Un grito de misericordia
Pero Tú, Dios, ¿dónde estás? Es un grito atónito que rasga el silencio de quien se encuentra delante de una gran tragedia, como el choque de dos trenes en la campiña entre las localidades italianas de Andria y Corato. Un grito en el abismo del dolor, que pie un sentido para la vida.
Ante un drama tan enorme -casi «inadmisible», como lo definió el presidente Mattarella- nos ha llamado mucho la atención que la primera reacción de la mayor parte de nuestra gente no ha sido la acusación enfurecida o la búsqueda de culpables sobre los que descargar todo el peso de lo sucedido. Los responsables serán perseguidos e investigados, por supuesto, pero el primer movimiento ha sido un impacto lleno de conmoción en el corazón de cada uno ante el misterio del vivir y del morir, que de golpe dejaba de ser algo descontado, obvio. Era algo "dado", en todo momento, y que en todo momento se nos podía quitar. La vida no depende de nosotros: cada día somos "llamados" a ella por el Misterio que hace todas las cosas.
El dolor y la conmoción por las personas atrapadas bajo los escombros y por sus familias, el escalofrío al pensar que se habían levantado esa mañana sin saber que les quedaban apenas unas horas, la necesidad urgente de que todo no quede definido por ese instante, ese impacto violento que quita la vida.
Todos estamos desconcertados y necesitamos llorar, como «Jesús que -nos recuerda el Papa Francisco- se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo». ¿Cómo no comprender el lamento de quien ha perdido a su esposa, a un hijo, a un amigo, a un nieto? «Es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro [...] Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente -los comprendo- se enfada con Dios» (Amoris laetitia, cap. VI, 254).
Desafiados continuamente por la realidad, se reaviva la pregunta: ¿por qué merece la pena vivir? Llega a ser un desafío personal para no reducir nuestra vida, para descubrir que tiene un nexo hasta con el último aspecto del corazón de esos desconocidos, hecho para ser felices, como cada uno de los hombres.
Entonces, del dolor y del malestar florece la espera y el descubrimiento de que hay Alguien que continuamente nos arranca de la nada, que ha atravesado la muerte para que el corazón del hombre no quedara abandonado, sino que se viera investido por Su misericordia, que abraza todo y "hace nuevas todas las cosas". Este Alguien está presente en nuestra vida, está vivo en la historia de nuestras personas, de nuestras familias, de nuestro pueblo, y no deja de acompañarnos. Como aquella vez que -como recuerda siempre don Giussani- frente a una viuda que seguía el féretro de su único hijo, Jesús se le acercó y, mirándola con amor, le dijo: «Mujer, no llores». ¿Acaso no deseamos todos una mirada de misericordia como esta hacia nosotros?