Silencio ante la persecución de cristianos
El 22 de septiembre, docenas de fieles cristianos fueron asesinados en una iglesia de Pakistán. Los asaltantes eran yihadistas suicidas que hicieron explotar unas bombas. Este no era el primer ataque a la pequeña comunidad cristiana de Pakistán.
En Egipto, repetidos atentados mortales han tenido como objetivo a las iglesias de los cristianos coptos. Algunos miembros de esta antigua comunidad religiosa, convencidos de que no tienen futuro en el país árabe más populoso, han emigrado.
En Irak, la población cristiana caldea ha disminuido en estos últimos años. La persecución a manos de grupos islamistas ha sido un factor clave de su expulsión.
En Nigeria, los ataques periódicos a fieles cristianos y a sus iglesias por parte de grupos radicales musulmanes han causado gran cantidad de destrucción y muerte.
En Turquía, el Patriarcado Griego Ortodoxo Ecuménico ha tenido que enfrentarse a un control burocrático tras otro.
En el norte de Chipre, ocupado por Turquía, muchas iglesias ortodoxas griegas han sido destruidas o profanadas desde la invasión del Ejército turco en 1974.
Y en Sudán, hasta la ruptura del país en 2011, que dio lugar a la presencia de la nueva nación de Sudán del Sur, millones de cristianos del sur fueron el objetivo de los musulmanes del norte, con el resultado de un número de muertos inimaginablemente alto.
Esta lista es incompleta, pero debería ser más que suficiente para alarmar al mundo y, especialmente, podría pensarse, al mundo cristiano. Pero, por desgracia, excepto unas pocas excepciones notables, lo que ha habido es silencio.
Como judío, encuentro ese silencio incomprensible.
Los judíos sabemos muy bien que el pecado del silencio no es una solución ante los actos de opresión.
Lo cual puede aplicarse no solo con relación al obvio ejemplo del Holocausto, sino también, en la posguerra, a la grave situación vivida por los judíos en varios países de mayoría musulmana.
En esos países hubo antes casi un millón de judíos, pero hoy hay menos de 50.000.
Las comunidades judías, desde Irak hasta Libia, o desde Egipto a Yemen, fueron forzadas a irse, mientras las existentes en Turquía e Irán no son sino una sombra de lo que fueron.
Mientras eso sucedía, el mundo permanecía en buena medida indiferente.
Naciones Unidas no se reunió al efecto en sesión de emergencia. Los medios le dedicaron escasa atención. Los diplomáticos de Bruselas y otros lugares apenas le prestaron un pensamiento de más. Y, por cierto, tampoco las iglesias se hicieron oír.
Mientras los judíos supervivientes dejaban el norte de África y el Oriente Medio musulmán, el mundo miró hacia otro lado. Pero ahora los judíos no están disponibles para su “conveniente” papel como chivos expiatorios, así que el dudoso honor recae en los cristianos (y en Irán, en los Baha’i). ¿Será posible que el mundo vuelva a quedarse dormido ante los ataques asesinos, el temor generalizado y una creciente erradicación?
Le pregunté a un prelado cristiano bien posicionado para hacerlo el porqué de esa apagada reacción, por qué no se protestaba en las calles, se exigía la acción de los Gobiernos occidentales y se demostraba la solidaridad con los correligionarios.
Su respuesta fue reveladora.
Me dijo que las comunidades cristianas atacadas podrían enfrentarse a un peligro aún mayor si alzaban sus voces. ¿Pero qué se ha conseguido al ceder ante la intimidación, excepto todavía más ataques?
También señaló que algunos cristianos de Occidente no se identifican con los cristianos de ramas o sectas diferentes, como los coptos, los caldeos o los ortodoxos griegos. Pero difícilmente puede ser esa una justificación. ¿Solamente habrá de desatarse la justa ira si se dan unos “criterios de pertenencia”?
Y en tercer lugar, creía que lo más importante que las sociedades occidentales podían hacer era dar un ejemplo al mundo islámico tratando bien a las comunidades minoritarias, en particular a las musulmanas.
Sí, cuenta en el haber de las naciones democráticas el juzgarse a sí mismas por cómo son capaces de respetar a las minorías. Cuando nos quedamos cortos, sabemos que tenemos que mejorar.
Pero, como dijo el anterior presidente francés Nicolas Sarkozy tras reunirse con una delegación de embajadores árabes que se quejaban del trato de los musulmanes en Francia, Francia tiene que hacerlo mejor, pero Francia también espera “reciprocidad”.
En otras palabras, es el colmo de la hipocresía que los países árabes critiquen a los países occidentales por las injusticias percibidas mientras perpetran esas mismas injusticias —y más— en sus propios países. Si se puede construir una mezquita en París, es seguro que una iglesia no debería estar prohibida en Riad.
¿Cuántos ataques más como el de Pakistán, cuántos más fieles muertos, cuántas iglesias destruidas más, y cuántas familias más tendrán que huir antes de que el mundo encuentre su voz, manifieste su indignación moral, exija algo más que fugaces declaraciones oficiales de aflicción y no abandone a las comunidades cristianas en peligro?