Navidad
¿Por qué, de nuevo, esta melancolía? La Navidad no le concierne, se dice. Él ha blindado su vida frente a la creencia: religiosa, como de cualquier otro tipo. No es un empeño personal. Tan sólo una exigencia del oficio. La que fija Platón hacia el final del libro seis de la República: el que quiera hacer profesión de filosofía debe abandonar opiniones y creencias, para adentrarse en la selva, matemáticamente regulada, del conocimiento. Es legítimo conocer. Es legítimo creer u opinar. Amalgamar ambos, no. La cosa tiene sus incomodidades. Pero sin esa barrera, estaríamos condenados a lo peor. Schelling dará axioma a esa paradoja de la filosofía: «Es duro alejarse así de la última orilla». Nadie está obligado a hacerlo.
No le conciernen a él, pues, estas celebraciones. Ni para mal ni para bien. Y ni siquiera, este año, le incomodan los abigarramientos ornamentales: la crisis tiene sus ventajas. Madrid parece, en las navidades de estos últimos años, Madrid. Y no el horrendo escaparate eléctrico en que se hizo norma convertirlo, cuando gastar era fácil. Ahora, al pasear por la ciudad, tan sólo el exceso de viandantes choca con su natural misantropía. Pero sonríe: a la presencia humana, a su tumulto párvulo. Y hasta se le adivina una vaga ternura. ¡Dios, qué viejo se ha ido haciendo! ¿Dónde quedó la mala uva de sus mejores años? Pero está bien que así sea, se dice. Es el modo más cortés de ir despidiéndose de un mundo al cual guarda escaso apego.
Y, sin embargo, esta melancolía? En otros tiempos, podía atenuarla, arrojándose a la embriaguez de los consumos excesivos. Pero eso se lo llevó la recesión ya para siempre. Y los alcoholes ?navideños o no? nunca le tentaron. Y comer ?navideñamente o no? le ha parecido siempre una fea pervivencia animal, indigna de ser exhibida. Pasea. Mirar lo sigue entreteniendo. Así dicen que describía Pitágoras al filósofo: «El que mira». Le aturde el ruido. Pero el ruido en las calles nunca enoja. Sólo en la habitación cerrada, que Sartre describiera, lúcido, en Huis-clos. Aquí fuera, es poco más que un rodar cansino como de cantos que redondeó la erosión del tiempo. Casi bucólico, ese indefinido ronroneo: la vida.
Sabe, así, que debe sobreponerse a este deslizamiento tedioso, al cual da abusivo nombre de melancolía. Porque detrás de su indolencia nada hay de poético. Sólo hay constancia del cíclico retorno al contable punto de partida. Y no, no es melancolía lo que esa contabilidad anuncia ahora. Es miedo. No se puede decir que 2013 haya sido un año bueno precisamente. A la vista de lo que viene, sin embargo, en 2014 no tendremos más remedio que añorarlo. El horizonte de un país troceado inquieta a un hombre escéptico, como él lo es, no por añoranzas de grandeza, a las cuales se sabe inmune. Le incomoda, porque sabe lo que vendrá con el juguete grandilocuente de las independencias: la ruina; para todos. Y eso no le hace gracia. Él ?¿a cuento de qué ocultarlo?? fue siempre un epicúreo. ¿Por qué, entonces, esta melancolía?