Qui salvandos salvas gratis. A propósito del perdón
Palabra entre nosotrosApunte de una conversación de Luigi Giussani con algunos universitarios
La Thuile, agosto de 1991
1. El juicio sobre la vida
Quisiera comenzar nuestra conversación partiendo de tres pasajes del Réquiem de Mozart. Estos representan sintéticamente el juicio sobre la vida, un juicio que salva la dignidad de la libertad, y. ante todo, la dignidad de Dios. Y lo representan en el contraste profundo (que al final no es una contradicción) en el que este juicio vive, en el hecho dramáticamente contradictorio que se libera en el tiempo a raíz de este juicio (la música de Mozart nos lo transmite perfectamente).
Cada frase comienza con la afirmación incontrastable de la supremacía de Dios, del dominio de la justicia y la verdad. Y enseguida es interrumpida por algo que se introduce y dulcifica de improviso aquella dureza de justicia, aquella afirmación áspera de verdad, la enternece en una petición, en una súplica que sabe que puede ser respondida. «Rex tremendae majestatis»; así comienza el primer pasaje: Rey de terrible majestad, que ningún hombre puede tocar (la To-rre de Babel es el emblema del esfuerzo colectivo de la humanidad entera para poder destronar a Dios, para poder concebir un mundo sin Dios (los efectos de esta Babel explotan sistemática y periódicamente en la historia. A nosotros nos toca vivir un momento de este tipo: lo estamos viviendo, todavía no ha terminado: lo peor ha de venir). Rey de tremenda majestad, y luego, de repente: «Qui salvandos salvas gratis», que tienes voluntad de salvación, gratuita, amorosa, «Salva me, fons pietatis», ¡salva mi vida!, fuente de amor. «Rex tremendae majestatis qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis», Rey de terrible majestad, que gratuitamente salvas a los hombres que has querido salvar, sálvame también a mí, fuente de amor.
Este juicio global se detalla en el segundo pasaje: «Confutatis male- dictis, flammis acribus adictis»: daréis cuenta de toda palabra que digáis inútilmente, cada cosa es juzgada. E inmediatamente después del juicio, la súplica: «Voca me cum benedictis», llámame también a mí con aquellos que se salvarán. Por eso te pido suplicante, arrodillado ante Ti, con el corazón roto, casi hecho cenizas: «Gere curam mei finís», ¡toma Tú, en tus manos, la preocupación por mi destino!
Esta supremacía de Dios, intocable, este juicio pormenorizado e inexorable, tiene un tiempo en el que se desvela (es el tercer pasaje): «Lacrimosa dies illa». Aquel día lleno de lágrimas, de dolor, en el que saldrá del fuego universal el hombre pecador, el hombre reo, para ser juzgado. Pero he aquí, de nuevo, la súplica: «Huic ergo parce, Deus: pie Jesu Domine, dona eis réquiem», ¡perdona, oh Dios, piadoso Señor Jesús, concédenos la paz!
2. El pecado original
Quisiera recordar ahora el manifiesto de Pascua de este año, e invitaros también a mirar la imagen que reproduce (La navegación, de Andrea Pisano), porque tiene una conexión profunda con el Réquiem de Mozart. La vida es algo serio y grande. Deberemos dar cuenta de cada instante, de cada gesto, de cada palabra, de cada pensamiento: en esto reside la grandeza de la vida. Si fuéramos moluscos o cualquier otra especie animal, no tendríamos que dar cuenta. En cambio, responderemos de cada pensamiento, incluso del más oculto. Por esta grandeza: porque el yo humano es relación con el infinito. está ante el infinito. Tanto si se peina, como si toma un pedazo de pan, no puede sustraerse a esta relación última que le constituye, a esta grandeza que lo define.
