«Si no creemos que Francisco es el remedio es porque no comprendemos la enfermedad»
Don Julián Carrón, sucesor del carismático sacerdote italiano don Luigi Giussani al frente del influyente movimiento de Comunión y Liberación, cuya base natural es la del mundo católico más conservador, ha entendido, probablemente mejor que muchos otros, que el papa Francisco puede suponer una sacudida para el sistema.
Por eso es un firme defensor de Francisco e insiste en afirmar que si no creemos que este Papa es el remedio es porque no comprendemos la naturaleza de la enfermedad que tenemos que afrontar en el mundo secularizado de la posmodernidad.
«A veces no comprendemos ciertos gestos del Papa porque no comprendemos hasta el fondo las implicaciones de lo que él define como un “cambio de época”», ha dicho Carrón a Crux el lunes pasado.
«Es como considerar un tumor como un simple caso de gripe, de modo que la idea de hacer un tratamiento con quimioterapia podría parecer demasiado drástica», ha añadido. «Pero una vez que hemos comprendido la naturaleza de la enfermedad, nos damos cuenta de que no seremos capaces de acabar con ella con una aspirina».
En su casa de Milán, entre otros temas, Carrón ha hablado con Crux de la edición en lengua inglesa de su libro La belleza desarmada (Disarming Beauty), que habla sobre la naturaleza del «acontecimiento» cristiano.
«Los cambios que estamos atravesando son tan radicales, tan sin precedentes, que entiendo que muchas personas no comprendan todavía lo que está sucediendo, o los gestos del Papa Francisco», ha afirmado. «Pero si no comprendemos estos gestos ahora, los comprenderemos cuando nos demos cuenta de las consecuencias que están produciendo».
Carrón sostiene que lo que ha sucedido en la modernidad es que la gente ha perdido de vista qué significa ser hombres. La crisis es mucho más profunda que un simple rechazo de este o aquel precepto moral, y lo que se necesita hoy en día no son reclamos morales o argumentos teológicos, sino el poder de atracción que tiene una vida cristiana vivida plenamente.
«Me doy cuenta de que muchas personas están confundidas y desconcertadas con el Papa, igual que lo estaba la gente con Jesús en su tiempo –y en especial, recordémoslo, las personas más “religiosas”», declara. «Por ejemplo los fariseos que, al no percibir el drama de la situación de los hombres que tenían delante, querían un predicador que dijese sin más a los hombres lo que tenían que hacer, imponiéndoles fardos pesados».
«Todo esto no bastaba para despertar su humanidad. Pero luego vino Jesús, que entró en casa de Zaqueo sin llamarle ladrón y pecador, lo cual habría podido parecer una debilidad. En cambio, nadie desafió a Zaqueo como lo hizo Jesús», ha dicho Carrón.
«Todos los que habían condenado su conducta no le habían movido ni un milímetro de su posición. Fue aquel gesto totalmente gratuito de Jesús lo que triunfó donde otros habían fracasado», ha declarado.
Fundado por Giussani en 1954, Comunión y Liberación es un movimiento eclesial laico de la Iglesia católica. Está especialmente extendido en Italia, y hoy en día está presente en cerca de ochenta países del mundo. A lo largo de los años ha habido personajes ilustres que han mostrado su estima por el movimiento, entre otros el papa emérito Benedicto XVI, que celebró las exequias de Giussani y que tiene como colaboradoras en su casa a algunas mujeres del grupo de CL de los Memores Domini.
Nacido en España y durante mucho tiempo estrecho colaborador de Giussani, Carrón asumió la guía de Comunión y Liberación en 2005, después de la muerte del fundador.
Lejos de percibir una fractura entre Francisco y sus predecesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI, Carrón insiste en afirmar que Francisco encarna hoy la «radicalización» de Benedicto.
«Dice las mismas cosas, pero de una forma que llega a cualquiera a través de sus gestos, sin reducir por ello en modo alguno la profundidad de lo que había dicho Benedicto», ha afirmado.
En sustancia, el libro de Carrón es una síntesis de la visión de la vida cristiana propuesta por Giussani, tal como ha sido enfatizada por cada uno de los tres últimos Pontífices. La idea clave es que el cristianismo es una «belleza desarmada», es decir, un modo de vivir que no se impone mediante poder alguno, sino por el atractivo que encierra en sí mismo.
