Pasión del Hombre, Pasión de Cristo (Después del terremoto en los Abruzzos)
Una vez más un acontecimiento sobrecogedor nos ha herido en lo más profundo de nuestro ser. Tan sobrecogedor y tremendo que es difícil evitar preguntarse por su significado, pues supera enormemente nuestra capacidad de comprensión.
La cuestión es tan radical como incómoda. No podemos tratar de cerrar el asunto rápidamente, deseando pasar página cuanto antes para olvidar. No es razonable seguir siendo prisioneros de una emotividad que nos sofoca, y mucho menos desplazar la atención sobre posibles responsables.
La caridad inmensa, de la que se ha dado prueba en estos días como gesto espontáneo y que será necesaria sobre todo durante los próximos meses, cuando hará faltamás ayuda, indica que el olvido no es la única salida. Aun así, ni siquiera esta acción puede responder completamente a la apremiante pregunta que la experiencia de nuestra impotencia frente al terremoto
ha hecho plantearnos.
Hechos como este nos ponen delante del misterio de la existencia, desafiando nuestra razón y nuestra libertad de hombres. Desperdiciar la ocasión de mirarlo a la cara nos dejaría todavía más perdidos y escépticos.
Pero para estar delante del misterio de la existencia necesitamos algo más que nuestra solidaridad, aunque sea justa. Solos no podemos.
Una vez más en nuestra historia, la compañía de Cristo – que está en el origen del amor al hombre propio de nuestro pueblo – se revela decisiva: una compañía que da sentido a la vida y a la muerte, a las víctimas, a los supervivientes, nos da sentido a nosotros mismos, y sostiene la esperanza.
La inminencia de la Pascua adquiere, de estemodo, una nueva luz. «El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él graciosamente todas las cosas?» (Rm 8,32).
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