Para nosotros fue un padre y un maestro de realismo
Mariano HerranzLas traducciones en clase, la pasión por la literatura, el intercambio de libros, las cartas de amistad que eran verdaderas joyas literarias, los estudios en Jerusalén. Así Julián Carrón recordaba, hace unos años, la figura de D. Mariano
El origen de nuestra investigación fue el entusiasmo ideal por el estudio de la historicidad de los evangelios que un profesor, D. Mariano Herranz, logró encender en un grupo de amigos, cuando éramos estudiantes de Teología en el Seminario de Madrid. Sus clases eran un acontecimiento. Todo estaba cuidado. No perdía un minuto. Nos comunicaba los contenidos con un rigor y una solidez que consiguieron despertar en nosotros una pasión por el estudio serio y riguroso de la Escritura. En ellas se encontraba realizado lo que el Vaticano II, en la constitución Dei Verbum, proponía como método de una exégesis verdaderamente católica: ser fiel a la razón y a la tradición. Por eso utilizaba todos los métodos modernos de investigación de la Escritura con el fin de poner en evidencia la verdad de la tradición recibida en la Iglesia. Era consciente de que, en el marco del debate exegético moderno, sólo se podía defender la fe cristiana recibida en la tradición con un trabajo riguroso, lejos de un pietismo superficial y de una crítica racionalista.
Viendo cómo trabajan los maestros
Aún recuerdo la emoción que sentíamos cuando nos documentaba la historicidad de los milagros, del juicio ante el Sanhedrín, o de la resurrección, dando respuesta precisa a los ataques que habían sufrido estos relatos por parte de determinados exegetas. Por eso, para nosotros el estudio de la Escritura, lejos de introducir la sospecha sobre sus contenidos, nos confirmaba en la fe y nos proporcionaba todo tipo de argumentos para dar razón de ella.
Durante el curso nos mandaba hacer trabajos, que en ese momento consistían en traducir artículos de primeras figuras de la investigación exegética. Así, decía, aprendéis viendo cómo trabajan los maestros. No nos hacía perder el tiempo con cosas de segundo rango, sino que desde el principio quería que pudiéramos entrar en contacto con trabajos de calidad, tanto en su nivel más divulgativo como en su nivel más técnico. De esta forma iba surgiendo en nosotros un gusto por el trabajo serio. Él nos corregía la traducción a todos, para que fuéramos aprendiendo.
Maestro de realismo
Esta pasión consiguió prender en un grupo de amigos, que veíamos cómo cada vez nos interesaban más estos estudios. Al final de curso, p. ej., les pedíamos a los compañeros los trabajos hechos y pasábamos el verano copiándolos a máquina (entonces no existían fotocopiadoras).
A medida que pasaba el tiempo iba cobrando cuerpo su figura de gran maestro, excepcional por su gratuidad (nos compraba o regalaba libros, nos dejaba los suyos), por su disponibilidad (siempre que íbamos a verle nos recibía con gusto), por su paternidad y estímulo en el trabajo perseverante, con un amor cada vez más grande a la Escritura. Cuando acabamos nuestros estudios en el Seminario, empezamos a seguir los cursos de Licenciatura en la Facultad de Teología. Él supervisaba nuestros trabajos y nos los corregía hasta en la expresión y el estilo. Quería que, además de serio y riguroso en el contenido, estuviera bien redactado en español. También nos recomendaba la lectura de buena literatura castellana para aprender a escribir con estilo, gracia y claridad.
Él reunía unas magníficas condiciones para este trabajo. Cuando era joven, su obispo le mandó estudiar lenguas semíticas. Había adquirido así una magnífica preparación en hebreo, arameo, siríaco, árabe, etc., lenguas indispensables para el estudio de la Escritura. A ello iba pareja su pasión por la literatura. Conocía de maravilla los grandes autores de la literatura castellana. Le encantaban los relatos cortos, los cuentos populares, que dicen cosas verdaderas de un modo sencillo y asequible a todos. Esto le otorgaba una intuición literaria para leer la Escritura, para detectar las dificultades de un texto o intuir una solución. Con el tiempo, caí también en la cuenta de que era un maestro del realismo: «observación completa, apasionada, insistente de la realidad», en este caso del texto de la Escritura.
Leía una y otra vez el texto, y así detectaba lo que a los demás pasaba inadvertido, lo que no funcionaba, las anomalías; y buscaba la forma de resolverlas con rigor científico y de acuerdo con la tradición de la Iglesia.
Alguien a quien seguir
El grupo de amigos, en quienes prendió esta pasión, disfrutábamos con este trabajo. El contenido de nuestra amistad, el centro de nuestro interés, de nuestras conversaciones era el deseo de vivir para Cristo, de comunicarlo a todos y de estudiar cada vez mejor estas cosas. Sin esta ayuda y cercanía mutua, hubiera sido imposible mantener el fuego sagrado de la ilusión por el estudio.
Después, fuimos a estudiar a L’École Biblique de Jerusalén. Este lugar ofrecía dos ventajas únicas: nos permitía familiarizamos con el escenario de los hechos que estudiábamos y disponía de una magnífica biblioteca para realizar este tipo de estudios. Muchos de nosotros era la primera vez que salíamos al extranjero. Inmediatamente notábamos la diferencia con nuestros compañeros. La mayoría habían hecho ya estudios en otros centros de prestigio (Roma, París, etc.). Pero, nosotros, al día siguiente de llegar, estábamos ya en la biblioteca con un tema perfectamente identificado. Otros compañeros se pasaban perdidos el primer trimestre, o todo el curso, tratando de identificar el tema de la memoria que había que presentar al final. Nosotros nos sentíamos unos privilegiados por tener a alguien a quien seguir.
Cartas de amistad
Nuestros compañeros se maravillaban también de la capacidad y libertad de juicio que teníamos ante los grandes estudiosos. No quedábamos rendidos ante su fama internacional. Se nos había enseñado a valorar las opiniones por el peso de sus razones, no por el peso de la autoridad de quien las defendía. Y, a medida que íbamos conociendo personalidades relevantes, se iba agigantando la figura de nuestro maestro, que no desmerecía ante estudiosos tan insignes; al contrario, aparecía más patente su excepcionalidad. Hasta estas ilustres personalidades académicas quedaban sorprendidas de que unos jóvenes inexpertos pudieran discutir con ellos con razones y argumentos que no podían dejar de valorar. Él nos seguía guiando desde Madrid. Cada uno conservamos todavía 30 ó 40 cartas del año que pasamos en Jerusalén, con las que nos sostuvo con consejos de todo tipo, saliendo al paso de nuestras dificultades o suministrándonos aquellos datos que necesitábamos para esclarecer los textos que estudiábamos. Las cartas eran verdaderas joyas literarias. Nos encomendaba a los santos, sobre todo a san Jerónimo y san Agustín, estudiosos de la Escritura, para que pudiéramos mantenernos en medio de las dificultades que encontrábamos.
El objeto de nuestra investigación era siempre el substrato semítico de la tradición cristiana del Nuevo Testamento, en particular de los evangelios. Desde el principio, nuestro maestro tuvo la intuición, todavía imprecisa en los comienzos, del fuerte arcaísmo de la tradición evangélica. Si tras el griego de los evangelios se podía mostrar un original arameo, este hecho pondría de manifiesto su antigüedad.