La posibilidad de vivir la vida como una aventura
Apuntes de la intervención de Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de GS. Mediolanum Forum, Assago (Milán) 29 de octubre de 2011
Alberto Bonfanti. Querido Julián, en tu saludo con ocasión del Triduo Pascual, nos dijiste: «Sentir cómo apremian dentro de uno las exigencias de felicidad, de belleza, de justicia, de amor, de verdad, sentir cómo vibran, cómo bullen en cada fibra de nuestro ser, es inevitable, a menos que uno sea una piedra. Tomárselas en serio es una decisión, la decisión más grande de la vida. Una decisión de consecuencias imprevisibles. Sólo para personas audaces, para gente viva, libre, capaz de quererse de verdad. Para gente que quiere vivir a la altura del ideal hacia el que le empuja el corazón sin descanso. Encontrar compañeros como estos hacia el destino es una gracia. Por eso dice la Biblia: “Quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro”. Deseo que encontréis muchos amigos entre vosotros. Amigos que no tengan miedo de sus propias exigencias. Que no tengan miedo de crecer, de hacerse adultos. Más aún, que no se contenten con menos de esto. A la espera de cruzarme con vosotros en algún recodo del camino, os deseo una Feliz Pascua. Vuestro compañero de aventura».
¡Hemos llegado a ese recodo! Se han recogido varias contribuciones para esta jornada. Todas manifiestan sencillez y lealtad al contar los hechos, testimonian una percepción clara del propio deseo y al mismo tiempo una fluctuación de su posicionamiento ante las cosas, por lo que a los momentos de claridad y positividad les siguen, en breve tiempo, momentos de descontento en que la claridad anterior parece decaer. Entre ellos, me ha llamado la atención esta pequeña carta: «El otro día me levanté ya con el pie izquierdo. Pero cuando salía de casa, levanté la mirada y vi un cielo esplendido. Eran las seis de la mañana, no había nadie alrededor, ese cielo estaba puesto allí sólo para mí – pensé – porque Jesús sabe que hoy le necesito. Desde ese momento todo fue mejorando. Entré en una iglesia para rezar el Angelus con mis amigos antes de ir al colegio, y allí me di cuenta definitivamente de cuánto me estaba amando Dios aquella mañana, tanto que no pude dejar de decirles a los demás: “¡Diantre! ¡Qué afortunados somos de tener a Cristo con nosotros!” Y me fui al colegio con un deseo grande de vivir hasta al fondo ese día teniendo estas cosas en mente. Pero después todo fue decayendo: las discusiones con los amigos y los profesores que hacen de todo para demoler los buenos propósitos… Y al final de la mañana me sorprendí diciendo: “¡Qué asco de día!”. ¿Cómo es posible que uno empiece el día diciendo: “¡Qué hermoso!”, “¡Qué suerte tengo de tener a Cristo!”, y termine, en cinco horas, diciendo: “¡Qué asco!”?»
Por tanto, me parece decisivo preguntarte algo sobre la decisión de tomar en serio las propias exigencias, como decías en el Triduo, y el juicio que permite que lo que probamos llegue a ser experiencia. Lo que quiero preguntarte es: ¿en qué consiste esta decisión de tomar en serio las propias exigencias? ¿Cuándo sucede esta decisión? ¿Qué implica? ¿Cómo permanece? ¿Qué puede ayudar a esta decisión?
JULIÁN CARRÓN
1. A LA ALTURA DE LOS PROPIOS DESEOS
Estoy contento de que haya llegado tan pronto ese recodo en que volvemos a encontrarnos para reemprender el camino en este nuevo año que tenemos ante nosotros; este nuevo año es una oportunidad, como todo lo que nos ofrece la vida, una gran promesa que cada uno puede afrontar o dejar pasar, porque no hay nada mecánico o automático en la vida del hombre, sino que todo es un don, una oferta, una propuesta a la vida. Es por esto que la vida puede llegar a ser una aventura o un “asco”.
