Que la Virgen nos obligue a hacer coincidir nuestro existir con nuestro ser
Página UnoApuntes de dos intervenciones en los Ejercicios espirituales de los Memores Domini (La Thuile, 6 de agosto de 2004), y en los Ejercicios de los Novicios de los Memores Domini (9 de agosto de 2004)
Si algo permanece de lo que ha alcanzado nuestros oídos y suscitado el amor en nuestro corazón, ¿bajo qué condiciones se ha salvado? ¿Cuál es la condición que ha permitido que se salvara, que tuviera continuidad? ¿Se ha salvado su ser? ¿Hemos salvado algo de nuestro ser y de nuestra vida?
Hace un momento, el predicador se ha detenido brevemente en el sujeto de todo, en aquello que está destinado a ser el sujeto de todo…
El Ser es el sujeto de todo.
Se ha salvado porque por lo menos algo de lo que hemos reconocido es, existe, y, por tanto, se puede contemplar y amar. Este impacto del ser ha evocado en un momento determinado todo el recuerdo del gozo que hemos experimentado, de nuestra exaltación y de nuestra imposibilidad. Por esta imposibilidad es como si ya no existiese nada que sea verdadero; pero no porque nosotros no lo comprendamos, sino porque supone un riesgo continuo.
En el periódico se repiten las noticias de atrocidades y guerras sin remedio posible. Y en un primer momento también nosotros nos hemos atascado, bloqueado, hemos sentido lo que existe con todos sus pliegues, sus horizontes, los años y el tiempo... Pero el nexo es Cristo. El nexo que lo que nos ha sucedido establecía con otras personas, el nexo que alguien tormentosamente sintió venirle encima.
En fin, esta es la palabra; esta palabra, con todo lo que implica entrando en el mar misterioso e inmenso del tiempo y del espacio. Podríamos decir todo lo que nace mientras se perciben ciertas cosas, mientras se advierte el milagro del misterio del Ser, en los términos en que todos perciben lo que existe: recónditas armonías o insoportables pasatiempos.
Hay que correr tras ello, perseguir este fuego, este focus excepcional y extraño. Porque, ¿quiénes son los amigos, quiénes son los compañeros, quiénes son los amores, quiénes son los odios, quiénes son los imposibles huracanes en el silencio o en la desesperación? Al igual que tantas cosas que ayer estaban y ahora se me escapan.
Tenemos que acostumbrarnos a cumplir aquello para lo que hemos sido hechos. Porque no existe regla posible sin la crucifixión de esa norma que hace de nuestro corazón el centro del tiempo y del espacio, del mundo y de la historia. Ésta es la condición; actuar así es la condición inevitable para comprender, para sentir Su mano en nuestro hombro, o rodeándonos por el hombro, para sentir cómo este Ser es nuestro, este Ser que nos desborda, que desborda nuestra desesperación o nuestra presunción.
Tenemos que acostumbrarnos a este ser, resignarnos. Son dos palabras que lo expresan de manera negativa, pero hay que reparar en ellas todos los días, porque de lo contrario no sabemos dónde situar nuestra posición como personas, como actores de este último, cansado y afanoso intento de hacer algo que se llame “yo”; yo.
Pero pensemos en que hay una mujer en la que todo esto sucedía, ¡con ella comenzaba! Existe una mujer, madre. Madre, porque la palabra madre encarna hasta el fondo, es un abismo que hace intuir hasta el fondo la presencia de algo que “es”. «Madonna. Mia donna»: dentro de unas semanas, en Loreto, podremos evocar de nuevo algunos rasgos de todo esto, arcanamente, rabiosamente o con paciencia, o sin espera alguna. Esta mujer. Quién sabe, cómo saldría de casa, cómo iría por las calles, yendo a hacer la compra para servir. De esta palabra arranca nuestro impulso hacia el ser, nuestra elección del ser, ¡hacia el Ser! Esta es la palabra: Virgen. La Virgen. Recemos un Ave María a la Virgen para que nos ayude, nos obligue, nos obligue a hacer coincidir nuestro existir con nuestro ser. Dios te salve, María…
(A los Memores Domini)
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Carrón, creo que nuestras mismas caras te devuelven y te ofrecen lo que de más hermoso y fascinante, creativo y amigo de la vida, puedas desear. Tú lo has expresado con una fuerza persuasiva –como ahora mi debilidad nunca podría decir–, con un abrazo que nos transmite quién es Cristo, qué es Cristo para nosotros.
Por tanto, no es necesario que yo añada otras palabras a las tuyas. Quiero, en cambio, sacudir la indiferencia con la que normalmente vaciamos cualquier instante de oración, misterioso –sí misterioso, pero vacío–, en lugar de vivirlo como un momento repleto de ser.
Es la meditación más bonita que se presenta a mi corazón para ser descifrada y, ante el magnífico “descaro” con que has repetido tus convicciones –no hay que cambiar ni una frase–, nuestra mirada desentraña, penetra con astucia en un descubrimiento nuevo.
¡Anda, estás allí, Marco!, te veo por la pantalla; no podrías negar ni una palabra de lo que se te ha repetido, de lo que yo he recibido y te repito ante lo eterno, ¡que siempre te diré ante lo eterno!
Qué suerte tenemos en estas ocasiones de poder repetir lo que encuentra un eco continuo en nuestro corazón y que rememoramos en nuestra mente. Se nos repiten palabras en sintonía con nuestro corazón, con ese destino al que estamos ligados, por el que nuestra madre nos dio a luz. Nos las repetiremos hoy, hoy por la tarde, por la noche, mañana por la mañana, mañana por la tarde, con un eco que en el valle inmenso de nuestro corazón hallará resonancia en todas las horas de nuestra vida.
Gracias. Pero tenéis que admitir que he sido listo a elegir a Julián. Lo ha reconocido primero Vittadini, que me ha llamado justo antes de partir y de que empezara vuestra asamblea. Gracias, hermano, que nos seguirás –lo demuestran tus palabras–, que nos acompañarás en el camino.
Gracias.
(A los Novicios de los Memores Domini)