La vida: Dios se ha "implicado" con nosotros
Palabra entre nosotrosApuntes de una conversación de Giussani en la casa del noviciado de las Hermanitas de la Asunción, convertidas en 1993 en Suore di carità dell'Assunzione. Roma, 10 de marzo de 1970
1. «Apareciósele Yahveh en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los vio, acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra y dijo: “Señor mío, si te he caído en gracia, no pases de largo cerca de tu servidor. Que traigan un poco de agua y lavaos los pies y recostaos bajo este árbol que yo iré a traer un bocado de pan y repondréis fuerzas. Luego pasaréis adelante, que para eso habéis acertado a pasar a la vera de este servidor vuestro”. Dijeron ellos: “Hazlo como has dicho”. Abraham se dirigió presuroso a la tienda, a donde Sara, y le dijo: “Apresta tres arrobas de harina de sémola, amasa y haz unas tortas”. Abraham, por su parte, acudió a la vacada y apartó un becerro tierno y hermoso, y se lo entregó al mozo, el cual se apresuró a aderezarlo. Luego tomó cuajada y leche, junto con el becerro que había aderezado, y se lo presentó, manteniéndose en pie delante de ellos bajo el árbol. Así que hubieron comido dijéronle: “¿Dónde está tu mujer Sara?”, “Ahí, en la tienda”, contestó. Dijo entonces aquel: “Volveré sin falta a ti pasado el tiempo de un embarazo, y para entonces tu mujer Sara tendrá un hijo”. Sara lo estaba oyendo a la entrada de la tienda, a sus espaldas. Abraham y Sara eran viejos, entrados en años, y a Sara se le había retirado la regla de las mujeres. Así que Sara rió para sus adentros y dijo: “Ahora que estoy pasada, ¿sentiré el placer y además con mi marido viejo?”. Dijo Yahveh a Abraham: “¿Cómo así se ha reído Sara diciendo: ‘¡Seguro que voy a parir ahora de vieja!’? ¿Es que hay algo imposible para Yahveh? En el plazo fijado volveré, al término de un embarazo, y Sara tendrá un hijo”. Sara negó: “No me he reído”, y es que tuvo miedo. Pero aquel dijo: “No digas eso que sí te has reído”» (Gn 18,1-15).
Esta primera revelación del misterio de la santísima Trinidad, llena de sombras - pero ya tan llena de luz para nosotros, a quienes se nos ha dicho la palabra definitiva - es, tal vez, la página del Antiguo Testamento que más nos conmueve si la miramos detenidamente, si la meditamos; la página del Antiguo Testamento que más nos conmueve al ver lo que Dios ha hecho por el hombre.
Dios se introduce en la vida del hombre y lo hace con la misma familiaridad de un diálogo, de una cena: dejándose servir por el hombre. Miramos, contemplamos - porque estas páginas no se pueden entender si no se miran detenidamente, es decir, si no se contemplan - la figura de Abraham: «Luego tomó cuajada y leche... manteniéndose en pie delante de ellos». Pidámosle a Dios que despierte en nosotros esta conmoción y emoción, una vigilancia humilde y atenta. Imaginémonos a Abraham, pendiente de estos tres personajes que eran Uno (observad este continuo paso del singular al plural, y viceversa, cargado de misterio); tratemos de pensar en el rostro de Abraham que estaba allí pronto a servirles, con profunda disponibilidad hacia ellos; el alma de Abraham, su conciencia, su corazón serían como una luz; una luz indefinida porque era como un alba en la historia de la humanidad que empezaba a través del alma de Abraham. En este lugar se comunica el sentido de toda la historia del mundo, el sentido de la existencia de cada hombre: empieza a comunicarse el evento con el que Dios se convierte en un factor de la vida del hombre; Dios se hace uno de nosotros, uno como nosotros.