¿Qué quiere decir tomar en serio la necesidad de vivir, las exigencias que bullen dentro de nosotros? Lo dice bien uno de vosotros en esta carta que me ha mandado: «A menudo me encuentro releyendo el saludo que nos hiciste en el Triduo a nosotros, estudiantes de bachillerato. Cada vez que lo vuelvo a leer, percibo que mi naturaleza vuelve a despertarse; vuelve a despertarse lo que soy verdaderamente: deseo de belleza, de justicia, de amor y verdad. ¡Qué grandeza la de este deseo! Qué grande esta exigencia que encuentro en mí todos los días, momento a momento. Pero si esta exigencia es tan grande, más grande es la alegría que me invade cuando decido [he aquí la decisión] ir detrás de ella. ¡Y qué asombro el de sorprenderme agradecido al final del día y al mismo tiempo falto de una satisfacción total de mis exigencias! Como si ni siquiera la cosa más hermosa que haya vivido en este día o en mi vida sea capaz de satisfacerme. ¡Y es así! ¡Y qué gratitud cuando me doy cuenta! ¡Me doy cuenta día a día de que nada agota este deseo! Me asombra que esta exigencia mía nunca está plenamente satisfecha, me doy cuenta de que este camino a veces me da mucho, pero que además prosigue y promete mucho más. Me asombra que un hombre sea tal sólo cuando desea, y cuando no quiere desear, cuando se conforma [cuando decide no tomárselo en serio], su humanidad decrece. Yo mismo he pasado dos semanas en este estado de ahogo y opresión, debido a mi incapacidad de amar. Ahora puedo decir que he sido rescatado, pero quiero entender si lo que he aprendido de esta experiencia es justo o si en cambio, en última instancia, es una equivocación. Durante dos semanas me ha acompañado un malestar insostenible. Me he dado cuenta de que en esos días no me he preguntado el porqué de las cosas, sino que sencillamente hacía lo que me tocaba sin escucharme, sin preguntarme qué deseaba. Así me he encontrado haciendo siempre algo distinto de lo que quería hacer, no estando donde quería estar, no sacando partido de nada de lo que vivía, ni siquiera cuando era algo increíble. El origen de mi malestar era el silencio que se había creado al descuidar mi pregunta, la realidad que me rodeaba, y la relación entre estos dos factores. ¡Qué amargura en esos momentos! Verdaderamente no me sentía ya libre y vivo, sino ahogado y oprimido. Es decir, al no dar espacio a lo que soy verdaderamente, lentamente moría. Basta sólo un instante en que yo deje de amar, de desear, de exigir, de pedir, para que todo ese malestar empiece a tomar forma; y quitármelo de encima me parece imposible. Sin embargo, después, de improviso, la exigencia vuelve a hacerse sentir más fuerte que antes y, al vivirla en relación con la realidad que la genera, crece, y yo vuelvo a vivir, y me sorprendo amando cada aspecto de la realidad, hasta pasar horas mirando las flores en la pista ciclista mientras vuelvo a casa (vivo fuera de la ciudad) o los extraños efectos de la luz en el cielo. Así, como estoy atento a estas cosas, estoy atento a mi madre (a pesar de la tensión que hay entre nosotros), al colegio y a todo lo que se me presenta. Si lo que he dicho es cierto – y te escribo también para saberlo – reconozco un hecho, sin embargo: tengo la necesidad de ser educado en escucharme [a tomar en serio mis exigencias], a amarme y a amar. Lo que deseo de hecho es ser siempre fiel a mi exigencia para no encontrarme nunca perdido. Quiero cultivar mi pregunta, que reconozco es la primera fuente de vida, lo que me hace moverme, actuar, reconocer, me empuja a medirme con toda la realidad. No quiero negar el dolor que reconozco como parte de mi vida, pero quiero negar la nulidad, esa nulidad que hace verdaderamente triste y pobre al hombre. Me doy cuenta de que cómo hacerme feliz, llenar mi corazón, es una exigencia que no tiene nunca una respuesta última, y pido ser educado en no olvidarme nunca de ella, sino hacerla el centro de mi vida. Tu compañero de aventura».
¡Este es un compañero de aventura! Porque quiere vivir a la altura de sus deseos. ¿Y por qué quiere vivir a la altura de sus deseos? Porque, si no, el malestar domina la vida, el vacío y la amargura toman las riendas. Y es sólo cuando estos deseos están vivos en nosotros que nos sorprende cualquier aspecto de la realidad. Precisamente cuanto más se da uno cuenta de esto (que todo el misterio de la vida está en estar despiertos, en ser despertados en las propias exigencias, en la propia humanidad) más comprende, entonces, cuál es su verdadera necesidad.