«Quería mostrar que el poder de la fe consiste en su belleza, en su atractivo. No necesita ningún otro poder, ningún otro instrumento o circunstancias especiales para resplandecer, del mismo modo que las montañas no necesitan nada para dejarnos llenos de asombro».
A continuación, la primera parte de la conversación de Crux con Carrón. La segunda se publicará en breve
El título Desarming Beauty, ¿es una respuesta explícita al terrorismo y a la violencia de matriz religiosa?
Es una respuesta explícita a un modo de ver la fe que parte de lo que la hace única. San Pablo definió una vez lo que realizó Dios al hacerse hombre como un «despojarse» de su divinidad, de su poder divino. Jesús apareció en la historia despojado de cualquier tipo de poder, únicamente con el esplendor de la verdad que emanaba de su persona, de su modo de actuar, de mirar, de entrar en relación con los demás, de su misericordia, de su capacidad de abrazar a la gente y de compartir su vida, de compartir las heridas de los demás. Todo el poder de su amor por nosotros pasó a través de su «humanidad desarmada».
Uno de los capítulos del libro es una carta escrita por usted inmediatamente después del ataque a Charlie Hebdo en París. En ella usted afirma que el desafío es crear un espacio en el que se pueda dar «un encuentro real entre diferentes propuestas de significado, por dispares y múltiples que sean». ¿Puede explicarnos a qué se refiere?
Muchísimas personas buscan un significado para su vida, una razón para ir a trabajar, para crear una familia, para afrontar la realidad, y como a menudo no la encuentran, tratan de huir de distintas formas. La cuestión fundamental es esta: en un momento en el que el valor absoluto para nosotros, modernos, es la libertad, la única posibilidad de no caer en el uso de la fuerza para limitar la libertad de los demás es que exista un espacio en el que las personas puedan encontrarse libremente para compartir el significado de la vida, es decir, aquello que cada uno piensa que significa vivir plenamente. Si esto no se produce, entonces el vacío que queda termina generando conflictos.
La gente no puede vivir sin un significado, y si se mantiene el vacío terminaremos generando personas que antes o después sufrirán la tentación de la violencia… en casa, en el trabajo, y en algunos casos acabarán en el terrorismo. El problema es cómo responder a la falta de significado que con frecuencia vemos hoy en nuestra sociedad. Solo podremos escapar a esta falta de significado en una sociedad libre, en un espacio libre en el que las personas puedan encontrarse y medirse con respecto a la forma de vida que elige cada uno y a la posibilidad de decidir entre distintas opciones.
Usted dice que estamos experimentando una «profunda crisis de lo humano». ¿Cree que el Papa Francisco tiene también la misma percepción? ¿Cómo cree usted que está tratando de responder a ella?
El Papa es profundamente consciente de que la primera cuestión tiene que ver con la naturaleza de la crisis, que es considerada, de forma reducida, como una crisis económica sin más, o como un problema de valores, mientras que es algo mucho más profundo. Tiene que ver con lo que nos hace hombres, con la pasividad que vemos en muchos jóvenes que parecen no tener siquiera una motivación para salir de casa…
Es lo que Giussani llamaba «efecto Chernóbil», ¿no? Es como si una especie de radiación hubiera vaciado a las personas de significado.
Efectivamente, se trata de un vaciamiento de la humanidad que deja a las personas incapaces de experimentar un interés verdadero por algo. Es un problema que hunde su raíz en la indiferencia, en la apatía. Con demasiada frecuencia tratamos de responder a él con reglas, con métodos, para tratar por lo menos de delimitar la violencia que nace con frecuencia de esta indiferencia. Pero todo eso responde a las consecuencias, no va a la raíz del problema. Mientras no respondamos a las necesidades reales de las personas, despertando su capacidad de encontrar un significado que haga vivible la vida, no responderemos a la naturaleza real de la crisis, cuyas raíces se hallan en esta reducción de lo que significa ser hombres.
Este es el motivo de mi optimismo, porque estoy convencido de que el cristianismo puede ofrecer su mayor contribución justamente en esta situación. Cristo comenzó todo con personas que, mirándole a él, se sorprendieron diciendo: «Nunca hemos visto nada igual», y le siguieron. No había alternativa a su presencia, y ese encuentro dio comienzo a la mayor revolución de la historia. La única cuestión es si somos conscientes de la increíble gracia que tenemos como cristianos.
En su opinión, ¿cómo desarrolla el Papa Francisco esta idea de la fe como una experiencia que hunde sus raíces en un encuentro?