Quiero que volvamos a meditar, entonces, el texto de Péguy, que, como cada manifiesto pascual, es tema para todo el año. «Este mundo moderno no es sólo un mundo de mal cristianismo, eso no significaría nada, sino que es un mundo incristiano, descristianizado». Es un mundo que ya no quiere el cristianismo, un mundo en el que el cristianismo ya no tiene cabida. Pero, ¿cuál es el signo de esta descristianización radical, respecto de la cual si el nuestro fuera un mundo de mal cristianismo no significaría nada? ¿Cómo se puede decir que si fuera un mundo de mal cristianismo esto no significaría todavía nada? ¿Qué hay peor que esto?
«El desastre precisamente es que nuestras mismas miserias ya no son cristianas. También había maldad en los tiempos de los antiguos romanos» (también eran malos los primeros cristianos: basta leer las cartas de san Pablo y los Hechos de los Apóstoles. San Pablo fue traicionado por los cristianos, murió por haber sido denunciado por los cristianos). La gran cuestión es que el hombre está herido desde el origen. Que las miserias sean cristianas significa fundamentalmente que nuestras miserias sean conscientes de sí mismas como surgidas en su nacimiento del pecado original, de esta herida mortal. Nacemos con una herida mortal, como un niño que no puede sobrevivir, que se está muriendo. Que «nuestras mismas miserias ya no son cristianas» significa, ante todo, el olvido, la anulación, la censura total, en la vida de la cultura (de toda la cultura), pero también en mi vida, en la vida de cada uno de nosotros, significa el olvido del pecado original, del hecho de que nacemos con una ruptura, una herida, una distorsión mortal, que quiere decir que no podemos ser nosotros mismos: nacemos sin poder ser nosotros mismos.
3. Consecuencias de una censura
El olvido del pecado original trae consigo, ante todo, el hecho de que el hombre no se percibe ni concibe ante su destino. Podemos hablar de destino (todos hablan de destino, todos admiten el destino. La mayor parte admite también el nombre del destino: Dios), pero no nos concebimos, no toleramos concebirnos ante el destino. Exactamente lo contrario de lo que Jesús dice en la frase más tremenda de los Evangelios: «Entonces dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará. Pues, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”» (Mt 16, 24-26). ¿Qué importa si alcanzas todos tus objetivos, te adueñas de todo lo que quieres y te pierdes a ti mismo? O ¿qué darás a cambio de ti mismo?
El olvido del pecado original, como origen del rechazo a concebirnos ante nuestro destino equivale a la negación existencial de Dios. Nuestras mismas miserias no son ya cristianas y por ello coinciden con una negación de Dios, una negación existencial, o si queréis, práctica de Dios. Pero sin la dimensión de la relación con el destino el hombre pierde toda su dignidad. Y entonces la alternativa en la que cae es muy simple y terrible. De una parte, la reducción mezquina de sí mismo, el nihilismo (hacer lo que le venga en gana). Todo es igual, porque nada vale. Por otra parte, aparentemente en contradicción con lo anterior, una presunción sin límite: destrucción o intento de sustituir la relación con Dios. Nihilismo y presunción.
Insistimos: al no reconocer su fragilidad original (el hombre está imposibilitado para ser él mismo) es como si el hombre estuviera permanentemente fuera de sí, en el sentido paranoico o psiquiátrico del término. Tanto es así que con su impulso no consigue unificar, encajar entre sí las cosas que hace.
4. La miseria cristiana: dentro de la mirada amorosa de una presencia
¿Qué significa, pues, estar ante las propias miserias siendo conscientes de que brotan continuamente de una herida mortal? ¿No rechazar la evidencia de este dolor original, reconocerlo? ¿Qué quiere decir ser un miserable cristiano? La miseria del cristiano es la miseria de un hombre que parte de la conciencia de ser pecador (lo hemos dicho muchas veces: que no hay ningún acto verdadero en nuestra vida consciente, si no parte de la conciencia de que somos pecadores). Y la conciencia de ser pecador implica la mirada amorosa de una presencia. Sólo la mirada amorosa de una presencia hace que me sienta pecador, me hace reconocer que soy pecador. Chorno la Magdalena, cuando en la calle vio pasar a Cristo. Como Zaqueo cuando se sintió mirado e interpelado por aquel hombre que pasaba. Como un niño ante su madre: llora por el error cometido, por la conciencia de su equivocación, porque la madre lo abraza, lo abraza antes con los ojos que con los brazos.
