Mauro Lepori: "Es inhumano vivir sin preguntarse por el infinito"
No puede dar una sola respuesta sin nombrar a Dios, aunque sea sutilmente. Parece el contenido de su vida misma, se refleja en su sonrisa humilde, en su hábito ajado y en la cruz que pende de su cuello. Mauro Lepori (Lugano, 1959), abad general de la Orden Cisterciense, ha visitado España para ofrecer una conferencia en EncuentroMadrid sobre la belleza, "un acontecimiento invencible que tiene la fuerza de regenerar el mundo".
La Orden del Císter sigue la regla de San Benito. Una palabra, "regla", que parece oponerse a la libertad que creemos haber conquistado en Occidente. ¿Por qué vivir así?
Una regla, cuando es fruto de una experiencia, no mortifica la libertad sino que la exalta. Lo que el hombre ha perdido es la conciencia de que su libertad no es mayor cuando puede hacer lo que se le antoja sino cuando elige lo bueno, lo bello, lo verdadero; aun cuando esta decisión comporta el sacrificio de uno mismo por un bien mayor. En el fondo, la obediencia a una regla es libre solo cuando se vive deseando lo que vale más que la vida. Y precisamente esto es lo que nos permite vivir con plenitud.
¿Cuándo decidió hacerse monje?
Estudiaba Teología con la perspectiva de ser sacerdote diocesano y fui a pasar unos días a la abadía cisterciense de Hauterive, en Suiza. Fue un flechazo: me enamoré de aquella experiencia de vida que siempre me había asustado. Pero no se trató tanto de un encuentro con un monasterio, sino con Dios. Era como llegar a una cita que me esperaba desde siempre, pero de la que yo no conocía la fecha ni la hora.
¿Qué sentido tiene hoy una comunidad monacal?
El de ser un signo. Pero no debe aparecer, brillar y llamar la atención, es una realidad escondida. Es más una semilla que un signo visible: por el simple hecho de existir, una semilla es una señal de vida, de fecundidad, es un bien para todos; y cuanto más escondida bajo la tierra esté, más fruto dará.
¿Dónde radica la novedad del mensaje del Papa Francisco?
En que transmite una esperanza que no está fundada en una utopía o una ideología, sino en la experiencia de una realidad que existe. Paradójicamente, lo que atrae del Papa Francisco incluso a los no creyentes es su fe, su vida llena de certeza. Una certeza que le hace libre, que le permite encontrarse con todos, sin miedo. Y todos perciben que su propuesta no es un cálculo, una pretensión, sino sencillamente el deseo de compartir lo que le ha cambiado la vida.
Ha venido a España para profundizar en el lema de EncuentroMadrid, «Heridos por la belleza». ¿Por qué la belleza nos hiere?
La experiencia de la belleza nos reclama al origen de nuestro ser; nos hiere porque nos humilla, nos arranca la seguridad a la que nos aferramos, y nos convierte en mendigos de algo que no podemos poseer. Hiere porque no se puede abrazar sin morir a uno mismo.
Dostoievski escribió que «la belleza salvará al mundo». ¿Qué puede significar eso hoy?
Que hasta la condición humana más degradada, oscura y rebelde puede regenerarse por un acto sencillo de amor que abraza a la humanidad herida.
¿Estamos todos heridos por la belleza, aunque lo desconozcamos?
Sí, pero hay una anestesia cultural que quisiera impedirnos sentir el dolor de esta herida. Hay mucha falsa belleza que hace al hombre actual aparentemente insensible a la verdadera belleza, así como al amor y a la verdad.
En la situación que atravesamos, de guerra, terror y crisis, ¿no es poco urgente hablar de la belleza?
Es urgente recuperar esta fuente de belleza original de la que hablamos, esa que irradia el amor que es origen y consistencia de todas las cosas y, sobre todo, de la criatura humana. La guerra, el terror, el odio fratricida son precisamente zonas de sombra donde la libertad humana escapa de la luz amorosa de la belleza. Pero esta trágica situación del mundo nos alerta a no quedarnos en la belleza como mera estética. El mundo necesita la experiencia de la belleza como amor, como perdón, como misericordia. Necesita la belleza de la comunión fraterna.
¿Es la violencia en que vivimos fruto del vacío existencial?
El hijo pródigo abandona a su padre por un proyecto de vida orientado a su propio interés, a su placer; un padre bueno que estaba en el origen de su vida, de su cultura y de todo lo que era como hombre. Abandonar a quien nos genera, negarnos a construir la vida a partir de la pertenencia a un origen, crea el vacío en la existencia de la gente. Y es una violencia, en primer lugar, hacia nosotros mismos.
¿Cree que la pregunta sobre el sentido de la vida es el gran tabú del siglo XXI?
Las ideologías de los últimos siglos, como el inmanentismo actual que cree satisfacer la sed de absoluto con el hedonismo, el consumismo, el populismo y también el espiritualismo -como a menudo se concibe la religiosidad-, distraen al hombre de esa sed de significado que normalmente le inquieta ante el límite de la realidad, del control sobre las cosas y las relaciones, de la muerte. Se pretende encontrar el sentido sin recibirlo de otro, de un misterio que es más grande que nuestra vida: se ha desvinculado de la petición y se pretende encontrarlo en algo que se puede aferrar sin pedirlo, sin desearlo, sin esperarlo.
¿Se puede vivir de espaldas a esta pregunta?
No se puede vivir sin preguntarse por el significado de nuestra existencia, aunque logremos «vivir sin vivir». Es inhumano, deforme, vivir sin preguntarse por el infinito. Aparentemente nos contentamos con lo inmediato, con la superficialidad y, a veces, con la estupidez. Pero esta tentación ha existido siempre, cada época ha mostrado sus síntomas de deshumanización. La degradación de lo humano siempre ha consistido en creerse satisfechos con lo inmediato. Pero entonces nos topamos con la muerte, es decir, con un límite que no podemos evitar, ante el cual brota inexorablemente la pregunta por el sentido. Igual que la belleza no puede dejar de herirnos, porque es un bien que se nos escapa, como si estuviéramos destinados a perderla continuamente. Pero precisamente el hecho de que la belleza total e infinita que es Dios haya venido a morir por nosotros supone una inversión radical de toda experiencia de límite. Allí donde la vida nos es arrebatada, en realidad se nos concede en su plenitud para siempre. Y esta sorpresa alcanza al hombre de hoy como a todo hombre en la historia.
¿Es posible, en el contexto actual, alcanzar la felicidad?
Cuando viajo a los países más pobres del mundo, en megalópolis caóticas e inhumanas como Addis Abeba, São Paulo, Saigón o La Paz, me parece imposible. Pero si miro bien, penetrando las apariencias que escandalizan al acomodado y biempensante europeo que soy, infaliblemente veo también en esas situaciones, y quizás sobre todo en ellas, multitud de encuentros, relaciones humanas, diálogos de amistad, sonrisas y gestos de compasión, y entonces me rindo ante la evidencia de que la belleza de toda belleza, que es el amor, es un acontecimiento invencible, inextirpable, y sé que misteriosamente tiene la fuerza de regenerar el mundo.
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