Él es capaz de presentarla del modo más sencillo, a través de los gestos que realiza, de su atención a la gente, de su modo de hablar con cualquiera. Ayuda a la gente a comprender del modo más sencillo, con los gestos, al igual que Jesús, que se hacía entender a través de los gestos.
Es difícil ayudar a la gente a comprender todas las dimensiones de fenómenos como la inmigración, por ejemplo, pero cuando el Papa fue a Lampedusa, puso de manifiesto su actitud en un momento, era imposible no comprender lo que estaba diciendo. Hizo que sintiéramos el deseo de comprender de dónde venía todo aquello. Lo mismo sucede cuando se acerca a alguien que tiene problemas en el trabajo, o que necesita perdón. Es como Jesús, que se hallaba frente a las heridas de su tiempo y respondía a ellas.
Y sin embargo, parece que algunas personas no entienden al Papa o quizá no están de acuerdo con él. Ha citado usted Lampedusa… El alcalde de esa localidad, que era famoso en todo el mundo por su trabajo de acogida a los refugiados, acaba de ser derrotado en las elecciones, quedando en tercer puesto.
Los cambios que estamos atravesando son tan radicales, tan sin precedentes, que comprendo por qué muchas personas no entienden todavía lo que está sucediendo, o los gestos del Papa Francisco. Pero si no comprendemos estos gestos ahora, los entenderemos cuando nos demos cuenta de las consecuencias que están produciendo.
Cuando empecemos de verdad a tomarnos en serio el problema de la inmigración, el problema de la pobreza, las dificultades de muchísimas personas heridas, solas, necesitadas de misericordia, esto nos llevará a un determinado clima social, y entonces veremos las consecuencias de un modo que ni siquiera imaginamos. Por ejemplo, cuando el Papa usa el término «muros», se refiere a situaciones que habrían sido inimaginables hace tan solo diez o quince años. Quiero decir, ¿un muro en el corazón de Europa veintitantos años después de la caída del Muro de Berlín?
Nuestra capacidad de comprender [al Papa] depende de nuestra capacidad de comprender la naturaleza del desafío que tenemos ante nosotros. A veces no comprendemos ciertos gestos del Papa porque no entendemos hasta el fondo las implicaciones de lo que él define como un «cambio de época». Es como considerar un tumor como un simple caso de gripe, de modo que la idea de hacer un tratamiento con quimioterapia podría parecer demasiado drástica. Pero una vez que hemos comprendido la naturaleza de la enfermedad, nos damos cuenta de que no seremos capaces de acabar con ella con una aspirina.
En el libro usted hace referencia a Juan Pablo II, a Benedicto y a Francisco, citando a unos y a otros con desenvoltura. Con frecuencia se ha contrapuesto a estos Papas entre ellos, pero usted parece ver una gran continuidad en sus pontificados.
Veo una gran armonía, aunque cada uno de ellos ha tenido que afrontar tiempos distintos. Es lo que siempre ha hecho el cristianismo. Cada uno ha afrontado un conjunto de condiciones históricas en las que la vida cristiana estaba llamada a desarrollarse, y cada época lleva consigo un conjunto distinto de desafíos a los que el cristianismo está llamado a responder de forma concreta. Juan Pablo II asombró a todos por su capacidad para comunicar. Parecía difícil encontrar otro como él, y entonces llegó Benedicto, que impresionó a todos por su inteligencia, su capacidad de discernimiento y de arrojar luz sobre ciertos temas de una forma que nadie podría haber hecho.
Después de Benedicto parecía nuevamente que no podría haber nadie como él. Y en cambio llegó un Papa que en mi opinión es la radicalización de Benedicto. Dice las mismas cosas pero de una forma que llega a cualquiera a través de sus gestos, sin reducir por ello en modo alguno la profundidad de lo que había dicho Benedicto. Me parece que los tres han ido a la raíz de las cosas, no se han quedado en la superficie, han ido al corazón de lo que estaba sucediendo de forma concreta en su tiempo.
En este sentido, existe una armonía que sorprende incluso a muchos laicos, y es la capacidad que parece tener la Iglesia de ofrecer una contribución nueva y original para afrontar los nuevos desafíos que tiene ante sí. En estos tres Papas tenemos un clarísimo ejemplo de ello: cada uno, en su momento histórico, ha sabido responder a los desafíos de ese preciso momento.