«Nuestras mismas miserias ya no son cristianas». La gran alternativa entre el cristiano y el no cristiano (y el no cristiano, dice Peguy, ha embestido al cristiano, y ha desterrado de su corazón al cristianismo), la diferencia entre la miseria cristiana, mirada cristianamente, y la miseria no mirada ya cristianamente la podemos resumir así: es la diferencia entre la posibilidad, la existencia, la incumbencia, la invasión del perdón y la ausencia del perdón.
El hombre que no reconoce el pecado original, que no está frente a su destino, que sustituye su destino por su propio rodar como piedra por la pendiente (de sus caprichos y sus pensamientos), que intenta afirmar con presunción su dominio sobre las cosas, no tiene posibilidad de perdón, no sabe lo que quiere decir perdón, lo que quiere decir ser perdonado. Y por eso no puede reconstituirse a sí mismo. Porque para reconstituirse a sí mismo, uno debe sentirse per-donado. La miseria cristiana es aquella que se siente invadida, cercada y abrazada, como un niño en brazos de su madre, por el perdón. «Rex... qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis». Esto es lo que necesitaba el hombre, esto es lo que necesita el hombre, lo que necesito yo, hoy y ahora: una fuente de piedad «fons pietatis». Porque entonces yo me reconstituyo, vuelvo a ser yo mismo.
5. «Pero Jesús vino»
«¡Pero vino Jesús. Y no perdió sus años gimiendo e interpelando a la maldad de la época. El zanjó la cuestión. De manera muy sencilla. Haciendo el cristianismo». Jesús vino: la fuente de piedad ha venido. La fuente de piedad viene a ti, como la presencia de la madre va a un niño al que mira y abraza. Viene, existe, viene ahora. Puedes haberla olvidado o no haberla conocido hasta ahora. Ahora está aquí.
Jesús vino y sin demorarse ¿qué hace? No rechaza a los malditos, no calcula, no juzga, no anticipa el juicio universal. Hace el cristianismo. ¿Qué significa hacer el cristianismo?
El cristianismo es el vínculo que Cristo establece contigo. No el que tú estableces con Cristo, sino el que Cristo ha establecido y establece contigo. Puedes no haberlo mirado a la cara hasta ahora. Puedes no mirarlo a la cara durante treinta años más; dentro de treinta años Él establece un vínculo contigo. «Hacer el cristianismo» significa que Cristo establece un vínculo contigo. Se llama alianza y Dios es fiel a su alianza. El cristianismo es el acontecimiento del vínculo que Cristo ha establecido contigo. Entonces es necesario que tú digas sí a este vínculo. Decir sí al vínculo que Cristo ha establecido contigo es la decisión para la existencia.
Si dices sí al vínculo que Cristo ha establecido y establece contigo no te encuentras solo, sino que estás junto a otros, en una comunidad. Porque, como dice Schneider en su bella novela sobre Las Casas, «aquellos que están en el umbral se reconocen mutuamente». Imaginemos un umbral que conduce a una gran casa, una gran morada; en este umbral puede haber dos, dos mil, un millón de personas: aquellos que esperan entrar, los que están en el umbral, se reconocen mutuamente. Por eso, diciendo sí al vínculo que Cristo ha establecido contigo, te encuentras en la comunidad cristiana. «Jesús vino. Zanjó la cuestión. De manera muy sencilla. Haciendo el cristianismo».
El cristianismo es la comunidad cristiana.
