Sentido religioso, obras y política
AntologíaEl yo, el poder, las obras. Contribuciones a partir de una experiencia, Encuentro, Madrid 2001, pp. 151-156
La política, en cuanto forma más completa de cultura, no puede dejar de tener al hombre como su preocupación fundamental. En su discurso a la Unesco (2 de junio de 1980) Juan Pablo II dijo: «La cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria con lo que es el hombre» (Juan Pablo II, El hombre y la cultura, Alocución a la Unesco, 2 de junio de 1980, PPC, Madrid 1980, p. 13).
1. Pues bien, lo interesante es que el hombre es uno en la realidad de su yo. Y en aquel discurso el Papa añadió que en la cultura siempre es necesario considerar «al hombre integral, al hombre todo entero, en toda la verdad de la subjetividad espiritual y corporal». Es necesario «no superponer a la cultura –sistema auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo– divisiones y oposiciones preconcebidas» (ib., p. 15).
¿Qué es lo que determina, lo que da forma a esta unidad del hombre, del yo? Es ese elemento dinámico que, a través de las demandas y exigencias fundamentales en las que se expresa, guía la expresión personal y social del hombre. Brevemente, yo llamo «sentido religioso» a este elemento dinámico que, por medio de sus exigencias fundamentales, guía la expresión personal y social del hombre; es decir, la forma de la unidad del hombre es el sentido religioso. Este factor fundamental se expresa en el hombre mediante preguntas, instancias y estímulos personales y sociales. El capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles presenta a san Pablo explicando la gran e incesante migración de los pueblos como búsqueda de Dios (cf. Hch 17,26-28).
El sentido religioso se muestra, así, como la raíz de la que brotan los valores. Un valor, en última instancia, es esa perspectiva de la relación que tiene todo lo contingente con la totalidad, con lo absoluto. La responsabilidad del hombre, ante las diversas solicitaciones que produce en él su impacto con todo lo real, se pone en juego en la respuesta que da a esas exigencias que el sentido religioso –o «corazón», según el lenguaje bíblico– expresa.
2. Al poner en juego esta responsabilidad suya frente a los valores, el hombre se encuentra con el poder. Entiendo por poder lo que en su libro –titulado así– Romano Guardini definía como trazado de objetivos comunes y organización de las cosas para alcanzarlos (cf. R. Guardini, El poder, Cristiandad, Madrid 1982, p. 13).
Entonces el poder, o está determinado por la voluntad de servir a la criatura de Dios en su dinámica de desarrollo, esto es, por la voluntad de servir al hombre, a la cultura y a la praxis que deriva de ella, o bien tiende a reducir la realidad humana a sus propios objetivos; y así, un Estado que se considera fuente de todo derecho reduce al hombre a «partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana» (cf. Gaudium et spes 14, 2. Constitución pastoral del 7 de diciembre de 1965), por usar los términos en que habla la Gaudium et spes.
3. Si el poder mira sólo a sus propios objetivos, necesita entonces tratar de gobernar los deseos del hombre. El deseo es, de hecho, el emblema de la libertad, porque abre nuestro horizonte a la categoría de lo posible; por el contrario, el problema del poder, entendido como lo he esbozado antes, es asegurarse el máximo consenso posible de una masa cuyas exigencias están cada vez más condicionadas. De esta manera, los deseos del hombre, y, por tanto, sus valores, se ven esencialmente reducidos. Se persigue sistemáticamente la reducción de los deseos del hombre, de sus exigencias y, por tanto, de sus valores. Los mass media y la escolarización obligatoria se convierten en instrumentos para inducir de forma encarnizada determinados deseos y olvidar o excluir otros. En su encíclica Dives in misericordia el Papa anota: «Ésta es la tragedia de nuestro tiempo: la pérdida de la libertad de conciencia de pueblos enteros obtenida con un uso cínico de los medios de comunicación por parte de quienes ostentan el poder» (cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 11. Carta encíclica del 30 de noviembre de 1980).
4. El panorama de la vida social se vuelve cada vez más uniforme, más gris (pensemos en la «gran homologación» de la que hablaba Pasolini) (cf. P. P. Pasolini, Escritos Corsarios, Planeta, Barcelona 1993, pp. 56 s. y 60 ss.), tanto que entran ganas de describir la situación con una fórmula (que de vez en cuando utilizo con los jóvenes): hay que tener cuidado de que la P (poder) no esté en proporción directa con una I (impotencia), porque entonces el poder derivaría en prepotencia sobre la impotencia que se persigue, precisamente, mediante la reducción sistemática de los deseos, de las exigencias y de los valores. (…)
En este aplastamiento del deseo tiene su origen la desorientación actual de los jóvenes y el cinismo de los adultos. Y ¿cuál es la alternativa dentro de esta inercia general? Un voluntarismo asfixiante y sin horizonte, sin genialidad ni amplitud, y un moralismo de apoyo al Estado como fuente última de consistencia para la vida y la actividad humana.
5. Una cultura de la responsabilidad debe mantener vivo ese deseo original del hombre, del que brotan sus aspiraciones y valores, que consiste en su relación con el infinito, cosa que hace de la persona sujeto verdadero y activo de la historia. Una cultura de la responsabilidad tiene que partir del sentido religioso. Este punto de partida lleva a los hombres a unirse. Y no por cálculo de intereses precarios, sino sustancialmente: a unirse en la sociedad de forma sorprendentemente entera y libre (la Iglesia es el mejor ejemplo de ello), de modo que el surgimiento de movimientos dentro de ella es señal de una vivacidad, responsabilidad y cultura que dinamizan todo el orden social.
Así pues, la política debe decidir si favorecer a la sociedad exclusivamente como instrumento suyo, manipulado por el Estado y su poder, o bien impulsar un Estado que sea verdaderamente laico, es decir, que esté al servicio de la vida social según el concepto tomista de «bien común», relanzado vigorosamente por el magisterio grande y hoy olvidado de León XIII (cf. León XIII, Rerum novarum, en particular nn. 26-28).
He hecho esta última observación, aunque fuera obvia para todos, con el fin de recordar que se trata de un camino nada fácil, tan duro como el resto del camino que tiene que hacer cada verdad en la vida. Conviene no tener miedo, también en este caso, de lo que decía el Santo Evangelio: «Quien se aferre a su vida, la perderá y el que la dé en nombre de Cristo, la ganará» (cf. Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc. 9,24; 17,33).