A usted no le gustan las etiquetas políticas, pero sabe perfectamente que Comunión y Liberación tiene una gran reputación en la Iglesia, especialmente entre los católicos más «conservadores». Algunos de estos están preocupados hoy con respecto al Papa Francisco, creen que está de algún modo «reduciendo» las cosas, dejando a un lado o minimizando la doctrina tradicional. ¿Qué les diría para tranquilizarlos?
Lo primero que diría es que el punto de partida es reconocer la naturaleza real del desafío que tenemos frente a nosotros. No podremos comprender plenamente la acción del Papa Francisco si no comprendemos la naturaleza de lo que está sucediendo, de este «cambio de época». Si nuestro diagnóstico no tiene esto en cuenta, no podremos captar la importancia de ciertos gestos de este Papa. En cambio, si empezamos a comprender la profundidad de la crisis, ensancharemos nuestros horizontes y empezaremos a ver ciertos gestos como una respuesta profética a esta nueva situación.
Me doy cuenta de que muchas personas están confundidas y desconcertadas con el Papa, igual que lo estaba la gente con Jesús en su tiempo –y en especial, recordémoslo, las personas más «religiosas». Por ejemplo los fariseos que, al no percibir el drama la situación de los hombres que tenían delante, querían un predicador que dijese sin más a los hombres lo que tenían que hacer, imponiéndoles fardos pesados. Todo esto no bastaba para despertar su humanidad. Pero luego vino Jesús, que entró en casa de Zaqueo sin llamarle ladrón y pecador, lo cual habría podido parecer una debilidad. En cambio, nadie desafió a Zaqueo como lo hizo Jesús por el mero hecho de entrar en su casa. Todos los que habían condenado su conducta en la vida no le había movido ni un milímetro de su posición. Fue aquel gesto totalmente gratuito de Jesús lo que triunfó donde otros habían fracasado.
¿Qué se necesita para cambiar una sociedad como la nuestra? El método usado por Jesús con Zaqueo. [Con el Papa Francisco] tenemos que recordar el modo con el que muchas personas decentes, sinceramente religiosas, reaccionaron ante Jesús. Para ellos el modo de obrar de Jesús era una especie de escándalo en el sentido más fuerte del término, un obstáculo para creer.
¿Está usted diciendo que esos fieles católicos que critican al Papa Francisco, por ejemplo con respecto a la Amoris Laetitia, no han comprendido lo que está en juego en la cultura actual?
Creo que sí. Me parece que lo que falta hoy es una comprensión profunda del desafío que tenemos que afrontar en el plano humano. A veces a los críticos les gustaría que el Papa repitiese ciertas frases, ciertos conceptos, pero estos están vacíos para muchas personas, y lo están desde hace mucho tiempo. O bien querrían unas reglas que seguir, como si eso pudiese curar a la persona, o pudiese llevar a alguien a «verificar» la fe en la propia experiencia. El problema que todos tenemos, incluidos nosotros, es que con frecuencia no somos capaces de transmitir la confianza en el futuro a nuestros compañeros de trabajo, a nuestros amigos. Solo si somos valientes a la hora de reconocer la situación, sin sentir siempre la necesidad de defendernos, podremos quizá aprender algo.
Está claro que lo que preocupa a ciertas personas es que cuando Jesús se encontró con Zaqueo, la cuestión era conducirle al cambio de su corazón. A algunas personas les parece que actualmente el Papa, y con él algunos sacerdotes y obispos, se empeñan en un «encuentro» sin la misma expectativa de que se produzca una conversión de los errores.
La conversión no depende del gesto, depende de nosotros. Cuando vamos a encontrarnos con un ladrón, nos llevamos a nosotros mismos a ese encuentro. Jesús no tuvo ningún problema en ir a casa de Zaqueo, no tuvo necesidad de explicarle toda su teología o las reglas morales. Fue porque la verdad se encarnaba en su persona. El problema es este: ¿con qué tipo de persona se encuentra quien se encuentra con nosotros? Si lo que encuentran en nosotros es simplemente un manual de las cosas que hay que hacer, eso ya lo conocen, y no son capaces de ponerlo en práctica. Pero si se encuentran frente a una persona que les ofrece amor, empezarán a desear ir detrás de esa persona y ser como ella, que es lo que sucedió con Jesús.
Creo que muchas personas estarían de acuerdo en que no es necesario partir de las reglas, pero lo que le preocupa a la gente es si alguna vez llegaremos a ellas.