Y aunque esto es todavía la sombra de la profecía, el primer albor, los primeros destellos, el valor de la vida, de cada persona y de la historia está ya contenido en este acontecimiento. El motivo de nuestra seguridad, de nuestro actuar, el móvil de nuestras acciones, la alegría y la certeza para caminar la tomamos de un acontecimiento: nuestro comportamiento no nace de una reflexión sobre el mundo o de un análisis, sino del estupor ante dicho acontecimiento - que Dios se ha implicado con nosotros -, de la contemplación de semejante acontecimiento. El asombro ante dicho acontecimiento hace renacer nuestra vida. En la contemplación de este acontecimiento se trazan las líneas de nuestro comportamiento.
Es un acontecimiento definitivo, tiene algo de fuerte e inexorable: cuando Sara se rió, Yahveh la observó, la reprendió, pero no por eso cambió el significado de Su presencia, de Su plan sobre ella. No modificó sus planes, sino que dijo: «¿Es que hay algo imposible para Yahveh? En el plazo fijado volveré y Sara tendrá un hijo». El Antiguo Testamento, la maravillosa historia del pueblo judío, cuenta este milagro en la historia de la humanidad. La historia del pueblo judío es el continuo estupor ante esta Alianza. ‘Alianza’, éste es el término exacto, de Dios con el hombre. ‘Alianza’ quiere decir que Dios se une al hombre, se une como acontecimiento en su vida.
La historia del pueblo judío representa el desarrollo de la conciencia de la Alianza, todo discurre al hilo de la Alianza, aunque el pueblo cede continuamente a la tentación de la incertidumbre, a la tentación de apoyar su certeza o, mejor dicho, sus criterios, en su propia medida. Sara que ríe, «¿Voy a ser madre ahora de vieja? Es imposible, es ridículo». Frente a Dios que ha entrado en su vida estableciendo una alianza, el pueblo de Israel se divide entre la figura de Abraham y la de Sara, entre el estupor atento, devoto y obediente de Abraham y la risa incrédula de Sara. Sin embargo, Dios es fiel.
Dios reprendió al pueblo de Israel por poner continuamente su esperanza en su medida, en sus ídolos, en sus construcciones, en las «alturas», como dice continuamente la Biblia, «en los templos construidos para los dioses creados por él», es decir, en sus propias acciones. Reprendió continuamente al pueblo de Israel por apoyar su esperanza y su estima en las acciones que realizaba, en lo que creaba, en sus programas, construidos siempre a la medida de su imaginación, mientras que Dios es incomparable con esas imágenes, Yahveh es infinitamente más grande.
«Tu esperanza soy Yo», Yo que te hablo, no en sentido abstracto como un Dios que no se hubiera revelado, sino Yo que me revelo a ti. Tu esperanza descansa con el acontecimiento en el que Yo me revelo a ti, en el que Yo estoy contigo, tu esperanza es este acontecimiento. Debes concebir toda tu historia en función de este acontecimiento y, por tanto, el criterio de tus acciones lo debes tomar de aquí y no de otro sitio. No debes ser adúltero (dirán los profetas), afirmar tu medida, introducir tus ídolos, sean de la naturaleza que sean.
Dios reprende a Israel, pero su acontecimiento no mengua, no falla: «Volveré dentro de un año y Sara tendrá un hijo». Hay que leer Deuteronomio 32,1-55, que es una de las síntesis más bellas de la dialéctica entre el pueblo y Dios. Israel, engreído por los favores que Dios le ha concedido, se resiste y busca sus propios caminos, estimando algo que no era el acontecimiento de Dios (porque éste es el problema fundamental, el más radical: la estima que nace del juicio último que tenemos sobre las cosas). Dios le reprende, pero dice siempre: «Yo no retiro mi palabra». Dios es fiel porque es justo. La justicia es la coherencia de Dios con su designio. Para quien ha sido llamado por Dios, la justicia es la coherencia con Su designio o la coherencia del designio de Dios con nosotros y, por tanto, nuestra adhesión a este designio. La justicia es sólo esto. De otra forma el sacrificio de Isaac (Gn 22) no tendría ningún sentido.