¿Pero quién puede ser capaz de despertar constantemente mi yo, de tal forma que pueda disfrutar así de la vida, en vez de ahogarme porque la realidad parece no decirme nada? El único que puede despertar constantemente nuestro yo tiene un nombre: Cristo. Cristo ha venido – nos ha dicho siempre don Giussani – porque siente piedad por nuestra nada, por esta decadencia de nuestras exigencias, por este ser arrastrados por el torrente de las circunstancias y de los estados de ánimo. Cristo, viendo esta situación nuestra, – ese paso de la alegría al malestar que la carta que hemos citado al principio describía perfectamente –, nos quiere hasta el punto de decir: «¡Si no vengo yo a ayudarles, estos pobrecillos son barridos!»
Por eso don Giussani nos dice que Cristo ha venido para despertar constantemente nuestro sentido religioso, nuestras exigencias. Recordad lo que dijimos el 26 de enero, en la presentación de El sentido religioso: «El corazón de nuestra propuesta es más bien el anuncio de un acontecimiento que sorprende a los hombres del mismo modo en que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles en Belén sorprendió a los pobres pastores. ¿Por qué es tan decisivo el acontecimiento cristiano? Porque este – nos dice don Giussani – vuelve a suscitar, enciende de nuevo, despierta nuestro yo, nuestras exigencias, nuestro deseo de vivir, de gozar, de amar, de implicarnos en las cosas, potencia este sentido religioso, este conjunto de exigencias y evidencias que describe la carta que acabo de leer. Releed luego la carta párrafo a párrafo, porque todo está allí. Vivir el sentido religioso introduce una alegría y una gratitud infinitas; mientras que, cuando decae, todo se vuelve plano.
Sabemos que muchas veces vivimos el asombro frente a las cosas: nos levantamos con “el pie izquierdo” pero luego alzamos la mirada y vemos un cielo estupendo y todo empieza a mejorar. Pero después decaemos, como hemos experimentado tantas veces. Entonces, ¿cómo podemos ayudarnos? Don Giussani dice que tenemos necesidad de una educación, porque de otra forma, si no se nos educa en relacionarnos adecuadamente con la realidad, somos como un canto arrastrado por las circunstancias, llevado de aquí a allá sin darse cuenta del todo; y al final nos hartamos. Por eso dice don Giussani: «Nosotros no estamos acostumbrados a mirar una hoja presente, una flor presente, una persona presente, no estamos acostumbrados a fijarnos en lo que está presente como una presencia» (Milán, 1 de febrero de 1995). Para aclarar esto, os leo una carta que me escribió un universitario de Roma: «En noviembre del año pasado sufrí un accidente que me obligó a permanecer en la cama durante más de tres meses. Me costó muchísimo. No me podía mover, estaba imposibilitado para cualquier actividad, cualquiera, no podía ni siquiera estudiar a causa de los analgésicos que tomaba, que me impedían cualquier actividad que requiriese un mínimo de concentración. Tres meses en cama, quieto, inmóvil. Recuerdo sin embargo que un par de meses después de haber empezado a caminar, mirando las fotos mías en la cama con mis amigos alrededor, fui a mi madre y le dije casi instintivamente: “¡Mira qué foto más chula! Al final ha sido un periodo bonito”. Mirando atrás puedo decir que, a pesar de lo que me costaba estar quieto en la cama, en toda aquella impaciencia por querer ponerme en pie enseguida había algo que no me hacía infeliz; es más, puedo decir que en cierto modo estaba contento dentro de ese sufrimiento.
Por dos motivos. El primero es que siempre he sido sostenido en el dolor, de una forma libre y gratuita […] Percibía una total dedicación a mí: total y minuciosa. El segundo motivo es que las cosas, incluso las más pequeñas, ya no eran algo que diera por descontado: me sorprendía por un plato de pasta un poco más elaborado, por la compañía que veía a mi alrededor, por el hecho de que mis hermanas, antes de acostarse, ponían junto a mi cama la cuña por si la necesitaba por la noche, sin que yo se lo pidiera. Hasta llegar, una mañana, mientras me trasladaba una ambulancia al hospital para una revisión, a asombrarme de ver de nuevo el cielo. Yo ya sabía que existía el cielo, pero finalmente me había dado cuenta de que existía, de que estaba ahí. [Cuando uno se da cuenta de ello una vez en la vida, comprende cuántas veces el cielo no ha sido algo presente para él] No hacía nada, no podía hacer nada, y sin embargo, con todo el dolor, con toda la impaciencia, no era infeliz. Consideraba todo por el valor que tenía, ya no daba nada por descontado […] Ahora, cuatro meses después de haber vuelto a caminar, me doy cuenta de que esa tensión hacia las cosas ha disminuido completamente: el plato de pasta más elaborado se ha convertido en un plato de pasta normal, las cosas están de nuevo bajo la sombra de mi medida y de mi complacencia [la vida se ha vuelto de nuevo algo plano] … ¿Cuál es el camino que puede devolverme esa condición, que puede permitirme vivir siempre esa experiencia [de sorprenderme por las cosas presentes]?».