Si una persona se enamora, en un momento dado esto se produce de forma natural. Cuando uno se casa, y está realmente enamorado, es natural desear limpiar la casa, cocinar una buena comida, etc. Hoy en día el problema es que a la gente no le resulta fácil conocer a alguien para el que tenga sentido comprometerse hasta ese punto. Un código ético no es un encuentro de este tipo.
En concreto, hay muchísimas personas que, inspirándose en el Papa Francisco, afirman hoy que la Iglesia debe acompañar al mundo LGBT, por ejemplo, o a los fieles divorciados que se han vuelto a casar civilmente, y nosotros lo hacemos regularmente. Pero lo que dicen los críticos es: todo esto, ¿no debería llevar a decirles que su conducta debe cambiar?
Responderé con un ejemplo. Con demasiada frecuencia creemos que la alternativa es no decir nada o ser ambiguos. He conocido a un grupo de parejas, de familias, unas dieciocho o veinte familias; ninguna de estas parejas estaba casada por distintas razones, a veces incluso comprensibles. Algunas familias pertenecientes a Comunión y Liberación empezaron a pasar tiempo con ellas, sin decir nada con respecto a su situación «irregular». Con el paso del tiempo, ¡se han casado todas! Se han encontrado con personas que vivían la vida familiar de un modo que no podía dejarles indiferentes. Al final todas se han casado, no porque alguien les explicara las reglas o la doctrina cristiana sobre el matrimonio, sino porque no querían perderse lo que veían que vivían esas otras familias.
En el cristianismo la verdad se ha hecho carne. El único modo que tenemos para comprender hasta el fondo esta verdad hecha carne es conociendo y mirando a un testigo. Toda la liturgia de la Navidad tiene que ver con la plenitud de Dios que se hace visible. Si no se hubiese hecho visible, nunca la habríamos entendido… Este es el gran desafío.
Es inútil preguntar a los demás si son todo aquello que deberían ser. La verdadera cuestión es si nosotros somos testigos convencidos de la fe. ¿Creemos todavía en la belleza desarmada de la fe? Una persona enamorada sabe lo que tiene que hacer, y uno se enamora cuando conoce a alguien. Esto es lo que hace de la experiencia de Jesús una «revolución copernicana» para la humanidad.
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Recientemente, Rod Dreher ha sostenido que los cristianos deberían abandonar las batallas culturales en Occidente porque ya las han perdido, y lo máximo a lo que pueden aspirar es la «opción Benedicto», es decir, la conservación de pequeñas islas de fe en un contexto de cultura hostil y decadente. Usted parece sostener que deberíamos dejar atrás las batallas culturales sin renunciar a esas posiciones, pero por un motivo distinto.
Efectivamente. Siempre me ha impresionado la contraposición entre el intento de transformar el cristianismo en una religión civil y el intento de hacer de él algo totalmente privado. Para mí es como tratar de corregir el designio de Dios. Me pregunto: ¿quién habría podido imaginar que Dios empezaría a comunicarse al mundo a través de la llamada de Abrahán? Era el modo más inverosímil y desconcertante de proceder que habría podido imaginarse.
No se puede reducir la cuestión a optar entre las batallas culturales o un cristianismo vaciado de contenido, porque ninguna de estas dos hipótesis tiene nada que ver con Abrahán y la historia de la salvación. Abrahán fue elegido por Dios para empezar a introducir en la historia una forma nueva de vivir que pudiese generar con el tiempo una realidad visible capaz de hacer la vida digna, plena.
Si Abrahán estuviese aquí hoy, en la misma situación de minoría que estamos nosotros, y se dirigiese a Dios diciéndole: «Nadie me escucha», ¿qué le diría Dios? Sabemos perfectamente lo que le diría: «Te he elegido precisamente para esto, para empezar a mostrar en la realidad una presencia que permita ver –aunque nadie crea en ella– que yo voy a hacer de ti un pueblo tan numeroso que tu descendencia será como las estrellas del cielo».
Cuando Él mandó a su hijo al mundo, despojado de su poder divino para hacerse hombre, hizo lo mismo. Como dijo san Pablo, él vino para darnos la capacidad de vivir la vida de un modo nuevo. Esto es lo que genera una cultura. La cuestión para nosotros es si la situación en la que vivimos hoy en día nos ofrece la oportunidad de encontrar nuevamente el origen del designio de Dios.
