Libres para educar, libres para construir
Primer plano - 20 años de CdOApuntes de la intervención de Julián Carrón en la Asamblea general de la Compañía de las Obras. Fieramilanocity, 18 de marzo de 2006
“Libres para educar, libres para construir”. ¿Es posible? ¿Es posible la verdadera libertad o es una quimera? En un mundo globalizado, ¿es posible la libertad más allá de nuestras intenciones? ¿Somos algo más que una pieza de un mecanismo gigantesco? ¿Existe la posibilidad real de educar y de construir? Todo depende de cómo concibamos y qué experiencia tengamos de lo que es ser hombre. En el día a día, muchos hombres viven atrapados en las circunstancias, sin saber cómo liberarse. Para muchos la libertad es casi como un sueño. ¿Pero tenemos que vivir así, atrapados en las circunstancias?¿ Qué es lo que impide que seamos piezas de un inmenso engranaje? Solo una cosa que todos tenemos: las exigencias constitutivas de nuestro yo. «La línea que separa la esclavitud de la libertad –decía hace unos años don Giussani– es, para la tradición cristiana, la existencia de un núcleo en el individuo que no puede reducirse a sus antecedentes bio-históricos. Este núcleo se plasma existencialmente en un conjunto de exigencias profundamente unidas en su raíz, un conjunto de exigencias fundamentales que se caracterizan por ser estructuralmente insaciables» (El yo, el poder y las obras, Encuentro, Madrid 2001, p. 42). Esto es lo que impide que el hombre pueda verse reducido a sus antecedentes biológicos, psicológicos e históricos; por eso el intento de reducir el yo a cualquiera de estos factores nunca tendrá éxito. Es cierto, estos factores me afectan, pero no me determinan hasta el punto de estar a merced de ellos. No se puede reducir al hombre a una pieza de un engranaje de las circunstancias internas o externas, porque siempre puede emerger por encima de ellas, de sus propios sentimientos, de su estado de ánimo, de todos los intentos de reducir al hombre a cualquiera de esas circunstancias.
Estas exigencias constituyen la posibilidad y el fundamento de la libertad. Parecen poca cosa frente a todo este inmenso engranaje, pero si nos tomamos en serio nuestro propio corazón, nos damos cuenta de que tienen una potencia, una capacidad de estar en la realidad de una manera nueva, diferente, porque son precisamente lo que nos hace hombres: de hecho, estas exigencias son el signo más evidente de que somos relación directa con el Misterio que nos hace. Estas exigencias son de una potencia tal –con ese carácter que tienen de no poder ser plenamente satisfechas por nosotros mismos– que nosotros, pobres y limitados, no somos capaces de dárnoslas. Es Otro el que nos las da. Otro que nos las da constantemente. Esta apertura a la totalidad es lo que nos define como hombres, lo que define nuestro corazón y lo que impide que se nos pueda reducir a piezas de un mecanismo. Péguy lo expresó con su genialidad única: «Y esa libertad / es el reflejo más bello que hay en el mundo, pues me recuerda y me remite» a Aquel que me hace (cf. El Misterio de los Santos Inocentes. Encuentro, Madrid 1993, p. 54). La libertad finita, es decir creada, remite a la libertad infinita. La libertad infinita es el origen de mi libertad, por eso ver en el hombre esta relación con Dios, reconocer que el hombre no nace sólo de la biología de su padre y de su madre, que en el hombre hay algo que es relación directa con el Misterio, con el Infinito como fuente de todo; esto es lo que confiere dignidad a cada hombre, lo que le otorga un respeto frente al cual el poder no puede hacer nada. Esta relación con el Misterio es lo que impide toda reducción.
Amar este Misterio que está en nosotros, estas exigencias que nos constituyen, hace posible amar la libertad. Tenemos que amar la libertad, como escribía el autor francés Bernanos, porque ella depende siempre de nuestro compromiso: «La mayor amenaza para la libertad no consiste en dejársela arrebatar –porque si uno deja que se la arrebaten siempre podrá reconquistarla– sino en olvidarse de amarla» (Revolución y libertad, Borla, Roma 1963, p. 16).