Don Giussani nos dice que las causas de esta reducción son dos. Primera: nuestro uso habitual de la razón es reducido. Segunda: estamos sometidos a una división entre el reconocimiento y el afecto. Y pone un ejemplo: «Al comienzo de la edad moderna, Petrarca admitía perfectamente toda la doctrina cristiana [estaba de acuerdo con lo que se le decía en relación a la fe cristiana], la percibía incluso mejor que nosotros, pero su sensibilidad o afectividad fluctuaban de forma autónoma» (L. Giussani, Ciò che abbiamo di più caro. 1988-1989, BUR, Milán 2011, p. 156). Fijaos, lo que don Giussani dice de Petrarca es lo que pone de manifiesto la primera carta que hemos leído: en una mañana se pasa de la belleza más conmovedora al asco. Esta es nuestra fluctuación. Por eso se entiende hasta qué punto tenemos necesidad – si no queremos pasar toda la vida como un canto arrastrado por la corriente, por la fluctuación de nuestros estados de ánimo – de una educación. Nos dice de nuevo don Giussani: mirad, chicos, que el problema interesante es darnos cuenta de la realidad; y ¿qué nos ofrece don Giussani para esta educación? ¿Cómo podemos aprender a usar la razón de un modo justo para vencer esta fluctuación que nos lleva constantemente a vivir esos altibajos que nos confunden? Ninguna otra cosa nos puede ayudar como el capítulo décimo de El sentido religioso, que él define como «la clave de bóveda de nuestra forma de pensar» (cfr. L. Giussani, «Un hombre nuevo», Huellas-Litterae Communionis n. 3, marzo 1999, p. IX).
2. El ESTUPOR POR LA «PRESENCIA»
¿De dónde parte don Giussani para ayudarnos? De romper la obviedad. ¿Y qué es la obviedad? Que no nos damos cuenta, excepto en raras ocasiones, que el cielo está, que la flor está, que está mi madre, que está mi hermana: todo, para nosotros, se da casi por descontado, como si fuese obvio. Y para ayudarnos a afrontar este problema, don Giussani nos dice: imaginaos que ahora os llevase a un mundo que sólo conozco yo, vamos todos a hacer un viaje, cerráis los ojos, y después, cuando ya estamos todos allí, los abrís con la conciencia que tenéis ahora; lo primero que os encontráis delante es un día espléndido, claro, con el Mont Blanc frente a vosotros. Dice Giussani: ¿cuál sería la primerísima reacción al acusar esa presencia? Y fijaos en que esta imagen no es una ficción. Os cuento una cosa que le pasó a un amigo mío de Brasil este verano: estaba en La Thuile con un grupo de brasileños, portugueses y mozambiqueños (todos de lengua portuguesa); fueron a dar un paseo por el monte San Carlo, cerca de allí; y mientras caminaban, iba pensando: «Cuando lleguemos a Belvedere, les haré mirar el Mont Blanc, cantaremos algún canto, trataré de que estén en silencio para que puedan disfrutar del paisaje». Pero mientras estaba preocupado pensando en estas cosas, nada más llegar delante de el Mont Blanc, que muchos veían por primera vez, todos se quedaron en silencio. Mientras estaban allí, callados, empezó a llegar un segundo grupo que se había quedado atrás. Iban caminando y hablando en voz alta y mi amigo empezó a pensar – como si no hubiese aprendido nada de lo que le acababa de suceder – qué les diría cuando llegaran: «Les diré que estén en silencio, haré esto, aquello…». Pero mientras pensaba estas cosas, llegaron: la imponencia de la presencia del Mont Blanc, tan sobrecogedor, tan grandioso, era tan hermoso lo que tenían delante, que también estos se quedaron en silencio al momento.
Este episodio me hizo entender una vez más por qué don Giussani nos propone que supongamos que hemos nacido ahora, con la conciencia que tenemos. ¿Cuál sería el primerísimo sentimiento frente a la realidad? Sería un estupor que te deja sin palabras, que te deja mudo ante tal belleza: «Si yo abriera de par en par los ojos por primera vez en este instante, al salir del seno de mi madre, me vería dominado por el asombro y el estupor que provocarían en mí las cosas debido a su simple “presencia”. Me invadiría por entero el asombro por esa presencia que expresamos en el vocabulario corriente con la palabra “cosa”» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro 2008, p. 146).