Usted parece bastante optimista al pensar que esto es posible.
Absolutamente. Soy completamente optimista por la naturaleza misma de la fe. Mi optimismo se basa en la naturaleza de la experiencia cristiana. No depende de mi capacidad de lectura de la realidad o de mi diagnóstico sobre la situación sociológica. El problema es que para ser capaz de empezar nuevamente desde este punto de partida absolutamente original debemos volver a las raíces de la propia fe, a aquello que Jesús dijo e hizo.
Si existe un motivo de pesimismo es el hecho de que demasiadas veces hemos reducido el cristianismo a una serie de valores, a una ética o simplemente a un discurso filosófico. Esto no es atractivo, no tiene poder para fascinar a nadie. La gente no percibe la fuerza de atracción del cristianismo. Pero justamente porque la situación que estamos viviendo hoy es dramática desde todos los puntos de vista, paradójicamente resulta más fácil proponer la novedad del cristianismo.
Si miramos hoy a Europa, vemos que está creciendo una nueva generación que no ha estado implicada en las viejas batallas que han visto enfrentarse a religión y secularismo. Son personas que han crecido en una cultura ampliamente post religiosa, y como consecuencia miran a menudo este fenómeno no con animosidad sino sobre todo con curiosidad. ¿Puede todo esto configurar una nueva fase para la evangelización?
Sí, estamos en una nueva fase. La cuestión es si nosotros, cristianos, seremos capaces de sacar ventaja de esta oportunidad para entender, nosotros en primer lugar, qué es verdaderamente la fe, qué significa ser cristianos, por qué ser cristianos debería ser interesante para nosotros y para los demás. Tenemos que profundizar en este punto independientemente de la preocupación por los números, y transmitir ante todo la plenitud de la experiencia que Cristo hace posible en nuestra vida.
Pienso en una expresión que Giussani usaba con frecuencia hablando de la fe. Decía: «La fe es una experiencia presente, y en mi experiencia personal encuentro la confirmación de su conveniencia humana». Sin esto, la fe no sería capaz de resistir en un mundo en el que todo dice lo contrario a nosotros.
Por tanto, su estrategia para la evangelización al comienzo del siglo XXI es vivir la fe de tal modo que esta «experiencia de confirmación» pueda producirse, para después ir introduciendo gradualmente a los demás en esta forma de vida, ¿no es así?
Cuando un cristiano vive la fe con este tipo de alegría, con esta plenitud, es evidente que cuando va a su trabajo, está con los amigos o va al aeropuerto, los demás verán esta novedad en él. Si llegas al trabajo a las 8 de la mañana y te encuentras con un compañero que está cantando, que te abraza y que comparte tus debilidades y dificultades, te surge preguntar: «¿Qué es lo que te hace llegar al trabajo cantando a las 8 de la mañana?».
Esto comunica el cristianismo mucho mejor que muchas otras cosas, más que todas las motivaciones éticas, porque cuando uno ve algo así, le surge de forma natural preguntar: «¿De dónde viene esta alegría? ¿De dónde viene esta plenitud de vida?». Uno puede no pensar inmediatamente que el origen de esta felicidad se llama Jesucristo, se llama fe. Pero cuando uno empieza a entender que este modo sorprendente de vivir tan feliz, tan alegre en el mundo real tiene su raíz en la fe, entonces esta se vuelve interesante.
En resumen, el cristianismo se comunica viviéndolo. T.S. Eliot preguntó una vez: «¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo?». Para nosotros es lo contrario; nosotros ganamos la vida viviendo la fe. Si no es así, no seremos interesantes para nadie, ni siquiera para nosotros mismos. En otros términos, ¿es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad o es la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia?
¿Propone no una serie de teorías, sino un modo de vida?
Es una experiencia de vida.
El Papa Francisco habla con frecuencia de crear una «cultura del encuentro», y el concepto de encuentro era fundamental también para Giussani. Si miramos hoy a la Iglesia, ¿cuáles son los ejemplos de una «cultura del encuentro» que más le impresionan?
Siempre me impresionan los ejemplos de creación de espacios para el encuentro entre personas totalmente distintas entre ellas. Por ejemplo, aquí en Milán, nosotros [Comunión y Liberación] gestionamos un centro de ayuda al estudio en el que un grupo de profesores –unos pertenecientes al movimiento y otros no– ofrecen su tiempo libre para ayudar a chicos que tienen problemas en el colegio. Entre los chicos hay italianos, inmigrantes, fieles de distintas religiones, en su mayoría católicos o musulmanes, y ahí se ve un espacio de encuentro. Vienen de situaciones muy distintas y encuentran allí un lugar en el que renace su humanidad.
