Necesitamos una educación más fuerte que la división y el terrorismo
Hace dos años Madrid fue golpeada por el peor atentado de la reciente historia de Europa. Las bombas segaron la vida de 192 personas y sembraron el desconcierto en todos. En este segundo aniversario del 11 M se constata que ha aumentado, si cabe, la falta de claridad sobre lo que sucedió en los trenes y sobre su significado. Las interpretaciones ideológicas han primado, creando una división entre los españoles con pocos precedentes. Este es el terrible efecto secundario del atentado: se tambalean las certezas elementales que hacen posible la reconciliación y la construcción del bien común, sobre las que se ha basado la unidad de nuestra sociedad durante los últimos treinta años. Síntoma de todo ello es que se renuncia a investigar a fondo, como si no necesitásemos la verdad para una convivencia en paz.
En esta situación confusa, al menos una evidencia elemental no ha quedado destrozada: las víctimas requieren lo mejor de nosotros mismos. La corriente de solidaridad espontánea hacia los más afectados por las bombas se ha mantenido hasta hoy. Esta generosidad, digna de admiración, es resultado de una educación que hemos recibido y síntoma de la vitalidad de un pueblo en el que el dolor de los otros se siente como propio.
El segundo aniversario del 11 M pone de manifiesto que los españoles necesitamos recuperar esa educación. Necesitamos comprender el valor y el significado de todo lo que nos ocurre, para mirar la realidad tal y como es, sin olvidar ese factor último, aparentemente enigmático aunque racionalmente irrenunciable, que la tradición occidental denomina Dios. Esa educación nace de una experiencia humana en la que la muerte no es la última e inapelable injusticia, y por ello permite vivir a la altura de la dignidad que sentimos brutalmente negada por las bombas.