Mirad los términos que usa don Giussani: dominado, invadido por el asombro, lleno de esa maravilla, de ese asombro que ninguna situación puede evitar. Como le ha pasado a uno de vuestros profesores que, viendo a sus alumnos algo distraídos, pensó: «Lo contrario de estar distraídos no es estar atentos, sino ser atraídos». La cuestión es si hay algo que nos atraiga, porque entonces cautiva toda nuestra atención; y cuando nos encontramos delante de la realidad atraídos así, estupefactos, dominados, entonces la vida adquiere un espesor, una intensidad, una potencia que uno quisiera para siempre, que uno quisiera en cada instante: que las cosas estuviesen tan presentes, que las reconociese tan potentemente presentes, que este atractivo fuese vencedor de mi fluctuar. Sin esto, seremos siempre como ese canto arrastrado por la corriente de las circunstancias, de los estados de ánimo, de los cambios. Por esto don Giussani nos dice que necesitamos no dar por descontado ese dato, porque el primerísimo sentimiento del hombre es el de estar frente a una realidad que no es suya, que existe con independencia de él y de la cual él depende. «Traducido esto en términos empíricos, se trata de la percepción original de un dato» (Ibidem, p. 146): «dado» implica algo que «dé».
Imaginaos por un instante que reconociésemos cada cosa como dada, como don; pensad sólo en cuando os hacen un regalo, cómo os gusta, cómo os exalta, cómo estáis agradecidos, cómo os cambia la vida. Imaginaos que aprendiésemos a vivir la vida reconociendo todo como dado (no sólo en el momento ocasional en que os hacen un regalo), porque todo me es dado; pero nosotros lo damos por descontado como si fuese un derecho, o algo obvio. En cambio, si aprendiésemos – como el amigo de Roma en el hospital – a ver las cosas como no obvias, como dadas, como don, la vida sería verdaderamente otra cosa; que está lo que está, por lo que no tenemos que tratar de convencernos de que nos es dado; ¡nos es dado! ¡La verdad de lo que tenemos delante es que nos es dado!
Pero nosotros muchas veces no lo reconocemos. ¿Cómo nos educamos a que prevalezca en nosotros la conciencia del «dato»? Dice don Giussani: «La misma palabra “dado” refleja una actividad delante de la cual yo soy sujeto pasivo: ahora bien, se trata de una pasividad que constituye mi actividad original, que es precisamente recibir, constatar, reconocer» (Ibidem, p. 147). Imaginaos que yo os hago un regalo. ¿Cuál es vuestra primera actividad? Recibirlo, acogerlo, no hacer vosotros algo antes de todo; vuestra primera actividad es una pasividad, una acogida, un darse cuenta de que os ha sido dado, pero tantas veces nos saltamos esto, nos saltamos el hecho de que nuestra madre ha preparado la cena, que el cielo existe, que vivimos ahora, nos saltamos todo esto. Me acuerdo de una madre que me contó una vez que iba en coche a casa con su hijo y el hijo le dijo que tenía ganas de cenar pizza. «De acuerdo, haremos pizza». Pero después llegaron a casa y se encontraron con que el padre estaba cocinando, no la pizza, sino un pollo. Entonces el chico empezó a enfadarse: «¡Pero yo quiero pizza!» Y la madre le dice: «¿Te has dado cuenta de que tu padre nos está haciendo la cena? ¿De que, después de todo el día trabajando para mantener a su familia, ha llegado a casa y, pensando en nosotros, se ha puesto a cocinar?». El chico empezó a entender, a no dar por descontado que su padre estuviese allí preparando la cena, y empezó a cambiar, y fue a darle gracias a su padre por lo que estaba haciendo; y después resultó que el pollo estaba buenísimo… Porque la cuestión no era el pollo o la pizza, sino darse cuenta de que había alguien que le quería, al que le importaba tanto que le preparaba la cena.