Una vez llegó allí un chaval con una barra de acero en la mochila. En otra circunstancia habría sido tratado como un terrorista. Pero estando con esta gente se ha liberado de su agresividad, incluso ha llegado a convertirse en uno de los responsables de esa iniciativa. En esto consiste el poder del encuentro.
¿Conoce algunos ejemplos también fuera de su movimiento?
Bueno, obviamente no conozco todo el mundo, pero algún ejemplo sí que puedo contar. Voy a veces a algunas parroquias en Roma y Milán, y es posible ver lo vivo que está este espíritu de encuentro en ellas. Conozco un sacerdote aquí en Milán que está en relación con algunos presos. Tiene una impresionante capacidad de implicarse con ellos de un modo que les ayuda a reconstruir su vida.
Está demás la experiencia de las APAC en Brasil, esa red de cárceles sin guardias y sin armas, en las que la tasa de reincidencia, que en las prisiones normales está alrededor del 80%, baja aquí al 15%. Uno puede pensar que se trata de una ilusión, que así no se hace más que incentivar la criminalidad. Por el contrario, es un ejemplo de lo que sucede cuando se produce un encuentro real. Todo lo que va en contra de la verdadera humanidad, antes o después, se desvanece.
Por ejemplo, había un preso que se había escapado de unas cuantas cárceles, y que casualmente había llegado a una de estas APAC, de la que no intentó escaparse. Un juez se quedó tan impresionado por esta historia que quiso ir a la prisión a preguntarle: «¿Por qué aquí no has intentado escaparte?». Y el preso respondió: «Porque del amor nadie huye».
A veces nuestro problema es que ya no creemos en ciertas cosas. Pensamos de hecho que cualquier otra solución, aunque sea violenta, es más eficaz que el poder del amor.
Está diciendo que al final nuestro «realismo» no es tan realista.
Efectivamente. Hemos dado por descontado que ciertas cosas son una ilusión, y hemos perdido la única oportunidad de ir verdaderamente al fondo del corazón de cada persona. Una vez más, esto es lo que me hace ser optimista: ¡la fe es eficaz!
Como se preguntaba el Papa Benedicto XVI hace algunos años, ¿tiene todavía alguna posibilidad el cristianismo en este mundo? A lo que respondía que sí, porque el corazón del hombre necesita algo que solo Cristo puede dar. La capacidad de corresponder al verdadero deseo último del hombre es lo que hará que el cristianismo sea atractivo.
Usted parece decir incluso que debemos tener valor en este sentido, no tener miedo a desafiar la opinión corriente en este mundo.
Lo que desde luego no podemos hacer es conformarnos con un cristianismo reducido, un poco ambiguo, pensando que este es el camino para encontrarnos con todos. No, tenemos que vivir el cristianismo de forma valiente, plena, debemos estar convencidos, con la misma audacia que tenía Jesús cuando entró en casa de Zaqueo, sin censurar en modo alguno las cosas que había hecho, sino desarmado, respondiendo a lo que él tenía en el corazón. Se trata de un método nuevo históricamente hablando. Jesús asombró a san Pablo del mismo modo en que nos asombra a nosotros. No hay nada que desafíe más el corazón de un hombre que un gesto como este, un gesto absolutamente sorprendente.
Un concepto clave en Giussani, que usted repite a lo largo de todo el libro, es que la fe es un «acontecimiento». ¿Puede explicar qué significa y por qué es tan importante?
Que la fe es un acontecimiento significa que la vida de uno cambia cuando se encuentra con un hecho, como les sucedió a Juan y Andrés cuando se encontraron con Jesús. No se puede evitar la realidad de un hecho que ha sucedido, no se puede eliminar. Pensemos en san Pablo, que perseguía a los cristianos tratando de eliminarlos; el encuentro con Cristo vivo revolucionó su forma de pensar.
Es como la escena que describe Manzoni en Los novios. La experiencia del encuentro con alguien tan capaz de perdón fue tan sorprendente que era imposible no abandonarse a la fuerza de su atractivo. Cuando el cardenal se despide del Innominado este le dice: «¿Que si volveré? Aun cuando vos me rechazarais, me quedaría porfiado a vuestra puerta, como un mendigo. ¡Necesito hablaros!, ¡necesito oíros, veros!, ¡os necesito!».
