¿Necesitamos creer?
¿Para qué sirve la religión? Las genuinas preguntas filosóficas son sencillas de formular. Tampoco resulta difícil darles una respuesta. Otra cosa –la verdaderamente dificultosa, sólo al alcance de los auténticos genios– es fundamentar la solución. Esto se cumple perfectamente en la cuestión de si necesitamos la religión o de qué aporta a la existencia humana la fe en lo sobrenatural.
Numerosos pensadores, coincidentes en la radical falsedad e irracionalidad de las creencias y prácticas religiosas, reconocen, sin embargo, funciones a la religión. Todos ellos practican la filosofía de la sospecha, se apuntan al método genealógico consistente en admitir que las cosas no son lo que parecen y que, por consiguiente, hay que desenmascararlas, arrancarles su disfraz, mostrar a la luz su verdadero rostro. Son partidarios acérrimos del principio reduccionista que sentencia que tal o cual cosa no es más que... De este modo se han propuesto distintas funciones desempeñadas por las religiones para, a continuación, equiparar su esencia con esta función. Se ha sugerido que la religión no es sino el fundamento de las normas morales, el yo social extrínseco interiorizado, las tablas sinaíticas de la ley ancladas en la personalidad de cada uno. O quizá la religión se identifique con la garantía del orden social vigente. Tampoco ha faltado quien en la religión ha visto una ciencia incipiente, un bosquejo de explicaciones de los inquietantes fenómenos naturales. Auguste Comte, fundador a la par del positivismo y del totalitarismo, augura la sustitución de la fase religiosa de la humanidad por su fase científica o positiva, tras el breve interregno de la metafísica. No faltan planteamientos más audaces. Para Freud, Dios ocupa el puesto del padre perdido y garantiza un menguado consuelo ante las incertidumbres de la existencia. Ya había adelantado Feuerbach que la cuna de Dios yace en la tumba del hombre.
Nadie niega que estos análisis funcionalistas de lo religioso tienen parte de razón. La religión cumple estas y otras muchas funciones. Sus utilidades son múltiples. En una época en que nos hemos acostumbrado a instrumentos multiusos no puede extrañarnos que algo tan constante en la historia humana cumpla también finalidades muy distintas. Pero el funcionalismo se aventura más allá de encontrar usos distintos a instituciones sociales y creencias. Identifica, sin más, la función descubierta con la esencia del fenómeno. La religión no es más que... Si la religión no es más que el fundamento del orden moral o social, si no pasa de ser una deficiente explicación de lo incomprensible, o un fenómeno de transferencia en una personalidad neurótica y narcisista, entonces la función que hasta ese momento cumplía se desvanece. Por ejemplo, si no hay Dios de quien provenga la legitimidad del poder absoluto, este se muestra como injustificado. La religión sólo sustenta el orden social si es vivida como algo más que su apoyo. Pero, además, al despojar a la religión de su índole propia, el método genealógico aboca al agnosticismo o al ateísmo.
Para los maestros de la sospecha, el ser humano no precisa de la religión, o no la necesita de modo esencial, de forma que las funciones que históricamente ha desempeñado pueden delegarse en otras instituciones sociales y creencias. Para el indiferente, la religión es superflua. Al agnóstico, la finitud del mundo le basta; no añora otras realidades externas al mundo conocido. Las insatisfacciones de este universo, los reveses de su existencia, su limitación y la propensión a la maldad que descubre en su interior, reclaman ciertamente correcciones, pero son mejoras dentro de la finitud. El agnóstico busca perfeccionar este mundo, no sustituirlo por otro radicalmente diferente. Incluso deseará atrasar su muerte, evitar que le sorprenda, pero no anhela eliminarla. Puede pasarse sin religión y, si en alguna ocasión la fomenta, es exclusivamente para las masas.
Pero hay otros seres humanos que viven de un modo totalmente diferente el fenómeno religioso. Se ahogan en la finitud. Su corazón ansía algo que no es de este mundo. No aspiran a limitar la imperfección, reducir la maldad o aplazar la muerte, sino a eliminarlas. Desean lo totalmente otro, que nada de este mundo puede proporcionar. Ansían entrar en relación con una realidad de la que no podrán apropiarse, decir en ningún sentido es mía. El deseo de lo absolutamente otro no viene precedido de una carencia, de la necesidad de restablecer una unidad perdida. La persona religiosa no aspira a un retorno, sino a lo inesperado, a lo que no cabe prever. El deseo vehemente de Dios, centro de la vida de la persona religiosa, es tal que lo deseado no lo calma, sino que lo ahonda. En esta perspectiva, la religión identificada con el anhelo de la alteridad absoluta no cumple ninguna función o, mejor, no se identifica con ellas. Es el latido mismo de la existencia.