2. Después del capítulo 18 del Génesis deberíamos leer los últimos capítulos del evangelio de San Juan, del 14 al 17, especialmente el 15. Porque qué diferencia tan grande y al mismo tiempo qué continuidad, qué profunda continuidad existe entre Abraham y la Trinidad bajo la encina de Mambrè, y Jesús que ya no llama siervos a los hombres, sino amigos, porque todo se lo ha entregado, se lo ha comunicado a ellos. ¡Qué profunda continuidad y al mismo tiempo qué diferencia tan abismal! ¡Cómo ha madurado la Alianza, cómo se ha realizado! Se ha realizado verdaderamente; más imposible. Nadie ama tanto a sus amigos como quien da la vida por ellos; más imposible. Tal vez es Pablo quien nos hace comprender que más es imposible: «Vosotros estáis en mí y yo en vosotros». Somos el cuerpo místico de Cristo, carne de su carne y huesos de sus huesos (Ef. 5). Lo dice también el Evangelio de Juan, «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos, quien permanece en mí y yo en él, dará mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada»: sin este acontecimiento no sois nada. Los demás hombres pueden engañarse poniendo sus esperanzas en sus acciones y proyectos. Pero vosotros no podéis hacer ni siquiera esto, porque quien está marcado en su ser porque Dios se ha implicado con él, quien está marcado por el signo de Cristo resucitado, quien está marcado por el signo definitivo, quien lleva dentro de sí la semilla de la resurrección final, el principio del fin del mundo (el cristiano tiene ya dentro de sí la semilla de la salvación final porque tiene a Cristo resucitado, porque lo lleva en su carne, en sus huesos) no puede ya ni siquiera engañarse: olvidarlo es una traición tal que inmediatamente se encuentra vacío y su inquietud puede ser más patológica que la del hombre mundano. En efecto, toda su acción se reduce a esta verdad: «Sin mí no podéis hacer nada». Éste es nuestro valor, el valor de nuestro rostro y el contenido de nuestra persona.
3. Todas nuestras acciones expresan lo que somos. Por eso, éste es el motivo, el móvil, el criterio, el anuncio y el mensaje que comunica nuestra acción: lo que Él es para nosotros. Y no porque seamos capaces de hacer algo por nosotros mismos, afirma san Pablo, no por las obras de justicia que hagamos, sino por la misericordia con la que nos ha tratado. Nosotros tenemos ese valor y esa tarea en el mundo: se nos ha elegido para llevar la misericordia de Cristo al mundo. No con palabras, sino manifestando la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Damos testimonio de esta misericordia en la medida en que tenemos conciencia de que nuestra consistencia está en Él (omnia in ipso constant, dice san Pablo). Pensemos en el primer capítulo del Evangelio de Juan. La consistencia de todas las cosas es Él. Se nos ha elegido para comprender esta realidad definitiva ya desde ahora, ya en el tiempo; formamos parte de su Misterio y, por tanto, la realidad definitiva de todo ya se nos ha dado a conocer. He aquí nuestra tarea: llevar esta noticia a los demás, «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio, llevad este anuncio a todas las criaturas». Entonces toda ocasión a través de la cual Dios nos llama, toda relación que Dios nos pone delante, no es más que el camino que Dios nos pone para que le anunciemos. Es exactamente el concepto de «pobreza» que constituye el sentimiento fundamental del cristiano.
Cuando la persona es cristiana, es decir, cuando vive con la conciencia de que su consistencia es Otro (de que Otro vive en ella: «para mí la vida es Cristo»), de que su existencia consiste en Otro, lo que comunica es el acontecimiento de Cristo. Cristo se comunica mediante su Misterio que se prolonga en el mundo, mediante el misterio de la Iglesia, Su cuerpo místico, y el sentimiento que domina la vida es la pobreza. Cuando una persona vive con esta conciencia, con esta autoconciencia - cuyo contenido es Su misterio en nosotros: «para mi la vida es Cristo»; tanto es así que nuestro nombre más profundo no es nuestro nombre y apellido sino el suyo: «cristiano» -, entonces el sentimiento de la vida, el sentimiento que determina el comportamiento de la vida, la moralidad (porque ‘moralidad’ indica la actitud que genera la acción, de la que nace la acción, que determina la acción), la actitud fundamental en la vida es la pobreza.
