares donde se decide el futuro. Así los cristianos “podrán dar su aportación en los debates sobre las grandes cuestiones sociales concernientes, por ejemplo, a la familia, al matrimonio, al final de la vida”. En esta tarea en la que los laicos deben ser protagonistas, no pueden sentirse solos ni a la deriva, sino acompañados y sostenidos por la comunidad presidida por el obispo. De nuevo podemos reconocer una respuesta positiva a uno de los puntos planteados por el manifiesto Ad Límina Apostolorum.
Aunque la Iglesia tiene su propia historia en cada país, resulta significativo y aleccionador para todos lo sucedido en torno al caso holandés. La tremenda secularización es un desafío pero no puede convertirse en una losa. Es importante que frente a los enormes obstáculos culturales y sociales los pastores no entren en una especie de conformismo y en un cortocircuito expresivo, en esa “cultura del miedo” a la que se refiere el manifiesto. Existen laicos dispuestos a una nueva misión en sus ambientes pero necesitan ser acompañados y sostenidos; también los obispos necesitan experimentar el vínculo vivo con su pueblo para no sentirse como asteroides fuera de órbita. Creo que el papa ha realizado con sabiduría y tiento su misión esencial: si unos y otros le escuchan, tenemos aquí el fermento para volver a empezar desde el único punto posible: la alegría del Evangelio experimentada aquí y ahora en la comunión de la Iglesia.