La palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia
Sínodo de los obispos 2008Beatísimo Padre,
Venerables Padres,
Hermanos y hermanas:
El Documento de trabajo y la relación general han puesto en evidencia que la interpretación de la Biblia es una de las preocupaciones más sentidas hoy en la Iglesia (Instrumentum Laboris 19-31). El corazón del desafío que plantea la interpretación moderna de la Sagrada Escritura ya lo identificó hace años el entonces cardenal Ratzinger: “¿Cómo puedo alcanzar una comprensión que no esté fundada sobre el arbitrio de mis presupuestos, una comprensión que me permita entender verdaderamente el mensaje del texto, dándome algo que no venga de mí mismo?” («L’interpretazione biblica in conflitto. Problemi del fondamento ed orientamento dell’esegesi contemporánea», en AA.VV., L’Esegesi cristiana oggi, Casale Monteferrato 1991, pp. 93-125).
Con respecto a esta dificultad, el Magisterio reciente de la Iglesia nos ofrece algunos elementos para evitar cualquier reducción posible.
Ha sido mérito del Vaticano II haber recuperado un concepto de revelación como acontecimiento de Dios en la historia. En efecto, la Dei Verbum permite comprender la revelación como el acontecimiento de la autocomunicación de la Trinidad en el Hijo, "mediador y plenitud de toda la revelación", en quien resplandece la "verdad profunda de Dios y la salvación del hombre" (DV 2), mediante el Espíritu Santo en la historia humana. Es Jesucristo quien "con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación" (DV 4).
Con razón, la encíclica Deus caritas est reafirma que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (DCE 1; cf. FR 7).
Este acontecimiento no pertenece solamente al pasado, a un momento del tiempo y el espacio, sino que permanece presente en la historia, transmitiéndose a través de toda la vida de la Iglesia que lo acoge. De hecho, “la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia” (VS 25; cf. FR 11). Como los Apóstoles transmitieron "lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones" (cf. DV 7), así "la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree" (DV 8). Precisamente por este carácter de evento propio de la revelación y de su transmisión, la Constitución conciliar subraya que, aunque "expresada de un modo especial en los libros sagrados" (cf. DV 8), el acontecimiento de la revelación no coincide con la Sagrada Escritura. La palabra de la Biblia testimonia la revelación; pero no la contiene de tal modo que pueda agotarla en sí misma. Por eso, "la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas" (DV 9).
Si la revelación tiene el carácter de un evento histórico, cuando entra en contacto con el hombre no puede menos de afectarle, provocando su razón y su libertad. Así lo ponen de manifiesto, en su sencillez, los relatos evangélicos, que testimonian el asombro que suscitaba la persona de Jesús en quién lo encontraba (cf. Mc 1,27; 2,12; Lc 5,9). La presencia de Jesús dilata los ojos para poder ver y reconocer lo que tenemos delante (cf. Lc 24, Emaús). Es lo que reconoce la encíclica Fides et Ratio cuando insiste en que "esta verdad (de la revelación), ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo". (FR 13).
La encíclica, pues, caracteriza el impacto que la verdad revelada provoca en el hombre que la encuentra como un doble impulso: a) dilata la razón para adecuarla al objeto; b) facilita su acogida en el sentido profundo. Lejos de mortificar la razón y la libertad del hombre, la revelación permite desarrollar al máximo la naturaleza de ambas.
La relación con esta tradición viva en el cuerpo de la Iglesia permite a cada hombre hacer la experiencia originaria de aquellos que encontraron a Jesús y, asombrados por su excepcionalidad única, iniciaron un camino que les permitió alcanzar la certeza sobre su pretensión absoluta, es decir, divina. Quien ha recorrido este camino, no ha aceptado de modo ingenuo la tradición encontrada; antes bien, la ha sometido a verificación haciendo así posible a su razón percibir su verdad.
Esta experiencia del encuentro con Cristo presente en la tradición viva de la Iglesia es un acontecimiento y, por ello, el factor determinante de la interpretación del texto bíblico. Es el único modo de entrar en sintonía con la experiencia que testimonia el texto de la Escritura. "El justo conocimiento del texto bíblico no es accesible sino a quien tiene una afinidad vivida con aquello de lo cual habla el texto" (PCB 70). He podido documentar este criterio hermenéutico en un episodio sencillo pero significativo, que sucedió hace años en Madrid. Una joven que no había tenido ningún contacto con el cristianismo, al encontrar una comunidad cristiana viva comenzó a frecuentarla y a participar en la Santa Misa. Después de escuchar el Evangelio las primeras veces comentó: «¡A ellos les sucedió lo mismo que a nosotros!». Era el presente eclesial que abría al sentido del relato evangélico.
En síntesis, "la capacidad de creer (de los apóstoles) era totalmente sostenida y operada por la persona reveladora de Jesús", según la hermosa expresión de H.U. von Balthasar, y les consentía captar el misterio de su persona y adherirse a él. Análogamente, hoy la razón necesita del Acontecimiento presente en la tradición de los testigos vivientes para abrirse al Misterio de Cristo, que nos sale al encuentro. Pero sólo podremos reconocer en estos testigos los rasgos inconfundibles de Jesucristo si tenemos familiaridad con el testimonio único, canónico, de Sus rasgos absolutamente originales, que ofrece la Sagrada Escritura. San Agustín lo resumía icásticamente: “In manibus nostris sunt codices, in oculis nostris facta”.