La vocación de la vida
Página UnoApuntes de una intervención de Luigi Giussani ante los universitarios. Bolonia, octubre de 1971
Si existe una definición cristiana de la existencia, es la indicada por el término “vocación”. El significado profundo de este término solo puede percibirse en el ámbito de la tradición religiosa judeo-cristiana, es decir, en una tradición religiosa que se desarrolla completamente dentro del diálogo con Dios. Dios al revelarse afecta completamente a la vida del hombre y le proporciona el significado exacto de su relación con Él, con los demás y consigo mismo.
Primer factor de consideración
¿Cuál es la categoría fundamental con la que el cristianismo nos acostumbra a valorar el motivo, el mérito, es decir, la eficacia de nuestra acción?
El concepto de mérito podría evocarnos el Paraíso, remitir al más allá. Pero no es así, porque el Paraíso, en la concepción cristiana, es la proyección del más acá. El problema de fondo, por tanto, es la estatura que el hombre adquiere en el más acá.
Entonces, la categoría fundamental a la que referir nuestra acción, su génesis y su valor, su eficiencia, no puede ser más que el concepto de “reino de Dios”.
El reino de Dios es la realidad vivida conforme al designio que Dios tiene sobre ella, cuya imagen última se plasma en lo que decía san Pablo: la recapitulación de todo en la figura de Cristo Jesús (cf. Ef 1,7-10). Para el cristianismo el valor de la acción está en su proporción, en su función con respecto al reino de Dios: ¡en cómo sirve mi acción al reino de Dios!
El único valor que puede tener nuestra amistad es reclamarnos continuamente a actuar según esta perspectiva, y el significado de la comunión cristiana es justamente este rescate continuo que la presencia de uno supone para el otro en el camino hacia tal meta. Y como debido a la situación original de nuestra existencia ya estamos, por así decir, “destinados” a la incoherencia, el concepto de verdad debe ser salvado por lo menos como planteamiento.
Se trata, por tanto, de reconocer un criterio en el que inspirarse para tomar una dirección hacia la que se oriente toda la trayectoria de nuestras acciones futuras.
El problema de la “elección” de la vocación puede ciertamente entenderse como un aspecto de la vocación misma, pero en la práctica lo implica todo, puesto que, por ejemplo, afecta también a quien tiene ahora treinta años y está ya casado.
Para la elección de la vocación, por tanto, el criterio no puede ser más que éste: en qué forma puedo yo, con todo lo que soy espiritual e intelectualmente, con mi temperamento, mi educación y mi cuerpo, servir mejor al reino de Dios.
En este punto no resultará inútil una pregunta: al hablar de lo que uno debería hacer, del criterio para elegir la compañía para la vida (esposa o esposo), el criterio para elegir la carrera, el trabajo o la profesión, el quedarse aquí o el marcharse, hacer esto o lo otro, ¿acaso hemos escuchado una sola vez a alguien decir que el criterio último para dicha elección era tener presente la relación entre la propia persona y el reino de Dios, es decir, el bien del mundo, el bien cristiano en el mundo, el bien de la Iglesia, el bien de la comunidad cristiana? Por eso no es de extrañar que una propuesta como ésta suponga una dificultad, y que con frecuencia se considere como algo abstracto. Pero que un principio se perciba como abstracto no significa necesariamente que haya que desentenderse de él; ¡podría querer decir que nuestra vida debe cambiar, que es necesaria una conversión!
Cada uno de nosotros sabe por experiencia, por lo menos de forma embrionaria, que la vida cristiana es profundamente orgánica, implica una lógica extrema, tanto que descuartizarla para vivirla a trozos se convierte en una empresa imposible. Lo mismo sucede si corremos junto a una persona. Ir a su lado es una ayuda en la carrera. Pero si partiésemos su cuerpo y tuviésemos que correr cargando con uno de los trozos, ¡no podríamos por el peso! Por eso, en el ámbito de una amistad como la nuestra, sería injusto no proponer de forma decidida una palabra cristiana a la hora de afrontar un problema capital como es el problema de la vocación, es decir, de la vida como vocación.
