Maestro, ¿dónde moras?
Un extracto de las palabras del cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., arzobispo de Buenos Aires, en la presentación del libro Por qué la Iglesia
Por qué la Iglesia. En el mundo de hoy ésta es pregunta de actualidad, éste es punto de escándalo. No cuesta admitir que “algo tiene que existir”, que pueda existir algún Dios lejano en las nubes del cielo, que no interviene demasiado en las vicisitudes de la vida, en la historia de los hombres; de hecho a nuestra civilización le gusta el teísmo spray, difuso. Tampoco cuesta creer que Cristo fue un gran hombre, un gran filántropo, un ejemplo de caridad, de sensibilidad social y tal vez también algo más. Por otra parte la lejanía de 2000 años preserva del riesgo de que él pueda incidir en la vida. Lo que provoca o molesta es la presencia de la Iglesia hoy, que pretende “meterse” en la vida, proponer una vida distinta, una mirada diversa sobre los problemas personales, familiares y hasta sociales y políticos. En este nivel se coloca la provocación de este libro. (...)
Aquí radica el problema
Quien se enfrenta con el hecho de Cristo un día después de su desaparición del horizonte terreno, o un mes después, o cien, mil o dos mil años después ¿cómo puede encontrarlo a Jesús? ¿Cómo puede vivir una experiencia parecida a la de los discípulos, sin reducirlo a un sentimiento, a una palabra, a un libro, a una idea, a un recuerdo del pasado?
«Lo real no es lo que a priori definimos que debe ser real. Y si lo que tenemos que evaluar es el contenido del anuncio cristiano, lo lógico es que sea en ello en lo que nos fijemos y no en lo que pensamos de antemano que es. Luego, se podrá incluso juzgar como no veraz, pero hay que tomarlo de entrada en consideración por lo que dice ser: Dios hecho presencia, compañía para los hombres, a los que no abandonará nunca. Y esta afirmación es precisamente lo único que resulta interesante verificar. Es Dios, está con nosotros, está vivo: éste es el contenido del anuncio que concierne a Jesucristo; cualquier otra cosa estaría en grave contradicción con el método elegido por Dios para manifestarse al hombre. Se trata de liberarse de la idea de que un esfuerzo de identificación con el pasado o su actualización mística constituyan el camino privilegiado: un esfuerzo interpretativo de la razón o del sentimiento que en realidad Dios no puede haber exigido como camino normal para llegar a Él, ese Dios cuya pedagogía se ha mostrado tan rica en compasión hacia el hombre». (...)
Tiene el rostro de los “suyos”
El anuncio de Cristo es que no sólo se hizo hombre en Nazaret, sino que su cuerpo, su presencia humana, continúa, se prolonga en el tiempo y en el espacio, a través de la unidad de sus discípulos, a través del cuerpo de la Iglesia, de la comunidad de sus seguidores: «Donde dos o más están reunidos en mi nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mt. 18, 19-20). «Y yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
«Vayamos al capítulo diez del relato evangélico de Lucas. Muchos deseaban ver a Jesús, ser curados por él, conocerle, pero Él no podía ir a todas partes; y entonces empieza a enviar a los pueblos a donde El no podía llegar, a aquellos que le seguían más de cerca, primero a los doce que había elegido y después a unos setenta discípulos; los enviaba de dos en dos para que hablaran a la gente de lo que había sucedido con Él. Y los discípulos volvían llenos de entusiasmo porque la gente les escuchaba, ocurrían milagros y las personas creían y cambiaban. Pero, entonces, en el primer pueblo al que llegaron los dos primeros enviados por Jesús, para quienes les escucharan y acogieran, ¿qué rostro tenía el Dios hecho presencia humana? ¿Qué aspecto mostraba? Tenía el rostro y el aspecto de esos dos. Pues Jesús, en efecto, les había dicho al instruirlos en el momento de partir: “Quien a vosotros oye a mí me oye” (Lc. 10, 16)». (...)
Una continuidad fisiológica
La Iglesia de los apóstoles, como la Iglesia de hoy, cree que Jesús resucitó, que está vivo y presente en la unidad de los cristianos. La Iglesia pretende ser el cuerpo de Cristo, la continuidad, la prolongación misteriosa de su presencia humana en el mundo.
«Nos advierten que Dios no ha venido al mundo, que no se ha establecido como hombre en la historia durante un momento pasajero, sin nexos, para ser recordado vagamente en una memoria abstracta de la época: Cristo sigue en la historia, en la vida del hombre, personal y realmente, con el rostro histórico y vivo de la comunidad cristiana, de la Iglesia. Con su existencia y con su testimonio aquellos primeros discípulos, aquel pequeño grupo de amigos, nos transmite que Dios no bajó a la tierra un instante que sería como un punto inaferrable para los que vinieran después de la época en la que Él estuvo en Galilea y en Judea. Dios vino al mundo para quedarse en el mundo: Cristo es el Emmanuel, Dios con nosotros».