Este es el tipo de experiencia desconcertante que cambia la vida, esto es la fe. [El personaje del cardenal en Los novios está inspirado en la figura del cardenal Federico Borromeo de Milán, 1564-1631].
El Papa Benedicto siempre ha dicho que en el origen del cristianismo no hay una doctrina, una enseñanza, sino el encuentro con Cristo. La forma del «acontecimiento» cristiano es este encuentro, no de forma virtual o como una propuesta que hace uno cualquiera. No, se trata de un encuentro tan potente que ya no quieres perderlo en el resto de tu vida.
¿Es acaso el objetivo de su libro despertar la conciencia de este acontecimiento?
Desde luego. El problema es cómo comunicar este acontecimiento a la gente. Es como la experiencia del amor, del enamoramiento; no se produce porque se hable de ella, sino que sucede cuando uno se enamora.
En un momento dado usted escribe que el objetivo de la comunidad –tal vez refiriéndose a Comunión y Liberación, pero más en general también a la Iglesia– es generar «adultos en la fe». ¿A qué se refiere?
Me refiero a personas que sean regeneradas por la participación en la comunidad cristiana, en el sentido de que adquieran una capacidad nueva para afrontar la realidad, una capacidad para ser libres en un mundo distinto del de antes y una capacidad nueva para transmitir un sentido de asombro a los demás. Si el cristianismo no es capaz de generar un nuevo tipo de persona, entonces se quedará como algo separado de su vida.
En el momento presente, no existe nada más decisivo que la capacidad para generar adultos en la fe, adultos que vivan con libertad entre los demás y que pueden testimoniar la fe no solo cuando van a la iglesia o participan en alguna actividad «distinta» de lo habitual sino en lo concreto de su trabajo y de su vida.
Se necesitan personas que puedan llevar la novedad de la fe al corazón del mundo, que susciten la pregunta: «Pero, ¿de dónde sacáis esta novedad, esta frescura? ¿Qué hay detrás?». La capacidad de responder a esta pregunta llevará a las personas de forma natural a algo más grande y mejor. Esto es un testimonio real de fe. Aunque los demás no lleguen a identificar el nombre de Cristo, el mero hecho de mirar a esa persona hace que sea imposible no querer comprender qué es lo que le hace ser así. Querrán saber quién es el «tercero», y esto es un testimonio.
Solo un verdadero testimonio puede hacer visible y tangible el acontecimiento de la fe. La capacidad para hacer de la fe algo razonable para los hombres solo puede venir de una experiencia concreta de la misma, de un «acontecimiento». Esto es lo que permite que uno no tenga miedo a no ser comprendido y que pueda resistir a la tentación de reducir el cristianismo a algo distinto.
Yo le pregunto: ¿por qué pensamos a veces que para hacer comprensible un gesto gratuito haya que reducirlo a algo distinto, tenga que ser menos gratuito? Cuanto más gratuito sea, más sorprendente y atractivo debería ser, ¿no? No tenemos que reducir las cosas para que puedan ser comprendidas.
A veces pensamos que si uno no tiene fe, tenemos que reducir las cosas para que pueda comprenderlas. Pero es justamente lo contrario: cuanto más gratuito es un gesto, como perdonar a alguien una ofensa en lugar de responder del mismo modo, tanto más asombrará radicalmente a esta persona. No tenemos que reducir ni olvidar nada para evitar el escándalo. Nadie se ha escandalizado nunca de ser perdonado.
En la última página del libro usted escribe que la alegría es como la flor del cactus. ¿Qué quiere decir?
La fe introduce en la vida un atractivo, que al mismo tiempo nos atrae hacia ella pero no nos deja solos. Nada desafía tanto a una persona como algo que responde con total plenitud a todas sus expectativas. ¡Nada transforma radicalmente la vida como el cumplimiento de todas sus promesas! Por eso la fe es como el cactus: es precioso, nos atrae hacia sí, pero al mismo tiempo pincha. Podemos aceptarla o rechazarla, pero nada tiene tanto poder para transformar y descolocar la vida.
¿Podríamos decir que este libro es un intento de expresar la visión de la evangelización que nace de Giussani y que ha sido enfatizada por los tres últimos pontífices?
En mi opinión, la respuesta es que sí.