Mi muerte, don de amor para la Iglesia
La inminente beatificación del Papa Pablo VI me ha llevado a releer con curiosidad algunas de sus últimas homilías y discursos, fechados en el verano de 1978, así como el Testamento y su incomparable Meditación ante la muerte. De esa lectura surge inmediata y sencilla la constatación de que estamos ante un santo. Impresiona, más aún, conmueve, la forma en que el Papa Montini abre su corazón, por supuesto a su Señor, pero también a cada uno de los fieles de la Iglesia, e incluso a todo hombre.
Impresiona la dulce sencillez de su confesión de fe, la conciencia de su pequeñez y de sus límites (él, que había sido un grandísimo intelectual y un avezado hombre de gobierno), su simpatía por el corazón del hombre y su búsqueda, el dolor por la confusión que contemplaba en aquellos años 70, pero sobre todo su amor inquebrantable a la Iglesia. “Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final… en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad”.
La vida del Papa Montini, especialmente sus últimos diez años, fue una lucha constante para preservar el Depósito de la Fe, para salvaguardar la unidad de la Iglesia y prepararla para una nueva misión, a través de un diálogo lúcido y doloroso con un mundo que (por lo que se refiere a Occidente) soltaba claramente amarras con la gran Tradición cristiana que lo había forjado. En su última homilía, pronunciada el 29 de junio de 1978, confesaba: “He ahí, hermanos e hijos, el propósito incansable, vigilante, agobiador que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. "Fidem servavi", podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca "la santa verdad". En aquel tórrido agosto del 78, Juan Bautista Montini es consciente de que su final se acerca y reconoce con plena lucidez la dureza del encargo que le ha tocado en suerte, y por eso afirma en la “Meditación ante la Muerte”: “La Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias que cercan mi pequeñez; pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades”.
De nuevo en la última homilía, en la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo, descubrimos a una la firmeza y el dolor, la dulzura y la severidad de un padre cuyo corazón se quiebra en esta lucha imponente, la lucha constante de la Iglesia por ser fiel al mandato de su Señor y por llevara todos los hombres hasta la luz: “queremos, además, hacer una llamada, angustiada sí, pero también firme, a cuantos se comprometen personalmente a sí mismos y arrastran a los demás con la palabra, con los escritos, con su comportamiento, por las vías de las opiniones personales y después por las de la herejía y del cisma, desorientando las conciencias de los individuos y la comunidad entera… Los amonestamos paternamente: que se guarden de perturbar ulteriormente a la Iglesia; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga conciencia clara de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe, tesoro común que Cristo, el cual es Piedra, es Roca, ha confiado a Pedro”.
El Papa que había proclamado el “Credo del pueblo de Dios”, en 1968, ante una crisis que amenazaba con devastar los cimientos de la fe de los sencillos; el timonel del Concilio que había resistido a las mareas de levante y de poniente, el sucesor de Pedro que había buscado el abrazo del sucesor de Andrés en Tierra Santa; el pastor que aceptó ser lapidado en la plaza pública para defender la imagen cristiana del amor y de la generación de la vida en la Humanae Vitae, quiere rendir un último servicio, comprendiendo tal vez que todo lo realizado (inmenso) era tremendamente insuficiente: “ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia”.
En su testamento, en el que insiste hasta tres veces en que no desea tumba especial ni monumento, y en el que pide funerales de la máxima simplicidad, expresa sus últimos consejos sobre lo que más importa. “Sobre la situación de la Iglesia, que escuche las palabras que le hemos dedicado con tanto afán y amor. Sobre el Concilio: se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones. Sobre el ecumenismo: continúese la tarea de acercamiento a los Hermanos separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica. Sobre el mundo: no se piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo”.
Él mismo confiesa que había soñado un ocaso reposado y sereno, y que sin embargo se le había reclamado “un esfuerzo creciente de vela, de dedicación, de espera”. Ese esfuerzo culminó el 6 de agosto de 1978. Solo la perspectiva de los años nos ha permitido calibrar, quizás todavía insuficientemente, la grandeza de su testimonio y de su herencia. El próximo domingo el Papa Francisco inscribirá su nombre en el libro de los santos, de aquellos que, a pesar de errores y pecados, han confesado: sí, Señor, no sé con qué fuerzas, pero Tú sabes que te quiero.