Esta es la educación que hace falta: que cada uno de nosotros pueda ser ayudado a reconocer como dato lo que le parece obvio. ¿Cuál es nuestra tentación? Saltarnos el darse cuenta, el “recibir” el hecho de que nuestro padre está haciendo la cena. Y así nos perdemos lo mejor. La mayoría de las veces – amigos – nos perdemos lo mejor, porque lo mejor no es el pollo o la pizza (que podemos comer en otra ocasión), el problema es que no nos damos cuenta de que hay alguien que nos quiere, y lo tenemos delante; el chico lo tenía delante, pero lo había reducido y por lo tanto no entendía todo el alcance de lo que tenía ante sus ojos. Fue necesario que la madre le enseñara a usar bien la razón para ayudarle a comprender verdaderamente lo que estaba sucediendo, para darle a entender todo el alcance, porque de lo contrario se hubiera quedado en lo aparente. Su presencia le permitió vencer la fluctuación de su estado de ánimo y empezó a entender el alcance de lo que estaba haciendo su padre. Nosotros tenemos que aprender que nuestra primera actividad es una pasividad, es aprender a recibir, a constatar, a reconocer lo que tenemos delante, porque cuando caemos en la cuenta de ello, sucede lo que don Giussani nos dice en el último punto del capítulo décimo. ¿Qué le pasó a este chico cuando se dio cuenta de esto? Que el alcance de lo que estaba haciendo su padre le volvió a despertar. Imaginad al chico que empieza a percatarse de lo que tiene ante sus ojos: «Cuando se ha despertado ya su ser por la presencia de las cosas [del padre], por la atracción que ejercen y el estupor que provocan, y se ha llenado de gratitud y alegría [por tener un padre así]. [Entonces] […] el hombre toma conciencia de sí en cuanto “yo” [percibe todo el estupor dentro de sí] y recupera su asombro original con una profundidad que establece el alcance y la estatura de su identidad» (Ibidem, pp. 151-152).
Don Giussani nos ofrece todos los indicios para comprobar si estamos viviendo bien la realidad, porque si uno se relaciona bien con la realidad, su yo se vuelve a despertar, su rostro se ilumina. Cuando a algún amigo le sucede algo bueno, le preguntáis:«¿Qué te ha pasado?». ¿Por qué se lo preguntáis? Por lo que le veis en la cara: le veis más contento, su rostro resplandece, tanto es así que os lleva a preguntar: «Pero, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué estás tan contento hoy?». Nosotros sabemos que le ha pasado algo que le ha asombrado porque su yo se ha vuelto a despertar y esto le ha llenado de gratitud y alegría.
Si nos damos cuenta de esto, que la presencia de las cosas ha vuelto a despertar nuestro yo, estamos contentos y agradecidos, independientemente de todo lo demás; incluso cuando uno “se levanta con el pie izquierdo”, ve el cielo y está contento y agradecido, y entonces vuelve a tomar conciencia de sí mismo, cae en la cuenta del valor de la vida y recupera el asombro original con una profundidad que establece la estatura de su identidad. Es impresionante, porque nosotros pensamos que la estatura de nuestra identidad viene de las notas que sacamos, o de lo que logramos ganar si trabajamos, o del papel que tenemos en la vida; en cambio, don Giussani nos dice que el alcance de nuestra identidad es la capacidad que tenemos de asombrarnos ante las cosas; porque muchos tienen dinero, muchos tienen títulos, muchos ocupan puestos de responsabilidad, pero ya no se asombran ante la vida que para ellos es plana. Entonces, ¿cuál es el don más grande de todos, el mayor regalo que se nos da?
«En este momento – continua don Giussani –, yo, si estoy atento [o sea, si dejo de ser un niño], es decir, si soy una persona madura, no puedo negar que la evidencia mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo, que no me estoy haciendo ahora a mí mismo. Yo no me doy el ser, no me doy la realidad que soy, soy algo “dado”. Es el instante adulto en que descubro que yo dependo de otra cosa distinta» (Ibi). Pero, ¿quién hoy se ha dado cuenta de que él es algo “dado”? Si yo esta noche os retara diciendo: «Que levante la mano el que hoy se haya dado cuenta, sin darlo por supuesto, sin darlo por obvio, que él mismo existe», la mayoría, la mayor parte de nosotros, no levantaría la mano. ¿Veis que lo damos por supuesto? El don más grande que recibo no son las cosas, no son los demás, ¡soy yo mismo!