Abordar este problema significa también reflexionar sobre la felicidad, es decir, sobre la fuerza y la calidad del gusto por las cosas o sobre la intensidad de la vida en este mundo, porque si todas las cosas están orientadas a Dios y están en función del misterio del reino de Dios, ellas viven y se realizan en la medida en la que cumplen plenamente su papel. Por ello, este es el problema de la realización de nosotros mismos.
A) Vocación como elección del estado de vida
La concreción de la respuesta al interrogante planteado puede producirse en distintos niveles. El primero es el de la elección del estado. En este caso la posición que el hombre puede estar llamado a asumir es doble: a) la posición normal, natural, de ponerse delante de Dios a través de la mediación de otra persona: la mujer o el hombre (NOTA: Estas elecciones no pueden estar a nuestra merced. Son elecciones que deben coincidir con la adhesión a la voluntad de Dios que uno reconoce, porque el puesto asignado a cada uno de nosotros no se elige de forma autónoma; la elección es siempre una “adhesión”, aunque es la persona quien la lleva a cabo). Desde un punto de vista genérico, original, la primera es por tanto la posición normal. En el fondo sigue la gran ley que une al hombre con Dios a través de la realidad mundana. En el ámbito cristiano la realidad de este estado es fundamental, porque a él se confía la posibilidad misma de que el reino de Dios se extienda en el mundo; b) existe un segundo estado: el de la virginidad, que constituye también una función fundamental, y que se nos presentará todavía más claramente si recuperamos el motivo último y exhaustivo por el que la persona se ofrece a Dios; este motivo es la imitación de Cristo.
La imitación de Cristo es la ley de todos los cristianos, sin embargo, en la elección de un estado de este tipo esta imitación alcanza su vértice, porque es la imitación del estado de Cristo en su plenitud.
El estado de Cristo en su plenitud era una relación con el Padre que, desde cierto punto de vista, como persona, no estaba mediada por nada.
Podremos comprender todavía mejor si observamos en qué consiste verdaderamente la virginidad de Cristo (al igual que el estado matrimonial). Es una forma de relacionarse con el Ser; es una forma de poseer el Ser, de poseer la realidad. El matrimonio es un cierto modo de poseer la realidad y no se limita de hecho a la relación hombre-mujer; influye sobre la forma que la persona tiene de relacionarse o de entrar en posesión de toda la realidad. Con el paso del tiempo, si se viven conscientemente, estas elecciones se convierten en dimensiones que afectan a todas las relaciones de la vida.
La forma con la que Cristo poseía toda la realidad preanunciaba el modo en que el hombre poseería todas las cosas en la escatología.
La relación hombre-mujer por tanto no es solo un problema importante o interesante, sino que es un problema radical para comprender todo el juego de la posición del hombre ante Dios y ante las cosas.
Jesucristo, con su virginidad, no era un mutilado. El concepto de renuncia, aunque implique la reverberación psicológica que la existencia genera en ese caso, desde el punto de vista del valor, desde el punto de vista ontológico no supone una renuncia a algo, sino el adentrarse en una posesión más profunda y final de la experiencia afectiva y de todas las cosas. La virginidad de Cristo era una forma más profunda de poseer a la mujer, una forma más profunda de poseer las cosas. Esto alcanzó su cumplimiento, por así decir, en el hecho de la resurrección, mediante la cual Cristo poseyó todas las cosas como nosotros las poseeremos al final del mundo.
En este sentido, la virginidad, en el ámbito de la comunidad cristiana, es la situación paradigmática, ejemplificadora, ideal, a la que deben remitirse todos. Si un hombre y una mujer casados no tienen como ideal la virginidad no se aman. Pero para un hombre y una mujer casados vivir la virginidad no significa renunciar a acostarse juntos, sino vivir una dimensión profunda de la relación, que identifica la relación física con la función a la que Dios les llama.
Imaginaos a un hombre que quiera de verdad a su mujer. Imaginad que su mujer estuviera enferma durante algunos meses: yo creo que el sacrificio físico de la relación, desde el punto de vista de la experiencia práctica, proporciona al hombre consciente una profundización de la relación y de la unidad con su mujer que le hace sentirse libre frente a sí mismo y, al mismo tiempo, hace surgir en él una comprensión profunda de su mujer, una veneración del misterio de su mujer por lo cual aflora con un significado verdadero la palabra “adoración”. Por tanto, la virginidad representa en la vida de la Iglesia la función suprema, y esto es tan verdadero que la historia de la Iglesia ha identificado el testimonio supremo de Cristo de dos maneras: la virginidad y el martirio.