Pablo define la pobreza de manera admirable y existencial en la Segunda Carta a los Corintios, capítulos 5 y 6. «Y todo proviene de Dios... Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios». ¿Qué es esta gracia? El acontecimiento de Cristo: «Pues dice él: en el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé. Mirad, ahora es el momento favorable; es el tiempo de la salvación». Hay otro párrafo de san Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, capítulo 7, donde se describe la pobreza de una forma aún más clara: «Os digo pues hermanos: el tiempo apremia. Por tanto los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen». Éste «como si» es realmente la fórmula de la pobreza cristiana. El párrafo de la Segunda Carta a los Corintios es como el reflejo psicológico del de la Primera, que describe en cambio la actitud moral. Es más, indica el nivel ontológico del cual lo que hemos leído antes es un reflejo psicológico. El primer párrafo indica la libertad, la seguridad libre, la alegría, la paz con la que vive el cristiano (la palabra exacta es la palabra ‘paz’, que es la que usó Cristo). El segundo, en cambio, indica el origen del desapego y de la pobreza. Cuando miramos a Cristo, destino de nuestra fe, a Cristo que vuelve, es como si dejásemos en segundo término todo lo que hacemos, porque todo lo que hacemos es sólo un paso hacia Cristo que vuelve. Nos encontramos - esta es la pobreza del hombre cristiano - entre la gracia que nos origina en el sentido literal de la palabra, que nos da la vida (fijáos en Nicodemo), que nos da un nuevo ser, y la manifestación de este nuevo ser que ya somos. En ello consiste nuestra existencia. Nuestro ser es la alianza de Dios con nosotros, no ya en la sombra que maravillaba a Abraham, sino en la realidad definitiva de Cristo resucitado: «Todo lo que soy os lo he dado a conocer». En la realidad definitiva de Cristo resucitado somos ya hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado del todo lo que seremos (Jn 1). «Hermanos, hemos sido ya salvados, hemos sido salvados en esperanza». Y la esperanza es para que salga a la luz y se manifieste lo que ya tenemos. Para San Juan la esperanza del cristiano no se refiere a los bienes futuros, sino a la manifestación de un bien que ya posee, porque habiéndonos dado a Cristo su hijo, ¿qué no nos habrá dado ya con Él? Por eso al cristiano ya no lo juzga nadie, no teme el juicio: «ya nadie nos puede condenar, nadie nos puede juzgar» (Rom 8).
Nuestra vida se sitúa entre la gracia que se nos concede de ser una nueva criatura, una ontología nueva (participación en Cristo, en Cristo resucitado, hemos resucitado con Él, como dice san Pablo); entre la alianza definitiva, nueva y eterna, y la manifestación de este nuevo ser que se nos da en Cristo. De este nuevo ser que la alianza genera, nace una actitud que es la espera de que se manifieste lo que somos. Nuestra existencia, al igual que toda la historia, es la espera de la manifestación de lo que ya somos. La historia es la espera de que se manifieste Cristo resucitado que ya está presente; lo definitivo está ya presente en la tierra.
Entre estos dos polos, nuestra vida es realmente pobre porque su esperanza no se apoya en nada de lo que hace y el juicio de valor no se apoya en nada de lo que uno hace. Nuestro juicio de valor y nuestra esperanza se apoyan en lo que Dios ha hecho en nosotros, en la alianza que ha establecido; y lo que esperamos es que se manifieste esta alianza.