«Hay por tanto una continuidad verdaderamente fisiológica entre Cristo y este primer núcleo de la Iglesia, y así es como este pequeño grupo de personas comienza su andadura por el mundo: dando continuidad a la vida del hombre Cristo, presente y actuante en medio de ellos». (...)
Vivo y presente
«La Iglesia se siente a sí misma como la comunidad de Jesús, el Mesías, pero no sólo por la adhesión de sus discípulos a los ideales que predicó, que en realidad todavía no captaban del todo, sino por su abandono a Él, vivo y presente entre ellos, tal como lo había prometido: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20). Y haciendo esto se adherían verdaderamente a lo que les había enseñado, a saber: que su obra no era una doctrina, ni una inspiración para llevar una vida más justa, sino El mismo, enviado por el Padre como compañía para el camino del hombre.
Concluyendo, podemos decir que el contenido de la autoconciencia que tenía la Iglesia de los orígenes consistía en el hecho de ser la continuidad de Cristo en la historia. Por eso, cualquier análisis de detalle, cualquier paso para adentrarnos en este problema deberá servirnos para verificar o no esta raíz».
Un fenómeno humano portador de lo divino
De esta manera la Iglesia se propone como una realidad humana y divina al mismo tiempo: un
fenómeno humano portador de lo divino. Y así se replantea con todo su escándalo el problema
que Cristo suscitó. (...)
«La Iglesia es la prolongación de Cristo en la historia, en el tiempo y el espacio. Y, al ser dicha prolongación, en ella consiste el modo en que Cristo continúa estando particularmente presente en la historia, y, por consiguiente, ella es el método que tiene el Espíritu de Cristo para mover al mundo hacia la verdad, la justicia y la felicidad. Podemos puntualizar de esta manera cuanto hemos dicho hasta ahora en esta breve introducción: la Iglesia se pone ante el mundo como una realidad social llena de divinidad, esto es, se propone como una realidad humana y divina al mismo tiempo.
Aquí reside todo el problema: un fenómeno humano que pretende ser portador de lo divino. Y así, mediante la presencia de la Iglesia en la historia humana, se replantea con todo su escándalo el problema que Cristo suscitó. La Iglesia desafía a la historia del mismo modo en que Cristo desafió a su tiempo; o, mejor, Cristo continúa desafiando al tiempo por medio de la Iglesia».
A través de lo humano
Lo humano –con todos sus límites– forma parte imprescindible de la naturaleza de la Iglesia y no puede ser una coartada para una objeción. La Iglesia, siguiendo la Palabra de Dios, afirma que “llevamos un tesoro en vasos de barro” (2Co 4, 6-9).
«Es necesario darse cuenta de que lo que hemos dicho hasta ahora, que el fenómeno Iglesia se caracteriza porque con él lo divino ha decidido utilizar lo humano como método para comunicarse, implica aceptar que ello forma parte imprescindible de la definición de la Iglesia. Es casi obvio que pueda parecer absurdo, dada la limitación humana; pero si se reconoce que ella se define de este modo, ninguna objeción al cristianismo podrá en buena lógica tomar como motivo o pretexto la desproporción, la inadecuación o el error de la realidad humana que forma la Iglesia. Así como, viceversa, el hombre cristiano, si lo es, tampoco podrá usar como coartada sus propios límites, pues ya de antemano está claro que límites los habrá: como hemos visto en la actitud de san Pablo, el cristiano, al tiempo que tiende todo él a pedir el bien al Señor, es sincero y juzga con dolor su propia incapacidad, de la que, no obstante, Dios se sirve». (...)
¿Qué buscamos verdaderamente?
«Si en la definición de la Iglesia entra lo humano como vehículo elegido por lo divino para manifestarse, en tal definición entran potencialmente también estos delitos. Esto no significa que deban ser aceptados con resignación. Lo que quiero decir, en este contexto, es que la ignorancia y las faltas no constituyen materia de juicio acerca de la verdad de la Iglesia.
Desde el punto de vista de la actitud moral, el deber de la persona frente a los defectos de los hombres de la Iglesia no es retraerse a causa de la propia debilidad (como diciendo: “Si, puede que el cristianismo sea una buena cosa, pero yo no soy capaz”), ni por el escándalo de los demás, sino que consiste en intervenir mediante su esfuerzo para reducir con el empeño más intenso sus propios defectos y para limitar con su sabiduría y bondad los defectos de los demás». (...)
«¿Qué es lo que verdaderamente buscamos? ¿Un valor que nos cambie y nos haga ser más verdaderos, o afirmarnos a nosotros mismos motivando nuestra inercia con la lista de los defectos ajenos?».