Aprender a estimar nuestras exigencias, a amar nuestro corazón, aprender a abrazar, a apegarnos a nuestro corazón, es la única posibilidad verdadera, real de una libertad posible. Cuando renunciamos a esto comenzamos a estar en peligro. Escribe María Zambrano en su libro El Hombre y lo divino: «El hombre se encuentra encadenado a su necesidad, pero ahora por decisión propia y en nombre de la libertad: ha renunciado al amor [al amor a estas exigencias, a este conjunto de evidencias últimas que es el corazón] a favor de una función orgánica, ha tergiversado sus pasiones con unos complejos, porque no quiere aceptar la herencia divina creyendo así poder liberarse de su sufrimiento». Esta renuncia a amar lo que nuestra naturaleza recibe del Misterio que nos hace es lo que pone en peligro realmente la libertad, como recuerda uno de los genios de la literatura rusa que vivió en su propia carne la tentación del poder de arrancar la libertad: «La vida es la libertad y por tanto morir es la anulación progresiva de la libertad; primero mengua la conciencia, luego se ofusca. Los procesos vitales de un organismo cuya conciencia se ha apagado siguen subsistiendo durante un tiempo, la circulación, el metabolismo, la respiración. Pero es inevitable el declive hacia la esclavitud: la conciencia se ha apagado, el fuego de la libertad se ha apagado», dice Grossman. Esta es la condición de la libertad. Por eso la única posibilidad reside en aceptar –como afirma María Zambrano– esta herencia divina en la cual consiste la libertad. En primer lugar, porque solo el Misterio puede despertar en nosotros este deseo, esas exigencias infinitas; y además, porque es el único que puede colmarlas. Por eso la libertad, paradójicamente, a pesar de la mentalidad en la que nos vemos inmersos, no es ausencia de lazos, sino adhesión al Ser, al Misterio que nos hace, al Tú real y misterioso que me hace en este preciso instante. Si no es así no soy más que una piedra arrastrada por las circunstancias. La posibilidad de la libertad consiste en aceptar este vínculo. Por eso decía siempre don Giussani, «la religiosidad cristiana se plantea como condición única de lo humano. La elección del hombre radica en concebirse como libre de todo el universo y solo dependiente de Dios, o como libre de Dios, y entonces se hace esclavo de cualquier circunstancia» (Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 107). Esta es la elección que tenemos delante cada uno de nosotros cada mañana, al inicio de la jornada; antes de cualquier cosa que hagamos, antes incluso de cualquier movimiento, en el origen de cada cosa, de cada una de nuestras acciones, se encuentra esta elección. Podremos ser más o menos conscientes, pero todo lo que hacemos depende de lo que hayamos decidido al principio: «Si no reconocemos el Misterio la confusión avanza [lo comprobamos hoy en día] y, por tanto, en el plano de la libertad avanza la rebelión, o la desilusión llega hasta tal punto que uno deja de esperar, es como si ya no se deseara nada» (cf.: L. Giussani, Toda la tierra desea ver tu rostro, Ed. San Pablo).
Este es el desafío que cada hombre encuentra ante su corazón en cada instante: reconocer las exigencias fundamentales que nos constituyen y que nos empujan a reconocer el Misterio, y si lo aceptamos o no. Sin este reconocimiento, ya lo sabemos, estamos aprisionados en todo lo que hacemos y sólo a veces somos capaces de confesárnoslo.
Cada una de las cosas que hacemos juntos, cada estructura que montamos juntos, debe servir a esta estructura humana a la que llamamos “corazón”, esta estructura que va con nosotros. El poder pretende continuamente reducir las exigencias fundamentales del yo, para luego intentar “responder” a ellas, una vez rebajadas. Por eso muchas veces el pueblo lo percibe como enemigo, porque al poder no le interesan en absoluto estas exigencias elementales que nos constituyen, es más, solo piensa en perpetuarse. Una estructura que se tome en serio la pasión por el hombre debe servir a lo que cada hombre es. En esto consiste el gran reto que tenemos delante: la libertad de educación. “Libres para educar”, porque sin una compañía de hombres que le sostengan, que le eduquen en lo que es, el hombre no puede hacer el camino de manera humana. La educación –tal y como siempre nos lo han enseñado– es introducción en la realidad, en la totalidad de lo real, en el sentido de la realidad, en el sentido de nuestro yo, como introducción en lo más profundo de lo real, que se llama Misterio. Es un reclamo continuo para que el Misterio se haga familiar y que podamos encontrar en el reconocimiento del Misterio esa ternura que nos permite abrazarnos a nosotros mismos y a todo hombre.