4. Entonces, ¿de qué esta hecha la existencia? La existencia, que es la historia de la persona, está constituida por acciones que son la expresión, en cada instante, de la persona misma. Nuestras acciones deben nacer, por tanto, de la conciencia de la alianza y tender a manifestarla. Manifestando la alianza, daremos testimonio de lo que somos y en esa medida anticiparemos el destino final del mundo ante los hombres, que están hechos para ello. En cuanto nuestras acciones manifiestan lo que somos, la alianza de Dios con nosotros, llevan al mundo el anticipo de la felicidad final. Esto es lo que el hombre espera. Realmente el hombre no busca tener las piernas o los brazos en su sitio, no busca ser curado y punto, el hombre busca la felicidad, busca el sentido de la perfección de su vida. En este camino el hombre es mucho más él mismo, es más hombre, siente más la vida en la medida en que se le ha dado descubrir el fondo de la cuestión: y Cristo ha venido para esto, tanto es así que no curó a todos. Y la tarea que Cristo nos ha encomendado es la de anunciarlo, no la de curar a todos o hacer que sean más cultos. No es esto, es más, de forma muy realista dijo: «a los pobres los tendréis siempre con vosotros». Comprendo la importancia decisiva, la grandeza del reclamo de Cristo a la vigilancia, porque cuando se baja la guardia volvemos a ser mundanos y, por tanto, dejamos de ser lo que somos y hacemos como el pueblo de Israel, tal cual; y entonces ante la presencia de Dios que es promesa de manifestación y ante el anuncio de lo que ha sucedido, nos pasa como a Sara, nos entra la risa, tal vez no por maldad; aunque después de Cristo es más fácil que sea por maldad. Si somos conscientes, vigilantes, si estamos atentos a lo que somos, comprendemos que de la redención de Cristo se derivan dos grandes consecuencias.
La primera es que de una vida diferente nace una moral nueva. San Pablo, cuando invita a los Corintios a dar dinero para los de Jerusalén, que estaban necesitados, no les dice: «Mirad estáis obligados a dar esto porque es lo justo», sino que les dice: «Pues conocéis la generosidad de nuestro señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza..., no es una orden, sino un consejo lo que os doy» y después habla de la igualdad y dice: «no que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino con igualdad» (2Cor 8). Por tanto, todo deriva de la conciencia de lo que Cristo es. Así también cuando Pablo habla de la pureza no dice: «es justo que hagáis esto o aquello», sino: «recordad que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo».
De la conciencia de esta realidad nueva que somos, que se nos comunica como un alba, (vamos de luz en luz, reflejando en nuestros rostros la gloria de Dios), si nos fijamos, nace una moral nueva. Si nuestro comportamiento no nace de aquí, nuestra situación, nuestro modo de entendernos a nosotros mismos es moralista y el moralismo es terrible porque nos lleva a la desesperación. Precisamente porque Dios nos ha hecho sensibles a la vida del Espíritu, cuando nos miramos con seriedad el moralismo nos lleva necesariamente hacia la desesperación, excepto en algunos momentos, tal vez en los momentos de actividad en los que estamos contentos con lo que hacemos y con nosotros mismos igual que los escribas y fariseos. En cambio, si nuestro comportamiento nace de lo que Cristo es en nosotros, de esta nueva ontología, de este nuevo ser que somos y que el catecismo llama «gracia santificante» (se trata de comprenderlo y vivirlo); si nuestro comportamiento nace de lo que es Cristo, de lo que tenemos y somos, de este nuevo nacimiento, entonces estamos seguros no por las obras que hacemos, sino porque Dios cumplirá su historia, porque Dios es fiel. Dios es fiel, por tanto, habiendo empezado en nosotros esta obra la llevará a término.
Nuestra única preocupación moral verdadera es la de la oración, es decir, la de mirar con «los ojos del siervo, fijos en las manos de su señora», la de estar preparados («estad preparados»). La prontitud, la vigilancia, que es en lo que consiste la oración, es nuestra única preocupación: la vigilancia se expresa en pedir a Dios que apresure su obra, la venida de Cristo, que apresure su manifestación (como decían los buenos israelitas).
Si nos acercamos a los demás sin que el motivo y el criterio de la acción, el contenido y la forma de la acción, el valor y el rostro de la acción, nazcan de la conciencia de que Cristo nos ha hecho alianza de Dios, entonces, en el mejor de los casos, nos daremos gloria a nosotros mismos, pero no seremos testigos de Él. Admirarán lo que hacemos y nos darán gloria a nosotros, no a algo diferente de nosotros. No daremos gloria al misterio de Dios.