Necesitamos esta educación, porque si yo me diera verdaderamente cuenta de esto ahora, ¡con qué gratitud viviría la relación con Aquel que me está dando a mí mismo ahora! Tenéis que pensar en ello, porque todos podemos repetir esta frase sin darnos cuenta de verdad de por qué es así. Si te da un infarto ahora, ¿podrías añadir un solo instante a tu vida? ¡Ni un instante más! Todos nosotros que te queremos mucho, con todo nuestro esfuerzo, con todos nuestros intentos, ¿podríamos todos juntos prolongar tu vida ni un solo instante? ¿El mundo entero podría hacerlo? ¡Hasta este punto es un don! Nuestros padres han contribuido a transmitirnos la vida, pero ellos no son nuestro origen último, y esto se ve por el hecho de que ni siquiera ellos pueden prolongar un instante nuestra vida. Lo vemos bien cuando un amigo nuestro muere en un accidente de moto: sus padres darían la vida por él, pero no pueden devolverle la vida. La vida nos la da Otro, es lo más evidente; y yo, me ponía estos ejemplos para entender hasta al fondo lo que dice don Giussani: que lo más evidente en este momento, «la evidencia mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo».
Entonces, si yo tomara verdaderamente conciencia de mí mismo, ¿cómo tendría que decir «yo»? ¡Yo soy Tú que me haces ahora! Fijaos en cuando uno se enamora: el hecho de que el otro esté introduce en mí una vibración, una intensidad, una felicidad, una alegría que yo, con toda mi energía no puedo darme a mí mismo, pues todos mis intentos, todos mis esfuerzos no son capaces de darme ni un instante de esa intensidad que me da la presencia del otro. ¡Qué vibración provoca en mí! Si esto pasa con la persona de la que estoy enamorado (que no es nada, como yo), ¡imaginad qué pasará el día en que yo me dé verdaderamente cuenta de Aquel que me da el ser! ¡Cómo debería vibrar al decir: «Tú» a Aquel que me hace ahora! Hasta que no lo experimentemos – lo que experimenta un enamorado es sólo un pálido reflejo, un ejemplo lejano –, ¡nos perdemos lo mejor! Lo siento. No vivimos todavía con conciencia, intensidad y verdad, lo que está sucediendo. Muchas veces para nosotros decir: «Tú» a este Tú que me hace es igual que decir: «botella», es igual que nada. «Ya lo sé»: no es verdad, no lo sabes y te pierdes lo mejor con tu condenada presunción.
Por ello uno no se cansa de leer el testimonio que nos ha entregado el Misterio a través de don Giussani, porque él no podía decir: «Tú» sin esa honda vibración con la que uno dice «Tú» a la persona a la que quiere, e incluso mayor. Esto nos queda tan lejos que a veces algunos me dicen que les parece una complicación. ¿Pensarías que es una complicación decir: «tú» con conmoción delante de la chica de la que estas enamorado? ¿Por qué nace esta objeción? Porque no estamos ante la realidad hasta al fondo, porque no decimos con verdad: «Tú», porque no hemos sido educados a hacerlo.
Me ponía estos ejemplos. Imaginad cuando empezáis a aprender matemáticas y os resulta artificioso estar pendientes de no equivocaros en cada paso. Os gustaría que fuera inmediato, nada más ver el problema intuir la solución. Sin embargo para llegar allí hace falta tener la paciencia de aprender paso a paso, uno tras otro, todos los pasos; y cuando uno empieza a familiarizarse con la materia, entonces sí, nada más ver el problema puede decir: «está claro, este es el camino para resolverlo». O cuando uno empieza a tocar el piano, le gustaría en seguida interpretar a Mozart, en cambio, tiene que empezar a hacer ejercicios con los dedos, que parecen de plomo. Muchas veces, pensando en estas cosas, nos parece una complicación, al igual que al comienzo nos parece artificioso lo que nos propone don Giussani, y no tenemos la paciencia de hacerlo; nos parece complicado y sustituimos la razón por el sentimiento. Porque nos resulta más fácil e inmediato: «si lo siento existe, si no lo siento no existe». Esta es nuestra filosofía, y así en una sola mañana podemos pasar de la euforia a la depresión, y así todo el día.
Por tanto, hace falta que uno se quiera a sí mismo hasta el punto de aceptar el recorrido educativo que nos propone don Giussani, para poder disfrutar de la realidad sin perderse lo mejor, puesto que nos perdemos lo mejor si no llegamos a descubrir el Tú que domina la vida, el Tú que hace vibrante nuestra vida en cualquier situación, el Tú que me acompaña incluso cuando estoy solo, el Tú que es Aquel que gritan todas las cosas, desde las más pequeñas a las más grandes, desde una hoja del árbol hasta una persona presente ante mí. Todo grita este Tú, aunque nosotros no lleguemos casi nunca a reconocerlo ante la realidad; por ello, falta lo que es capaz de atraernos hasta el punto de vencer toda fluctuación del sentimiento. Sólo junto a este Tú que te atrae tan poderosamente puedes sentirte a gusto.
