Siempre nos quedará Bach
Tengo delante de la vista el monumental libro de John Eliot Gardiner sobre Bach: La música en el castillo del cielo. Estoy deseando que llegue el momento de leerlo porque Bach ha sido una de las grandes pasiones de mi vida.
Siempre me ha parecido un enigma como un compositor tan excelso era una persona de apariencia tan anodina. Dejo de lado este asunto porque lo que me interesa no es hacer una análisis sociológico del talento sino contar las emociones que he sentido al escuchar una música que me acompaña desde que era niño.
Bach, con perdón, para mí es Dios. Todo el sufrimiento y las decepciones que he padecido estarían compensadas con creces por el disfrute de las obras del kapellmeister de Leipzig: desde sus cantatas a las suites para piano, desde las misas a los grandes oratorios, desde los conciertos a sus trabajos para un solo instrumento.
Mi imagen de la felicidad es un invierno en un pequeño pueblo de Burgos a mediados de los años 70. Éramos un grupo de amigos y estábamos cercados por la nieve. La temperatura había descendido a más de diez bajo cero. Era tan imposible salir de casa como poner en marcha un coche.
Recuerdo que anocheció muy pronto y nos refugiamos en una vieja cocina con un fogón en el que brillaba el rojo de las brasas en la oscuridad. Nadie tenía ganas de hablar y alguien tuvo la idea de poner la Ofrenda Musical de Bach. Durante una hora, permanecimos sobrecogidos por aquella música que parecía venir de regiones del más allá.
He vuelto a revivir estos días la misma sensación al escuchar la versión de Jordi Savall en la abadía cisterciense de Fontfroide en el Languedoc francés, donde un grupo de virtuosos se juntaron para hacer un homenaje a Bach.
Cuando trabajaba en Lucerna, había una pequeña iglesia cerca del lago en la que el organista tocaba las piezas del maestro los domingos por la mañana. Era un momento mágico que jamás olvidaré.
Como tampoco la emoción que sentí al escuchar la sonata número 5 para clave y violín cuando entré por azar una tarde en la iglesia de los jesuitas de la ciudad suiza, en unos momentos de depresión en los que pensaba que nada merecía la pena.
Cuando nada parece tener sentido, siempre puede uno tumbarse en el sofá para disfrutar de las suites para piano de Bach, las obras para guitarra o La Pasión según San Mateo, en la que a mi juicio la música llega a sus máximos niveles expresivos.
He disfrutado, he amado, he sufrido, he llorado con Bach. De niño, cuando tenía ocho o nueve años, me quedaba extasiado escuchando en un tocadiscos sus composiciones para órgano que sencillamente me hipnotizaban.
Dicen que el cerebro tiene una parte específica para descodificar el sonido, que nada tiene que ver con la zona donde se ubica el pensamiento racional y la capacidad de cálculo. Eso significa que se puede ser a la vez un tonto para las matemáticas y un genio para disfrutar de la música.
Cuando oigo alguna de las cantatas de Bach, me entran ganas de abrir la ventana y gritar que la existencia sí merece la pena. Como cuando veo una película de John Ford, disfruto de una puesta de sol en Bayona, paladeo una buena tortilla de patata o sueño con que vuelvo a jugar al fútbol.
La música de Bach es una de las cosas que más me gustan en esta vida. Siempre me ha acompañado y me ha hecho mejor persona. La paradoja es que este genio se afanó en componer una obra de naturaleza religiosa cuando, en realidad, no hay nada que mejor refleje la alegría de vivir y los goces materiales que sus creaciones tan divinamente humanas.