De ahí nace nuestra seguridad en el camino de la vida. El Señor ha venido para darnos seguridad: todos andaban a tientas en la oscuridad buscando, hasta que salió el sol y se llenaron de seguridad. Nuestra seguridad en el camino de la vida (sólo se puede construir en la seguridad, sólo en la seguridad podemos construirnos a nosotros mismos y construir el mundo) y su validez, es decir, la verdad, la permanencia y la eficacia de nuestra acción sobre los hombres, la verdad de nuestro amor a los hombres, nuestra contribución a los hombres, depende de la autoconciencia que Pablo expresaba de manera tan fuerte: «para mí la vida es Cristo». Mi vida eres Tú, oh Cristo, y lo que pienso sobre mí y todo lo que trato de hacer nace de esta conciencia, también la construcción de la Iglesia. La Iglesia la construimos a partir de la autoconciencia que tenemos, según una proporción matemática, porque si no, podemos ser todos cristianos y no construir la Iglesia, a pesar de nuestras buenas intenciones. La Iglesia sólo la construye el Misterio que obra en nosotros, es decir, este ser nuevo, que no es fruto de nuestras manos, pero del cual nacen nuestras obras, más o menos deprisa según los tiempos de Dios (en santa Teresa de Lisieux y en santa Catalina fue bastante rápido, en nosotros tal vez imperceptiblemente lento). Esta realidad nos cambia, lo primero, a nosotros y por eso esperamos que también nuestras obras cambien: no gracias a nuestra voluntad, porque si nuestra voluntad lo pudiese hacer, sería inútil que hubiera venido Dios. Todo es gracia, es decir, es el desarrollo de ese acontecimiento que Dios ha creado en el mundo - la alianza -, sin pedirnos nuestra opinión antes (tampoco le pidió su parecer a Abraham).
El problema es que la fe no se debe presuponer y no podemos dejarla ahí aparcada, dándola por descontado, mientras actuamos. La fe debe ser el horizonte de todas nuestras acciones. Si no, incluso el sentido de la justicia social es moralista porque nace de una posición racionalista. También los paganos pueden tenerlo y moverse por él, es más, a veces los paganos lo hacen mejor que nosotros, los marxistas lo hacen mejor que nosotros: el origen de su acción es el intento de responder a las necesidades humanas. Todos los hombres honrados lo pueden hacer. Entonces el ímpetu ante la necesidad idealiza la necesidad, teoriza, es decir, busca sus propios caminos y trata de realizar su programa; y, por eso, justifica la violencia ante una necesidad imperiosa. En cambio, para el cristiano no es así. El cristiano está despierto por estar «atrapado» por un acontecimiento que en principio no tiene nada que ver con el problema de la justicia social: el acontecimiento de Cristo. La gente del Evangelio no se movía por el problema de la justicia social; recibían el mismo anuncio los pastores que Nicodemo («Maestro, nadie hace las obras que tú haces»), los pastores incultos que los profesores de universidad. El cristiano está «atrapado» por un acontecimiento. El acontecimiento que Dios ha suscitado en el mundo es el primum, lo primero en la vida: Dios ha venido, ha establecido Su alianza. Hay una nueva situación: el estupor, la maravilla, la admiración, la fidelidad a este acontecimiento. Estoy cautivado por este acontecimiento y ello me cambia, me hace mirarme a mí y a los demás, al mundo, con una mirada llena de atención y fraternidad. De allí después deriva toda la exigencia de justicia y de ayudar a los demás. Parece una cuestión teórica, pero da lugar a dos métodos radicalmente opuestos. La segunda actitud, la que identifica al cristiano, no deja tregua a la desigualdad o a la injusticia, pero su no dejar tregua es diferente, implica una comprensión más completa de los problemas, por lo cual no puede hacer un discurso en defensa de unos valores eliminando otros valores; el cristiano está obligado a llevar adelante todo y eso exige paciencia, que es una gran palabra cristiana. La paciencia es lo contrario de la tranquilidad y la pasividad: es una tenacidad sin fin, que no se altera, que no se convierte en impaciencia y violencia, porque está segura, no de su propia energía, sino de Cristo, de Dios que lleva adelante todo, y de sus tiempos, sobre todo de su designio, de su historia. «Con vuestra paciencia poseeréis vuestra vida». De esta manera no se destruye el valor de la persona al construir estructuras sociales. Esta diferencia de método tan profunda es el punto de comparación más impresionante y lo podemos constatar en nosotros mismos, porque cuando caemos en el método moralista, racionalista, toda nuestra seriedad moral nos lleva a la decepción, salvo en los momentos en los que estamos distraídos o nos engañamos, llenos de amor propio, de seguridad en nuestras acciones. Cuando nos miramos con claridad, la desproporción entre lo que somos y lo que querríamos ser nos desespera y nos llena de impaciencia y entonces nos violentamos y decimos: «me propongo esto para esta semana», y es realmente terrible. En el segundo método, uno no renuncia ni un instante al deseo de bien, está atento, consciente de sus límites que sólo el tiempo de Dios purificará y decantará y, por eso, pide. No prima su programa, sino la petición. La petición, de hecho, no puede ser sincera si no te mantiene en tensión, es decir, vigilante. San Pablo habla de esta liberación: «liberados de la ley». La libertad de los hijos de Dios no quiere decir que seamos perfectos: somos pecadores, y sin embargo, pecadores y salvos.