La virginidad, en el ámbito de la comunidad cristiana, está en función del fin de la vida y constituye su testimonio. Por eso allí donde una comunidad cristiana vive en serio, los llamados a la virginidad y los matrimonios sienten un afecto y una compenetración mutuas, constituyen una compañía profundísima porque no son dos cosas separadas, sino dos funciones distintas de la misma realidad.
Es necesario prestar atención porque este es el punto más importante. Y justamente de la claridad con la que nos situamos ante el problema de nuestro estado de vida deriva toda la agilidad y la libertad que hacen falta para plantear la vida como cristianos.
Lo que hemos vivido en los años anteriores de nuestra historia como movimiento y lo que hacemos ahora en la universidad es todavía un juego; un juego justo, porque a través del juego el hombre se educa, pero la consistencia y la densidad de la vida cristiana se producirá en nuestro nivel adulto, es decir, en el nivel definitivo: forma parte esencial de este nivel definitivo la posición que asumiremos ante nuestro destino, ante Dios.
Nada vale tanto la pena tratar de obtener con la oración y con cierto reclamo mutuo como asumir una posición exacta ante este problema.
Por tanto, ¿cuál de los dos caminos? ¿El primero o el segundo? La elección entre un camino u otro no puede ser una “creación” nuestra, sino un “reconocimiento”.
Debemos reconocer algo para lo que hemos sido destinados. No debe ser una decisión nuestra en cuanto a que nuestra voluntad elabore una cierta posición, sino en cuanto a que nuestra libertad se adhiera a la indicación que nos marca el camino.
Para ver qué camino tomar hace falta una obediencia; una obediencia que no necesariamente debe pretender recibir una indicación en sueños, como san José, sino una obediencia que se realiza a través de una atención al conjunto de los indicios que Dios jamás deja que falten.
Estos indicios pueden resumirse en tres puntos:
1) el conjunto de las inclinaciones naturales.
2) el conjunto de los indicios dictados por situaciones inevitables. Por ejemplo, uno que se enamora de una mujer casada: que ella esté casada es una condición inevitable.
Otra condición inevitable es, por ejemplo, la historia de una relación afectiva. Si uno ha empezado a tener una relación a los catorce años y, al llegar a los veinte se da cuenta de que su afecto disminuye, se plantea el dilema entre la menguada fascinación por la otra persona y la atracción nebulosa y misteriosa de... Brasil, y entonces decide dedicarse a Dios. Esta decisión no puede ser valorada por él como si no tuviese a las espaldas seis años de relación afectiva. No es que un cambio similar no pueda producirse, pero es un dato ineliminable que debe entrar en el conjunto de los factores a considerar para llegar a un juicio.
3) la necesidad social, la necesidad del mundo, de la comunidad cristiana. Desde este punto de vista puede darse una época o una situación en la que la urgencia de una entrega total a Dios sea más fuerte que en otro tiempo; como también puede darse un tiempo en el que la relación y la confrontación con la realidad mundana se produzcan en una vida de comunidad cristiana, dentro de la cual se considere más prudente estar... apoyado que estar... solo.
El juicio debe brotar del conjunto de estos factores considerados en su totalidad.
Pero esto comporta otra anotación: sin reflexión y sin una comparación en forma de diálogo con la función típica de la comunidad, es decir, con el que guía la comunidad, es inevitable que nuestro modo de proceder sea instintivo o mecánico. Reflexionamos para todas las cosas de la vida, mientras que con respecto a este factor, del que depende toda la estructuración de nuestra vida en su valor más personal, hacemos automáticamente lo que sentimos en nuestro interior. Es necesario reflexionar; y reflexionar significa medirse con el propio destino, con el propio fin, con Dios, con la finalidad de la vida, con el servicio al reino de Dios. Los que no hayan abordado todavía este problema deben sentir el deber de recuperar inmediatamente estos criterios; y los que tengan a sus espaldas factores insuprimibles, también ellos, aunque de otro modo, deben recuperar los mismos criterios.