Este es el reto que tenemos por delante, en este tiempo en el que el desierto avanza: la capacidad de educar hombres a la altura de sus deseos, capaces de ofrecer una respuesta a estos deseos, capaces de responder a la realidad con un sentido. Hemos sido muy buenos haciendo muchas cosas, pero hoy nos damos cuenta de que no hemos sido tan buenos a la hora de transmitir el gusto por la vida, una razón adecuada para vivir, una pasión por vivir. Percibimos muchos signos de esto. Muchos de vosotros están preocupados por sus hijos. La cuestión educativa no es un problema entre otros, no es una fijación. Quién de vosotros, más allá de las cosas que haga, más allá de las sociedades que pueda constituir, no se echa a temblar cuando mira a sus hijos pensando: «¿Qué será de ellos?». Muchas veces podemos pasar de nosotros mismos, pero un padre, cuando mira a su hijo, no puede dejar de sentir esa vibración, esa conmoción ante su destino. Esta es la razón última de la educación: ofrecer al hijo la posibilidad de vivir la vida con un sentido, con dignidad y con pasión, de manera que no se convierta solo en un camino hacia el escepticismo y hacia el nihilismo.
Por eso para nosotros es importante que se pueda educar en libertad, también porque sin educación la segunda frase de nuestro tema de hoy –“Libres para construir”– es imposible. Sin una educación adecuada, nadie arriesga, nadie construye nada. «Puesto que la dignidad del hombre viene dada por ese núcleo original que no deriva de su padre ni de su madre, ni de la suma de antecedentes de los que ellos son función e instrumento, puesto que la dignidad del hombre reside en su relación con un quid último, que se concentra y se expresa en sus exigencias y deseos infinitos, puesto que, por tanto, la convivencia debe partir ante todo del respeto a la identidad de los demás, esas exigencias y deseos son lo que estimula al hombre a organizar estructuras que respondan a ellos. Estos deseos y exigencias estimulan más al hombre cuanto más intensa es su conciencia de ellos» ((El yo, el poder y las obras, Ed. Encuentro, Madrid 2001, p. 45). Esto es lo que nos mueve a crear obras –como hacéis vosotros– para intentar responder a esta concepción estructural del hombre, a este deseo del hombre. Por esto es por lo que tenéis derecho a existir y la sociedad necesita gente como vosotros, porque un verdadero gobierno del pueblo al que le importe el pueblo debe favorecer este tipo de realidades, como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI en la encíclica: «No un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio» (Deus caritas est, n. 28).
Este es el reto que tenéis por delante. Una estructura como la Compañía de las Obras tiene sentido si está al servicio del hombre, si nace a cada instante como pasión por el hombre. Por eso el paso que se le pide ahora a toda la asociación es el de profundizar –así nació la CdO– en la conciencia del yo, tal y como hemos aprendido a concebirlo, tal y como se nos ha llamado a vivirlo. El riesgo que se corre siempre es el de hacer una interesante asociación de empresarios, que quizá ofrezca servicios nuevos, pero ¿es realmente algo nuevo? ¿A esta asociación realmente, en todo lo que hace, le importa el hombre? No basta con ofrecer cantidad de servicios, sino que es necesario que esa cantidad tenga como objetivo la atención a la persona, porque este fue el origen de la CdO, cuando don Giussani preguntaba: «¿Cómo podemos ayudar a nuestros amigos a vender el vino de Álcamo?». No hay otro origen más que dar respuesta a lo que otro necesita; todo nació de un hombre que miró con sinceridad a otro. Este es el reto. Nosotros hemos conocido a hombres que miran así a los demás. Os deseo que vuestra asociación se haga cada vez más una realidad de pueblo, lo cual se comprobará cuando el pueblo la perciba como suya, como una asociación a la que le importa el destino de todos y cada uno.