Un lugar donde decir con verdad «yo»
Luigi Giussani, Los jóvenes y el ideal, Encuentro, Madrid 1996, pp. 42-44
Quiero comunicaros algunos de los aspectos más fascinantes y persuasivos del camino que he recorrido en mi vida.
Antes que nada, vais a permitirme recordar el instante en que, por primera vez, comprendí lo que es la existencia de Dios. Estaba en tercero de bachillerato, en el seminario, y teníamos clase de canto. Normalmente, el profesor dedicaba el primer cuarto de hora a explicar historia de la música con discos que nos hacía escuchar. Se hizo silencio; como todos los días, comenzó a girar el disco a 78 revoluciones y, de improviso, se oyó la voz de un tenor famosísimo entonces, Tito Schipa. Con aquella voz potente y llena de vibraciones que tenía empezó a cantar un aria del cuarto acto de La Favorita, de Donizetti, que comienza con estas palabras: «Espíritu gentil de mis sueños, brillaste un día pero te perdí. Huye del corazón lejana espera, sombras de amor huid también». Desde la primera nota me vino un estremecimiento.
Qué significaba aquel estremecimiento es algo que iba a comprender lentamente con el paso de los años. En efecto, sólo el tiempo permite comprender lo que es la semilla, como dice la bella canción Il Seme, y qué es lo que tiene dentro. Uno puede entender lo que es una semilla si ha visto ya su desarrollo, pero la primera vez que la ve no puede entender lo que contiene. Así fue para mí aquel primer instante de estremecimiento, en el que tuve la percepción de ese anhelo último que define al corazón del hombre cuando no está distraído por vanidades que se consumen en pocos instantes.
Es un anhelo del corazón que persiste mientras se está bailando, pero también cuando, después, se vuelve a casa, tal como aprendí de otra experiencia que tuve muchos años después. Durante mis primeros años de enseñanaza en la Universidad acepté una vez la invitación de un grupo de estudiantes que iba a celebrar una cena de fin de curso. Después de cenar se pusieron a bailar. Yo estaba sentado en mi sitio mirándoles. En un momento dado me puse en pie y les dije: «¡Parad!». Ellos se pararon un poco extrañados, y les dije: «Hay una diferencia entre vosotros y yo: vosotros, con este bellísimo juego, con este agradable movimiento, con esta relación afectuosa, tenéis una distracción última terrible y no percibís cierta semilla que está dentro de vuestro juego, una semilla de tristeza. Cuando hayáis terminado volveréis a casa y os diréis adiós, hasta mañana; subiréis a vuestra habitación y os meteréis en la cama. Entonces esta semilla –en aquellos que, entre vosotros, conserven un mínimo de sensibilidad humana–, esta semilla de tristeza os picará, os urgirá, como si estuvierais echados teniendo debajo de la espalda una piedra. Esta semilla, que no percibís –y que está en el origen del gusto por vuestro baile y de la tristeza que brotará en vosotros, apenas esbozada y pronto alejada por el sueño, cuando os vayáis a la cama–, es una semilla de melancolía, la melancolía característica de algo que no está completo, de algo que falta».
Yo, en aquel tercer año de bachillerato, había percibido justamente en el canto de Tito Schipa el estremecimiento de algo que faltaba; algo que le faltaba, no al bellísimo canto de la romanza de Donizetti, sino a mi vida; algo que faltaba y que no encontraría satisfacción, apoyo, cumplimiento o respuesta en ninguna parte.
Punto de fuga
Esto estaba apenas esbozado y contenido –precisamente– dentro del inconsciente estremecimiento que había tenido. Pero cuando, al año siguiente, en el cuarto año de bachillerato, el buenísimo profesor de Filosofía que tenía nos leyó a Leopardi, se produjo en mí una confirmación imprevista que amplió (además de confirmar) la impresión recibida al escuchar La Favorita de Donizetti. Recuerdo la lectura de un poema que se titula A Aspasia, donde el poeta, dirigiéndose a una de las muchas mujeres de las que se enamoró, dice (cito parafraseando): «No es tu cuerpo lo que deseo, sino algo de lo que tu cuerpo es signo, que está detrás de ti, y yo no sé cómo llegar a ello». Es como si –y ésta es la idea que me quedó clara entonces– aquello que agarramos con la mano anhelante no lo pudiéramos apretar, porque las fronteras de lo que agarramos se nos escapan. Existe –diría yo ahora– como un punto de fuga, algo que sobrepasa el objeto que aferramos, que hace que nunca lo agarremos suficientemente y que exista siempre como una injusticia intolerable que intentamos esconder a nosotros mismos distrayéndonos. Abandonarse al instinto es el modo más mezquino de cerrarse a esta apertura que reclaman todas las cosas, a la que todas ellas nos empujan.