Este criterio es válido por tanto en cualquier caso.
Una aplicación particular de esta función diferente “matrimonio-virginidad” viene dada por el hecho de que la Iglesia exige, para dirigir sus comunidades y para dedicarse a ciertas funciones, la virginidad; es, por ejemplo, el caso del sacerdote. Justamente en este caso se pone de manifiesto de forma perfecta que la virginidad constituye una función suprema en la Iglesia. Existe una conveniencia profunda con respecto a este punto; el pueblo cristiano siente esta conveniencia y la Iglesia la suscribe.
Este discurso abre, como perspectiva, el problema de la función diferente que tienen en la comunidad cristiana el laico y el “religioso”.
Dice el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, c. IV, n. 363) que el laico tiene como tarea traducir los valores cristianos en la realidad temporal, mientras que el hombre dedicado a Dios tiene como función reclamar al laico que está empeñado en las realidades temporales a la finalidad última de su acción, es decir, a la escatología. En este sentido el hombre entregado a Dios y las personas que se dedican al trabajo en el mundo deben vivir una tensión constante, porque ambos realizan el gesto cristiano en el mundo.
En la comunidad cristiana cualquier separación entre el laico, entendido como cristiano que maneja las cosas de este mundo, y el hombre religioso, entendido como la persona entregada a Dios que vive como función la meditación, el testimonio y el reclamo inmediato a los valores últimos, significa la muerte de uno y del otro: del laico, que cederá a la mentalidad del mundo, y del hombre religioso, que se volverá abstracto y... eunuco. La acción cristiana en el mundo está hecha de esta unidad dialéctica entre los que se consagran a Dios y los que obran en el mundo. Por eso la novedad que debe producirse es una recuperación profunda de la estima por la virginidad. Este es el indicio supremo de la fe, indicio de que la sensibilidad religiosa está centrada. Este es el instrumento, el medio más poderoso para profundizar, como verdad de concepción y como sensibilidad e intensidad de experiencia, también en la vida matrimonial.
La meditación, el descubrimiento de estas palabras, representa verdaderamente una revolución en nuestra posición como cristianos. Representa el descubrimiento del fin, porque nosotros tenemos la idea del paraíso al final de un camino, mientras que el paraíso es la dimensión de un presente; y la resurrección será el revelarse de algo que está ya en nosotros y que en el hombre Jesucristo ha empezado ya a convertirse en tiempo y en espacio.
B) Vocación como elección de la profesión
El criterio enunciado en principio vale también para el segundo nivel de elección, el de la profesión. También en este caso, muy a menudo, los grandes criterios para las decisiones son la ganancia y la apetencia, y, aunque hay que tenerlas en cuenta, no deben constituir el único elemento de juicio.
En la elección del trabajo y de la profesión debe aflorar esa tercera categoría que he señalado antes: las necesidades de la sociedad. Pero para el cristiano éstas no pueden representar un criterio aislado de otro más profundo: lo que la comunidad cristiana necesita, porque la necesidad de la sociedad no es otra cosa que un aspecto de la necesidad de la comunidad cristiana, de la necesidad de la Iglesia en cualquier tiempo.
¿Qué clase de comunidad cristiana vivimos si esta gran decisión de emprender un camino, que definirá el rostro concreto de nuestra persona para toda la vida, o para gran parte de ella, se toma de forma individualista; si nuestra comunión no llega hasta interrogarse sobre qué profesión o trabajo elegir?
¡Por lo menos en nosotros este criterio debe estar vivo y presente! Lo cual significa que la elección de la profesión o del trabajo, en la medida de lo posible, debe ser fruto de un diálogo.
¿Qué significa, en el fondo, la disponibilidad hacia Dios, sino esta prontitud, esta disponibilidad a la vocación?
Por último, viene bien recordar que la vocación no es una fórmula matemática, ni un proyecto que elaboro en mi cabeza. La vocación coincide siempre con una posibilidad, y debe ser una posibilidad concreta para mí, tal y como soy. Al igual que en el día a día responder a la vocación que se renueva momento por momento coincide siempre con la “lectura” de una posibilidad que se nos ofrece.