Este es el camino que nos propone don Giussani: que decir «Tú» en la relación con la realidad, en el modo de vivir la realidad, se haga cada vez más nuestro, porque todo lo que existe tiene la naturaleza de signo. El manantial implica la fuente. Conocer significa aceptar recorrer la trayectoria del manantial a la fuente. Este es el verdadero uso de la razón, y entonces puedo decir que «yo soy Tú que me haces» con plena conciencia humana. «Esta es la oración: la conciencia de uno mismo en profundidad hasta el punto de encontrarse con Otro» (Ibi), por ello es el único gesto humano en el que se realiza plenamente la estatura del hombre. ¿Cuántas veces rezamos así? A menudo tan sólo decimos palabras sin entrar en relación con este Tú que me hace ahora.
Del reconocimiento de este Tú que me hace ahora depende todo el equilibrio de la vida, y lo podéis comprobar en vuestra experiencia. Don Giussani nos da todos los indicadores para saber si hacemos la misma experiencia que él: si podemos entrar – dice él – como «un niño cuando está entre los brazos de su padre y de su madre […] en cualquier situación existencial con una tranquilidad profunda, con posibilidad de alegría» (Ibi). Imaginaos un niño, si entra en una habitación oscura, le da miedo y escapa; si su madre le toma de la mano, el niño entra en cualquier sitio. ¿Qué clase de compañía nos puede permitir entrar en cualquier circunstancia con esta tranquilidad profunda y con esta posibilidad de alegría? Entonces, sólo el reconocimiento de este Tú que está en el origen de mi yo, porque decir: «Yo existo» quiere decir: «yo soy hecho».
3. «VIVIR SIEMPRE INTENSAMENTE LA REALIDAD»
Para concluir: «¿Cuál es la fórmula del itinerario al significado último de la realidad? Vivir la realidad». Como hemos dicho, «La única condición […] es vivir intensamente la realidad» (Ibi). Pero, ¿qué quiere decir vivir intensamente la realidad? No significa multiplicar las actividades o esmerarse, pero quedándonos en lo aparente; muchos jóvenes creen vivir más intensamente la realidad porque se agitan y corren de acá para allá, pero vuelven a su casa vacíos. ¿Qué quiere decir vivir intensamente la realidad? ¿Qué quiere decir tener una relación verdadera con los amigos o con la persona a la que quieres sin volver a tu casa vacío? ¿Cómo sabemos, dice don Giussani, si vivimos intensamente la realidad? Si no nos ahogamos. Dice: «El positivismo [quedarse en la apariencia] que domina la mentalidad del hombre moderno excluye la solicitación para buscar el significado que nos viene de la relación originaria con las cosas» (Ibi). Nosotros nos quedamos muchas veces en lo aparente, que nos ahoga. Tenemos una señal: nos ahogamos porque somos positivistas, nos quedamos en lo aparente.
¡Qué clase de compañía tenemos que hacernos para aprender a vivir la realidad de un modo verdadero, que no nos ahogue! Es esta la promesa de esta apertura de curso. La promesa que don Giussani nos ofrece y nos ha testimoniado siempre: si vivimos la realidad en su verdad, podemos respirar en cualquier circunstancia. De lo contrario, utilizando una imagen del Papa en su viaje a Alemania, vivimos la realidad como si fuera un búnker sin ventanas (uno se ahoga sólo de pensarlo). ¿Qué tenemos que aprender? Tenemos que aprender a abrir todas las ventanas para ver la realidad hasta su origen, para reconocer la relación con el Tú que nos hace respirar en cualquier momento o circunstancia.
Es la aventura más fascinante de la vida. Todo lo demás, amigos, es agitación inútil; podemos agitarnos haciendo muchas cosas, pero si no descubrimos el único Tú que nos hace respirar, si no llega a ser familiar la relación con este Tú que nos hace respirar en cualquier circunstancia, podrán cambiar las circunstancias pero seguiremos ahogándonos.
Esta es la promesa, y este es el camino; la educación de la que hablaba la primera carta que he leído, lo que impide que nuestro estado de ánimo fluctúe constantemente; de lo contrario, al igual que todos vuestros compañeros, cualquier circunstancia os arrastrará hasta agotaros y volveros escépticos. Sólo el que acepta este camino y lo verifica en primera persona llegará a descubrir la verdad, sabrá qué significa gozar la vida verdaderamente, sabrá qué significa vivir todo con intensidad. Para esto hace falta vuestra disponibilidad, vuestra libertad y vuestra decisión.