6. “Hacer el cristianismo” en mi jornada
Así pues, el corolario es claro. ¿Qué significa para mi «hacer el cristianismo»? Significa que mi vida cotidiana sea investida por la vibración, por la luz, por el afecto de esta comunidad: que esté determinada por el sí que digo al vínculo que Cristo ha establecido conmigo; que sea un traspasar el umbral en el que le he esperado, como hombre mortalmente herido. La jomada se convierte de este modo realmente en una lucha, en un drama, en un tiempo en el que la claridad de mi conciencia y la fuerza y el fuego de mi afecto se hacen protagonistas. Porque el yo inteligente y afectivo se hace protagonista cuando sabe «para qué», cuando reconoce su destino, ese destino que esperaba ante el umbral tiritando por el frío y el hielo, por una parte, y presintiendo el calor que emanaba del interior de la morada, por otra.
Se pueden describir de muchas formas estos días en los que hacemos el cristianismo, en los cuales decir sí al vínculo que Cristo ha establecido con nosotros. Por ejemplo, con este pasaje del diario de Kierkegaard. «Para que el derecho del co-nocimiento (el conocimiento es un derecho para el hombre que tiene dignidad) tenga validez es necesario aventurarse en la vida, en el mar abierto (como en La Navegación, de Pisano: el mar abierto es la jomada) y gritar a Dios (como el grito de aquellos navegantes) preguntando si quiere escuchamos («Vocu me», llámame, toma Tú el cuidado de mi destino), no quedarse en la orilla mirando cómo los demás luchan y se baten. Sólo entonces el conocimiento alcanza su propia autenticidad (su verdad). Y es muy distinto estar apoyados sobre un solo pie (estar siempre a punto de caer) y demostrar la existencia de Dios (discurrir sobre Dios, sobre el destino, sobre los valores morales de la existencia), del agradecerle de rodillas (esto es lo que debe suceder en cada uno de nuestros días: dar gracias a Dios de rodillas. Dándole gracias de rodillas, lo reconoces)».
Se puede decir todo esto con palabras más humildes y fáciles, como las de este canto: «En el misterio del día busco lo real, dime ¿dónde se esconde?» O bien, en otros términos. con un canto compuesto a los diecisiete años por Adriana Mascagni, una de las primeras del movimiento: «Dios mío, me miro y he aquí que descubro que no tengo rostro (soy nada): miro en lo profundo de mi ser y veo la oscuridad infinita. Sólo cuando me doy cuenta de que Tú estás, vuelvo a escuchar mi voz como un eco (yo soy un eco de Ti), renazco como el tiempo desde el recuerdo (desde una presencia que ya existe). ¿Por qué tiemblas, corazón mío?; tú no estás solo; no sabes amar y eres amado: no sabes hacerte y estás hecho. Así pues, como la estrella en el firmamento, haz que yo camine dentro del Ser (dentro de Ti: la vida de cada día es caminar dentro del Ser), hazme crecer, cambiar, como la luz que haces crecer y cambiar en los días y las noches».
Sólo son ejemplos para ilustrar nuestros días llenos de un sí dicho a Cristo, determinados por este «hacer el cristianismo». Ya se trate de la seriedad del pensamiento, expresado por Kierkegaard en la imagen de un hombre de rodillas que grita, porque éste es el verdadero pensamiento: se llama súplica. O bien se trate de la búsqueda de Cristo en el misterio de cada día. o de la percepción descrita en el segundo canto citado.
7. El pretexto de la desproporción
Nosotros planteamos una gran objeción para hacer el cristianismo: el pretexto de nuestra desproporción. Es un pretexto triste y digno de compasión, salvo cuando se convierte en mala voluntad. Porque el juicio de que yo soy despropor-cionado es triste y digno de compasión. Pero en mí, después de una hora, o después de cinco minutos de haberme levantado de la cama, se convierte en mala voluntad. Y entonces deja de ser digno de compasión, no es ni siquiera amargura, es nada.
Péguy lo había dicho. «Jesús vino. Y no perdió sus años gimiendo e interpelando a la maldad de la época. No se puso a recriminar ni a acusar a nadie». Cristo no nos acusa. No ha llegado todavía el momento del juicio universal. Estamos en el tiempo, caminando en el tiempo, en la barca de la navegación. Cristo no mide, ¿por qué intentas medir tú? No se puede medir. «Yo no lo consigo, no soy capaz, soy desproporcionado». ¿Qué dices? ¿Blasfemas? Cristo no se puso a recriminar o a acusar a nadie.
