La fascinación incontestable del cristianismo. Cristo, mendigo del corazón del hombre

Editorial
Julián Carrón

Publicamos el texto de la intervención de Julián Carrón ante el Papa Benedicto XVI en el encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Carrón comentó el Cántico del rezo de las Vísperas durante la Vigilia de Pentecostés. Plaza de San Pedro, 3 de junio de 2006

«El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo». Con estas palabras hace ocho años, culminó don Giussani su intervención precisamente aquí, en la Plaza de San Pedro, arrodillado ante Juan Pablo II. Hoy volvemos como mendigos, todavía más deseosos de Cristo, llenos de asombro al ver cómo Cristo ha seguido mendigando nuestro corazón.

1. «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos!» (Ap 15, 3).
Tras haber visto Su victoria, también nosotros podemos decir como los mártires del Apocalipsis: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente». ¿Cuáles son estas obras que nos hacen cantar? La resurrección de Cristo que, por obra del Espíritu Santo, nos ha aferrado en el Bautismo y nos ha hecho “suyos”.
Por la victoria de Cristo exultamos de gozo y gratitud al ver cómo, aferrando toda nuestra humanidad, Él la lleva a una plenitud sin igual, instándonos a no vivir ya para nosotros mismos, sino para aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2Co 5, 14-15). En la carne, en los acontecimientos de la vida, es donde se nos concede la gracia de vivir esta novedad: «Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2, 20). El asombro por el amor que Cristo tiene por cada uno de nosotros domina nuestra vida, porque «vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). De este modo hemos experimentado «el poder de su resurrección» (Flp 3, 10).
Esta es la derrota de la nada que se cierne siempre sobre el hombre, y que tantas veces le hace dudar que exista una respuesta que corresponda a las exigencias de verdad, belleza, justicia y felicidad de su corazón, porque nada es capaz de fascinarlo totalmente durante mucho tiempo. En efecto, «sin la resurrección de Cristo, sólo existe una alternativa: la nada». En Cristo resucitado, en cambio, vemos la victoria del Ser sobre la nada, y con ello se aviva en nosotros la única esperanza que no falla (Rm 5, 5).
Gracias al encuentro con el carisma de don Giussani, en el gran cauce de la Iglesia, Cristo ha llegado a ser cada vez más familiar, más que nuestro padre y nuestra madre, hasta suscitar en nosotros la pregunta: «¿Quién eres tú, oh Cristo?», conforme al mismo método que llevó a los discípulos de la experiencia del encuentro con la humanidad de Cristo a la gran pregunta sobre su divinidad. Es así como nosotros, los bautizados, nos hemos revestido de Cristo (cf. Ga 3, 27). Esta es la fascinación incontestable del cristianismo: nos hace participes de un acontecimiento que aferra todo nuestro yo y nos rescata cada vez que flaqueamos, al igual que los discípulos de Emaús, que decían conmovidos: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). Así, a la luz de los dones del Espíritu, toda la realidad y la vida entera atestiguan que la fe en Cristo, destino y salvación del mundo, es razonable.

2. «¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque sólo tú eres santo» (Ap 15, 4).
Su amor, que resplandece en sus obras, se impone de tal manera que hace fácil reconocer al Señor. Como lo fue para el pueblo de Israel que, ante el brazo poderoso de Dios, «temió al Señor y creyó en él» (cf. Es 14, 31). Basta que nuestra libertad ceda ante Cristo y –como Su Santidad nos recordó admirablemente en su encíclica– se deje implicar en la «dinámica de su entrega» por nosotros (Deus caritas est, n. 13). En la persona de Jesucristo esta entrega alcanza un «realismo inaudito» (n. 12): el Dios encarnado adquiere un atractivo tan victorioso que «nos atrae a todos hacia sí» (n. 14). El hombre que se encuentra con él, le halla tan correspondiente a la espera de su corazón que, ante el manifestarse de la belleza de su santidad, no duda en exclamar: «Señor, ¿adónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Pero muchas veces, como el mismo Pedro, advertimos también todo el drama de la libertad humana que, en lugar de abrirse confiada al reconocimiento, asombrado y agradecido, del Señor presente, puede cerrarse en una pretensión orgullosa de autonomía o en el escepticismo, tal vez llegando a la desesperación ante la propia impotencia y ante la fuerza del mal. Sin embargo, como Su Santidad nos recordó también en la encíclica, la santidad de Dios se muestra en el amor apasionado por su pueblo, por cada hombre, amor que a la vez perdona (cf. Deus caritas est, n. 10). Toda la fragilidad del hombre y su traición, todas las negras posibilidades de la historia se ven atravesadas por la pregunta dirigida a Pedro aquel amanecer en la orilla del lago: «¿Me amas?» (Jn 21, 17). Con esta pregunta, sencilla y definitiva, la santidad única de Dios revela su inconcebible y misteriosa profundidad en la humanidad de Cristo: Dios es misericordia. En ella el hombre, cada hombre, es creado de nuevo en la verdad de su dependencia original, y la libertad florece como adhesión humilde y dichosa, cargada de petición: «Sí, Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). En este libre “sí” de la criatura, dentro de las circunstancias de la vida, se refleja y obra la gloria de Dios: «Gloria Dei vivens homo» (San Ireneo, Adversus Haereses, IV, 20, 7)). La gloria de Dios es el hombre que vive.

3. «Porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento, porque tus juicios se hicieron manifiestos» (Ap 15, 4).
El juicio del Apocalipsis nos desvela la verdad del último día, cuando todos vendrán y se postrarán reconociendo que Jesús es el Señor, y Cristo será definitivamente «todo en todos» (Co 3, 11). Este juicio luminoso no se contradice con un mundo que parece alejarse de Dios. Pero la dramática situación en la que vivimos vuelve más urgente la pregunta apremiante de Cristo: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8).
Al responder a esta pregunta cobramos conciencia del calado de este encuentro. Y al reunirnos hoy alrededor de Pedro nos afianzamos en la certeza de que la plenitud final vive ya en la pertenencia a la Iglesia, al «pequeño rebaño», prenda y anticipo de la manifestación definitiva. Y a la vez nos apremia la tarea a la que estamos llamados. Como en el primer Pentecostés, también nosotros hemos sido elegidos, llamados a convertirnos en testigos de la belleza de Cristo ante todas las naciones. ¡Qué sencillez de corazón hace falta para dejarse plasmar por Cristo, de manera que toda la vida cotidiana resplandezca de novedad, desde el trabajo a la familia, las relaciones y las iniciativas! Lo único que podrá suscitar en los que vayamos encontrando el deseo de venir a postrarse ante el Señor es que vean realizada en nosotros la promesa de Cristo de que quien le siga recibirá el ciento por uno aquí en la tierra (Mc 10, 29-30).