Luz para que no languidezca la vida
El tríptico de las virtudes teologales se ha completado finalmente en el Año de la Fe. Lumen Fidei, La luz de la Fe, es el título de esta hermosa carta que hace evidente la continuidad del camino de la Iglesia. Lleva evidentemente la firma de Francisco y es su autoridad la que nos la entrega y confía, pero él mismo ha querido consignar por escrito que Benedicto XVI “ya había completado prácticamente una primera redacción” y que él ha querido asumir ese trabajo “añadiendo al texto algunas aportaciones”. Una novedad en la historia de esta literatura pontificia, que en el fondo demuestra lo estúpido de algunas contraposiciones que algunos se han empeñado en construir.
Al comienzo la Encíclica reconoce que en nuestro mundo actual “la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad”. No en vano el llamado siglo de las luces vio levantarse la impugnación a la Tradición cristiana que ahora ha adquirido carta de naturaleza. La luz ha sido asociada fundamentalmente a la ciencia, o más en general a una razón empírica cada vez más cerrada a la cuestión del significado, a las grandes preguntas del hombre. Por eso la fe viene emparentada en tantas imágenes de los Medios con lo oscuro y esotérico. Basta pasear la mirada por los anaqueles de alguna librería de estación para descubrir el lóbrego esquinazo reservado a cuanto tiene que ver con la fe cristiana.
Y sin embargo estamos quizás asistiendo al final del ciclo iniciado entonces. Ni aquella razón que desdeñaba la fe ha cumplido sus promesas ni la fe que se anunciaba difunta ha desaparecido del mapa, todo lo contrario. Y así él primer gran texto del magisterio de un Papa llegado de la joven América se atreve a presentar la fe como un luz que está por descubrir, porque nuestro mundo tiene ya la amarga experiencia de que “cuando su llama se apaga todas las demás luces acaban languideciendo”. La convicción que animaba la misión de los primeros cristianos era precisamente que la fe era la luz que los liberaba de las ataduras y temores típicos del mundo antiguo, una luz que hacía grande y plena la vida. Pero ¿en qué consiste esta fe?: “… en que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría”.
Se nos ha dado. Hay un hecho que siempre es previo al movimiento de la razón y la libertad humanas. Un hecho desconcertante e inesperado, que rompe nuestros esquemas pero que no es extraño a nuestro deseo, a nuestra espera. La fe ilumina las raíces más profundas de nuestro ser, permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las cosas, y confirmar que nuestra vida no procede de la nada o la casualidad. El hecho decisivo del que surge la fe cristiana es Jesús, su encarnación, muerte y resurrección. “La historia de Jesús (recordemos aquí el Jesús de Nazaret de J. Ratzinger) es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios”. Por tanto la fe cristiana se refiere a un Dios que ha entrado en la historia, con todo lo que eso conlleva de escándalo pero también de promesa.
El capítulo segundo, el más denso y provocador, se refiere a la relación entre fe y verdad, o si preferimos, entre fe y conocimiento. Aquí se afronta la dramática fractura con la modernidad que pretendió “deshacer la conexión de la religión con la verdad”. Pero una fe que renunciase a la cuestión de la verdad (como sucedía en los cultos de la Antigüedad) no puede salvar; y una verdad que se cierra al horizonte del Misterio se reduce a mera técnica, incapaz de dar cuenta de una vida que es deseo, sufrimiento y ansia de plenitud. Pero el hombre no puede dejar de desear y buscar la verdad, y con esa búsqueda entabla una y otra vez su diálogo el cristianismo.
La verdad que propone la fe “no se impone con la violencia, no aplasta a la persona”, porque esta verdad es al mismo tiempo amor y nace del amor. Por eso “el creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos”.
Es precioso ver desplegarse en el texto la fe como un oír, un ver y un tocar. La fe es escucha de una Palabra, pero es también contemplación de un rostro, y en último término es ser “tocado” por una fuerza (una gracia) que transforma realmente la vida. Jesús es un hombre presente que habla, que se mide con la razón de quienes lo escuchan, que invita al seguimiento, que cura y sana, que enciende una esperanza desconocida. Y este dinamismo prosigue hoy en la vida de la Iglesia (madre de nuestra fe) a través de la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, la experiencia de la caridad que da forma a las relaciones y el servicio de la autoridad apostólica. “El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia”.
El último capítulo nos muestra cómo la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz, permitiendo a los hombres construir una ciudad fiable. Lejos de apartarnos del mundo y de sus afanes concretos la fe ensancha el horizonte de la vida, nos hace descubrir que nuestra vocación es el amor, y que vale la pena construir porque la fidelidad de Dios es más fuerte que todas nuestras debilidades. Por el contrario cuando la fe es expulsada del ámbito de la ciudad común “falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre… y entonces pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites”.
Concluimos volviendo a las primeras páginas. En 1865 el joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a emprender nuevos caminos abandonando la rémora de la vieja fe recibida de anteriores generaciones. Así podría gozar de la vida como búsqueda libre y apasionante aventura. Nunca imaginó el combativo filósofo que 150 años después un Papa le honrara con esta cita en un texto que muestra la fe como luz para entrar en el tejido palpitante de la vida. Su intuición de que la vida es una aventura en que cada uno debe buscar la verdad, reconocerla libremente y abrazarla, no era errada. Pero se equivocó de enemigo y trazó un camino que sólo podía convertirse en un dramático tiovivo. Por el contrario necesitamos recuperar aquella visión de Dante que describía la fe como una “chispa que centellea cual estrella en el cielo”.