Sí a la paz
No nos convenció Bush padre, tampoco nos convence Bush hijo. No podemos entender por qué Sadam es peor que los demás, por qué la lucha contra el terrorismo depende de su destrucción. Además la tiranía de Sadam se muestra algo más tolerante que los regímenes de otros países, por ejemplo respecto a las Iglesias cristianas.
Estamos en contra de esta guerra. Estamos con el Papa que la considera desproporcionada en su método y objetivo, y por eso está recurriendo a todos los medios a su alcance para evitarla: para impedir que los pobres iraquíes, que ya sufren una opre-sión humana y política, sufran bombardeos aún más nefastos, y para evitarnos a todos las consecuencias de un conflicto inútil.
Nosotros estamos con el Papa sobre todo en su esfuerzo para construir la paz. El Papa no priva de legitimidad a EEUU; no les acusa de ser la guarida de todos los vicios del Occidente opulento; no lanza anatemas ni excomulga a los soldados católicos que parten hacia Irak; pero invita a todos a unirse a él en la oración - «Sólo una intervención de lo Alto puede alentar la esperanza de un futuro menos oscuro… os invito a rezar el Rosario pidiendo la intercesión de la Virgen Santísima» (Ángelus, 9.2.2003) - y en el combate contra la violencia que nos amenaza.
Un aspecto irrenunciable de ese combate es la defensa de la libertad. Libertad de creer y de expresarse, libertad de construir un futuro mejor; libertad de la Iglesia y libertad del Estado; libertad de las instituciones y de la democracia. En todos estos aspectos EEUU es un ejemplo, y para los más desheredados casi un sueño. Por ello, aunque su gobierno se equivoca en la circunstancia actual, no renunciamos a América, entre otras cosas porque en EEUU se puede estar en contra de la guerra americana. En demasiados países semejante libertad es impensable. Somos ciudadanos europeos, aliados de EEUU; no quemamos sus banderas ni perseguimos la utopía de una sociedad tan perfecta que haga innecesario el esfuerzo de ser buenos. No tenemos la conciencia tranquila por hacer simples declaraciones que gozan de la aprobación de la mayoría.
Nos toca una grave responsabilidad. Sentimos amargura y pena ante las duras contradicciones, la impotencia de los organismos internacionales y los condicionantes que inevitablemente determinan las relaciones entre los países. Sabemos que debemos usar nuestra libertad para cambiar las cosas con esfuerzo, determinación y opciones a favor de la civilización.
Un verdadero movimiento por la paz debe favorecer una educación en la conciencia del pueblo, que alimente sus decisiones de manera que el mal (terriblemente presente incluso en cada uno de nosotros y no sólo en los enemigos externos; y además cambiante según de qué lado nos pongamos) no venza sobre el bien. De modo que todo juicio y acción sean factores de paz, justicia y civilización.