«No son los errores los que hay que temer, sino la mentira», dice Schneider en su libro sobre Las Casas. Es curioso porque los errores se pueden contar, medir, pero la mentira no. I-a mentira es negar u olvidar a Cristo. «Queridos —dice Jn 4,2ss—, en esto podréis conocer el espíritu de la verdad: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios. Todo espíritu que no reconoce a Jesús, no es de Dios. Es el espíritu del Anticristo que. como habéis oído viene, pues bien, está ya en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y habéis vencido esta mentira de los falsos profetas. Pues el que está en vosotros es más grande que el que domina el mundo de la mentira. Aquellos son del mundo, por eso enseñan cosas del mundo y el mundo escucha a los maestros de la mentira. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios (quien está en el umbral esperando) nos escucha. Quien no es de Dios no nos escucha (porque no nos espera). En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira».
No son, pues, los errores lo que debemos temer, sino la mentira. Por eso desembaracémonos de la objeción de la desproporción y de la incapacidad. ¡Cierto que eres incapaz!: tienes aquella herida profunda de la cual naces. Pero tienes un perdón más potente que aquella herida. «Jesús vino. No perdió tiempo. Zanjó la cuestión. De manera sencilla. Haciendo el cristianismo». No puedes poner ninguna objeción diciendo «soy desproporcionado». El ha hecho el cristia-nismo precisamente porque eres desproporcionado. Él no es desproporcionado, y es Él quien rige tu destino: si abres los brazos, si abres los ojos como los de un niño, y lo acoges.
8. Una pureza desconocida
«No se puso a recriminar ni a acusar a nadie. Él salvó, no acusó al mundo (no te acusa a ti hayas hecho o hagas lo que hagas, te salva). Él salvó el mundo». ¿Qué quiere decir existencial y experimentalmente para nosotros, que Él salvó el mundo? Quiere decir que El trajo al mundo la pureza: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro» (1 Jn 3,3). El ha traído la pureza. Por eso debo seguirle con todos mis problemas, deseando, men-digándole, imitándole para que mi día sea embestido por una pureza desconocida, impensable, hasta no deseada. Debo seguirle con todos mis problemas, porque «quien tiene esta esperanza en Él, se purifica, como Él es puro». Por eso, ¡ay de quien mide! No acusó, no midió al mundo; lo salvó. He de seguirle con todos mis problemas para que su pureza penetre en mi jornada, para que “hacer el cristianismo" se convierta en un esplendor de humanidad, una luz y un calor nuevos de humanidad: la nuestra es una vida diferente de la de los otros, pero verdadera.
Esto implica dos consecuencias, entre otras, que subrayo. En primer lugar, se trabaja con confianza, se levanta uno por la mañana para trabajar con confianza. En segundo lugar, uno no se detiene en el problematicismo crítico y dubitativo, en el escepticismo y en la duda. Pues la esperanza en Él, es decir, sentirse investido por su mirada, penetrado por su afecto, abrazado por sus brazos, salvado por su sangre, significa que se hace verdad un tiempo cotidiano lleno de carnalidad existencialmente intensa, cada vez más límpida y precisa, es decir, cada vez más permanente en su valor, de modo que lo que me sucedió hace diez o veinte años no lo recuerdo tristemente, porque lo poseo todavía ahora.
