Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre
Crisis social, económica y política. Hemos llegado al final de 2010 sumidos en el desconcierto. Como dijo recientemente el cardenal Bagnasco, «estamos angustiados por Italia, a la que vemos atrapada en sus mecanismos de decisión, mientras el país, aturdido, asiste desorientado». ¿Por qué esta crisis nos encuentra tan desprevenidos, incapaces siquiera de ponernos de acuerdo para afrontarla, aunque sintamos como nunca la urgencia de hacerlo?
Para sorpresa de todos, el Informe Censis 2010 (correspondiente en España al Centro de Investigaciones Sociológicas, ndt.) ha identificado la naturaleza de la crisis como un «declive del deseo» que se manifiesta en todos los aspectos de la vida. Tenemos menos ganas de construir, de crecer, de buscar la felicidad. A esto se deberían las «manifestaciones patentes de fragilidad, tanto personal como colectiva, las actitudes y conductas desorientadas, indiferentes, cínicas, sumisamente pasivas, sujetas a las influencias mediáticas, condenadas a un presente sin memoria ni futuro». ¿Cómo es posible que, habiendo alcanzado importantes objetivos en el pasado (vivienda, trabajo, desarrollo…), ahora nos encontremos «con una sociedad peligrosamente marcada por el vacío»? ¿Cómo puede ser que a un ciclo histórico caracterizado por el interés y el deseo de construir le siga otro tan opuesto?
Todo esto nos indica que estamos sin duda ante una crisis social, económica y política, pero sobre todo antropológica, porque tiene que ver con la concepción misma de la persona, con la naturaleza de su deseo y de su relación con la realidad. Nos habíamos hecho la ilusión de que el deseo se mantendría vivo por sí solo o de que, incluso, se avivaría en la nueva situación de bienestar que habíamos alcanzado. Sin embargo, la experiencia nos demuestra que el deseo puede quedar acallado si no encuentra un objeto a la altura de sus exigencias. De tal modo que todos vivimos «saciados y desesperanzados». «El allanamiento del deseo es el origen de la desorientación de los jóvenes y del cinismo de los adultos; y en la astenia general, ¿cuál es la alternativa? Un voluntarismo sin respiro y sin horizontes, sin genialidad ni amplitud, y un moralismo de apoyo al Estado como última fuente de consistencia para la vida y la actividad humana», como dijo don Giussani en Assago (Milán) en 1987. Veinticinco años después, vemos que ambas respuestas –voluntarismo individualista y esperanza estatalista– no han sabido darnos la consistencia deseada, y que tenemos que afrontar esta crisis más frágiles y desarmados que en el pasado. Paradójicamente, nuestros abuelos y padres estaban humanamente mejor preparados para asumir retos similares.
El Censis acierta de nuevo cuando identifica la verdadera urgencia de este momento histórico: «Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar una sociedad demasiado apagada y aplanada». Pero, ¿quién o qué puede volver a despertar el deseo? Es éste el problema cultural de nuestra época, con el cual deben medirse todos los que tienen algo que decir para salir de la crisis: partidos, asociaciones, sindicados, profesores. Y no será suficiente una respuesta ideológica, porque hemos visto fracasar todos los proyectos. Tendremos que testimoniar una experiencia.
También la Iglesia, cuya contribución no podrá limitarse a ofrecer remedios asistenciales para las carencias ajenas, está llamada a mostrar la validez de su pretensión, que es la de ofrecer algo más. Como ha recordado Benedicto XVI, «nuestra contribución como cristianos sólo será decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad». Deberá mostrar que Cristo está realmente presente, tanto que es capaz de despertar a la persona –y con ella todo su deseo– hasta el punto de liberarla de su dependencia absoluta de las coyunturas históricas. ¿De qué manera? Mediante la presencia de personas portadoras de una humanidad diferente en todos los ámbitos de la vida social: escuela y universidad, trabajo y empresa, hasta llegar a la política y al compromiso con las instituciones. Personas que no se sienten condenadas a la desilusión o al desconcierto, sino que viven a la altura de sus deseos, ya que reconocen una respuesta presente.
Sólo podremos salir de la dramática situación actual si todos –también los gobernantes que tienen hoy la difícil responsabilidad de guiar al país en medio de esta profunda crisis– optamos por ser realmente razonables. Es decir, si sometemos nuestra razón a la experiencia, y, liberándonos de toda presunción ideológica, estamos dispuestos a reconocer lo que ya existe y funciona. La primera contribución que podemos ofrecer para el bien de todos es apoyar a quienes no se han resignado en la vida social y política a una medida reducida de su deseo y, por ello, trabajan y construyen movidos por la pasión por el hombre.
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