Lo divino se encarna verdaderamente
Los condicionamientos humanos son elementos para la encarnación de lo divino que quiere hacerse presente a través de lo humano. Y justamente esta humanidad de la Iglesia es la que permite, ahora como hace dos mil años, vivir un encuentro concreto con el Dios hecho carne, poder vivir una experiencia, una verificación de la pretensión de Cristo de estar presente entre nosotros, de la pretensión de la Iglesia de ser su cuerpo.
«Concluyamos esta reflexión nuestra sobre lo que implica la afirmación de que la Iglesia está formada por hombres, subrayando de nuevo que cada uno de los condicionamientos a los que nos hemos referido, temperamento, mentalidad, factores ambientales e histórico-culturales, constituyen un elemento para esa encarnación de lo divino que la Iglesia sostiene como definición de la naturaleza de su ser y del contenido de su mensaje. Esto es: lo divino se encarna verdaderamente, usa verdaderamente lo humano como instrumento suyo, no le resultan vanos e inútiles sus factores contingentes sino que los usa también como instrumentos de salvación, o sea, como instrumentos para reproponer la verdadera relación entre el hombre y su destino».
Una verificación experimental
Viviendo la experiencia de la comunidad cristiana, el hombre de hoy puede verificar que esta realidad no es solamente humana, sino que esta vida corresponde a las exigencias más radicales del corazón, permite encarar las circunstancias y los problemas cotidianos con una mirada y una postura cien veces más realista y verdadera, permite experimentar, desde ya, en esta tierra, el “ciento por uno” (Mc10,30) en el amor, en el trabajo, en la vida social, hasta en el dolor y en el sufrimiento.
«Pero el criterio de la verificación experimental al que la Iglesia quiere someterse no es solamente el de la experiencia original, lo menos adulterada posible por falsas exigencias inducidas por el contexto social. La Iglesia repite con Jesús que puede ser reconocida y resultar creíble simplemente a causa de su correspondencia con las exigencias elementales del hombre en su expresión más auténtica. Es lo que Jesús entendía con la frase, ya citada anteriormente, en la que promete a sus discípulos “el ciento por uno” en esta tierra. Por lo tanto, es como si la Iglesia le dijera también al hombre: “Conmigo obtendrás una experiencia de plenitud de vida que no encontrarás en ninguna otra parte”. La Iglesia se pone a sí misma a prueba sobre el filo de la navaja de esta promesa al proponerse como prolongación de Cristo para todos los hombres.
Cualquiera de nosotros, por otra parte, no hace sino buscar esa mayor plenitud aun en la más simple contingencia cotidiana».
La Iglesia es una vida
«El problema de verificar esa pretensión enorme tiene que partir de un “encuentro”, de algo físicamente presente. La Iglesia no puede hacer trampas con su propuesta; no puede entregar simplemente un libro o determinadas formulaciones a la consideración de algunos exegetas.
Ella es vida y tiene que ofrecer vida, acogiendo la experiencia de los hombres en el ámbito de su pretensión. Pero tampoco el hombre puede aprestarse a verificar algo que tenga ese alcance sin adoptar un compromiso que implique la vida. Tampoco él podrá recorrer a fondo el camino que le asegure el carácter atendible de lo que proclama la Iglesia sin estar dispuesto a comprometerse. Puesto que la Iglesia se propone como vida, una vida plenamente humana y llena de lo divino, el hombre tendrá que comprometerse con la vida para cerciorarse de ese desafío. Y no podrá captar si es verdadero o no lo que promete la Iglesia más que partiendo de lo que ella es actualmente, junto a él mismo. La Iglesia no puede trampear, pero el hombre tampoco. Lo que se abre ante él es un camino verdadero al que su corazón debe estar dispuesto»
Personas o momentos de personas
Es como el alba, una anticipación de la vida eterna.
«Pero, naturalmente, esa plenitud –el “ciento por uno” del Evangelio– es solamente un albor de la totalidad. La totalidad es inconmensurablemente más de cuanto podemos imaginar. Pero el céntuplo es la indicación de que el todo se está acercando, es un signo oculto que pone de manifiesto la totalidad. Sin pasar por esta experiencia el hombre no estará convencido jamás». (...)
Y siempre hay en la Iglesia personas, o momentos de una persona, a quien poder mirar con esperanza, estupor y gratitud: el Señor nos dio la gracia de poder contemplarlo en personas que fueron y son signo imprevisiblemente sobreabundante de la presencia de Dios, como la Madre Teresa, Juan Pablo II y el mismo padre Giussani. La victoria de Cristo resucitado es su pueblo. El Papa y el padre Giussani nos dejan un pueblo, una Iglesia viva, a través de la cual quien busca realmente la respuesta a su anhelo de felicidad y de verdad puede –hoy como hace dos mil años– vivir un encuentro fascinante, una experiencia verdadera, una realización de su humanidad.