Esta es la contradicción, o mejor dicho, la tensión, entre la Alianza que es el fundamento y el origen, y nuestra historia que la revelará a su tiempo, que la revela según los tiempos de Dios. Es justamente lo que decía Isaías: «Los que esperan en Yahveh subirán con alas como de águila, andarán sin cansarse» (Is 40).
Nada nos cansa tanto como apoyarnos en nosotros mismos y en nuestros proyectos. «Quien se pierde a sí mismo se encuentra»: nuestra vida es la vida de Otro.
Yo no sería cristiano si no fuera verdad todo esto. Uno no podría soportarse si no soportara a los demás, porque no soportamos a los demás si no tenemos un motivo para soportarnos a nosotros mismos. Nuestra relación con los demás es siempre una proyección de cómo nos percibimos a nosotros mismos consciente o inconscientemente; en el fondo si inconscientemente no nos aceptamos, no podemos aceptar y reconocer a los demás. ¿Cómo podemos reconocernos y aceptarnos tal y como somos, con la nada que somos? Nos aceptamos porque en nosotros se refleja el rostro de Otro, hay en nosotros otra realidad. Por eso la mentalidad mundana acepta y tolera el cristianismo sólo si se reduce a moralismo o a activismo. Esta tendencia ha existido siempre y la secularización la ha teorizado hasta sus últimas consecuencias, por lo cual el cristiano es aceptable sólo si identifica su cristianismo con la acción social y política. Pero si el cristiano expresa aquello que le constituye, su fisonomía, su personalidad, ya no se puede tolerar. En el mejor de los casos el cristianismo resulta absurdo: para los «filósofos» que afirman la pura racionalidad y para la gente culta es absurdo (la gente culta no se ensucia las manos) y lo dejan de lado; para los «fariseos», es decir, para los moralistas, para los que se comprometen con los «valores» es un escándalo intolerable, hay que eliminarlo. Por eso el liberalismo culto ha soportado el cristianismo y a la Iglesia, y el marxismo, que está mucho más comprometido con la realidad, no los tolera. «Escándalo para los judíos», es decir, para los moralistas, para quien estima mucho las relaciones y la acción, y «absurdo para los gentiles», es decir, para la filosofía pagana.
Es otro mundo. Por lo demás, si Dios se revela al hombre, si Dios entra en nuestra historia, trae algo que rompe todas nuestras medidas a priori, si no, no sería Él. Todo el esfuerzo cristiano, toda la ascesis, consiste en la búsqueda atenta de esto, en el deseo y la petición de que esto se haga verdadero, de que nuestra carne sea modelada según esto. Es nuestra tarea. No conozco otra. Los judíos pedían milagros, los moralistas que cambie el mundo, que cambie la situación; los griegos, la sabiduría, la filosofía, la concepción orgánica. Pero nosotros no conocemos más que Cristo y Cristo crucificado.
Toda nuestra preocupación de estos años es que en el mundo cristiano no se vacíen de contenido estas frases que ningún exegeta puede reducir.