Es lo que nos sugiere un pasaje de la liturgia, una oración del principio de la Misa, un pasaje del XX domingo del tiempo ordinario. Aquí se condensa toda la dinámica de la vida cristiana: ante a uno mismo, es decir, frente al propio destino, porque uno es su destino: ante los demás, porque uno es el amor que lleva a los otros, es el afecto que vive, cuya gama posible va de la preferencia ardiente al odio; y por último ante las cosas. Es decir, que en esta oración queda descrita la dinámica cristiana de la relación con lo real, que comienza por uno mismo, por la conciencia del propio destino, atraviesa toda la afectividad. que de muchas maneras se deposita en el rostro y en la presencia del otro, y penetra en todas las cosas para utilizarlas en el camino. «Te pedimos. Señor, que amándote en cada cosa, y sobre toda cosa, obtengamos los bienes prometidos por Ti que superan todo deseo».
«Amándote en cada cosa»: no se excluye ni un pelo de la cabeza. La pureza que El ha traído al mundo, que trae a mi jomada en cuanto me despierto, es un amor por todas las cosas. No se trata, pues, de eludir o suprimir nada.
Pero, atención, «amándote en cada cosa y sobre toda cosa». Este «sobre» es el contrario del «por encima», es el dentro de cada cosa, de modo que la cosa sea amada hasta llegar a Ti. Porque si un hombre ama a una mujer sin llegar a Ti, no la ama. Su ímpetu se corrompe, está ya corrompido desde el principio. Si un hombre está apasionado por su trabajo y no atraviesa el objeto ni la modalidad de su trabajo hasta alcanzar el presentimiento de Tu rostro perfecto, que nos espera (como «Rey de tremenda majestad») en el último golpe de remo para llegar a la otra orilla: si uno ama las cosas que usa en su trabajo sin tratar de entrever Tu rostro en ellas, introduce en el yugo del mundo una mentira más, aunque llegara a ser un premio Nobel.
«Obtengamos los bienes prometidos por Ti que superan todo deseo». Estos bienes prometidos por El, que superan lodo deseo, no están al final sino que están ya dentro. Amándote en cada cosa, es decir, amando cada cosa hasta llegar a percibir, a presentir, a tocar en la oscuridad Tu rostro, el bien que quiero para la persona amada, para mí mismo, para el trabajo, para la cosa, para el mundo, y que supera cualquier deseo mío.
Debemos tener muy presente todo esto. «El salvó el mundo». Lo ha salvado ya. Por eso, la salvación ya ha comenzado, esta pureza, este gusto —que supera cualquier deseo posible— en la relación consigo mismo, con la persona amada, con el extraño, con cualquier cosa que toquemos y usemos, con la última estrella del cielo, está ya en acto ahora. Es una promesa de una vida más intensa. Amándote dentro de cada cosa, no parándonos en la apariencia, sino pasando a la otra orilla de cada cosa que eres Tú, viviremos la promesa que nos has hecho, es decir, obtendremos los bienes prometidos por Ti, que superan todo deseo. «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Pero quien abandona padre, madre, hermanos, hermana por mí... tendrá cien veces más aquí...». Es decir, ama cien veces más a sí mismo y a su pobreza, abraza con piedad su miseria cien veces más; desea, aspira, camina cien veces más impetuosamente hacia su destino.
Amar a la mujer o al hombre, al compañero o al extraño cien veces más: amar las cosas que tenemos entre las manos cien veces más: perdonarse a sí mismo, al otro, a todos y a todo cien veces más; abrazar al mundo cien veces más; penetrar todo cien veces más. Esto se nos ha dado, porque El no tergiversó, no acusó, sino que salva el mundo. Salvar quiere decir conservar. Pensemos cómo nos atrae todo, mucho o poco. Salvar quiere decir conservar este atractivo breve o intenso. El nos lo conserva, es más, «quien me sigue tendrá la vida eterna». Tendrá para siempre lo que ama. «y cien veces más aquí en la tierra», es decir, que empezará a gozar de los bienes prometidos ya desde aquí. Nuestra vida es diferente (¿quién razona así?), es verdadera. Verdadero se opone a mentiroso. Estemos atentos porque esta gran alternativa entre el mundo y Cristo, entre hacer el cristianismo y hacer el mundo se juega en nosotros todos los días. Para esto hay un ámbito de protección: la comunidad.