La experiencia
Palabra entre nosotrosEn 1963, el entonces cardenal G.B. Montini, futuro Pablo VI, escribió una carta a don Giussani en la que expresaba, entre otras cosas, algunos interrogantes sobre el primado concedido a la experiencia en Gioventù Studentesca (cfr. M. Camisasca, Comunione e Liberazione. Le origini. San Paolo, 2001, p. 256ss.). Don Giussani respondió poco después con un cuadernillo titulado precisamente La experiencia, que se publicó en noviembre de 1963 con el imprimátur de monseñor Carlo Figini, el severo censor eclesiástico ambrosiano, y del Vicario General de la Curia de Milán, monseñor Schiavini. Apenas un año más tarde, en agosto de 1964, Pablo VI escribirá en la encíclica Ecclesiam suam: «El misterio de la Iglesia no es simplemente objeto de conocimiento teológico, debe ser un hecho vivido, en el que aún antes que una clara noción el alma fiel puede tener casi connaturalizada la experiencia» (n.39).
En los inicios de la historia del movimiento, la concreción del método que sostiene toda la propuesta de vida que es Comunión y Liberación. Un precioso instrumento para vivir con mayor conciencia el presente, muy amenazado por el peligro siempre recurrente de reducir la experiencia a sentimentalismo o moralismo, especialmente en un tiempo en el que todo parece terminar en la nada a causa de la inseguridad general. Todo lo contrario de la certeza que nace del encuentro con Cristo.
Por esto proponemos el texto de aquel cuadernillo sobre La experiencia (que se convirtió después en un capítulo del libro Educar es un riesgo).
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La experiencia como desarrollo de la persona
La persona no existía antes: por eso lo que la constituye es algo dado, un producto de otro. Esta situación original se repite a cada nivel del desarrollo de la persona. Lo que provoca mi crecimiento no coincide conmigo, es algo distinto de mí.
Concretamente, la experiencia es vivir lo que me hace crecer.
La experiencia produce por consiguiente el crecimiento de la persona dando valor a una relación objetiva.
La «experiencia» conlleva, por tanto, el hecho de darse cuenta del crecimiento. Y esto en los dos aspectos fundamentales, la capacidad de entender y la capacidad de amar.
a) La persona es ante todo conocimiento. Por eso, lo que caracteriza a la experiencia no es tanto el hacer, el establecer relaciones con la realidad como un hecho mecánico: éste es el error implícito en la frase tan usada de «tener experiencias», en la que «experiencia» se convierte en sinónimo de «probar».
Lo que caracteriza a la experiencia es el entender una cosa, el descubrir su sentido. La experiencia implica, por tanto, la inteligencia del sentido de las cosas. Y el sentido de una cosa se descubre en su conexión con el resto; por eso, la experiencia significa descubrir de qué le sirve una determinada cosa al mundo.
b) Pero el sentido de una cosa no lo creamos nosotros; la conexión que la une a todas las demás cosas es objetiva. La verdadera experiencia, por lo tanto, es decir sí a una situación que lo reclama, es hacer nuestro lo que se nos dice. Es, pues, hacer nuestras las cosas, pero de tal manera que caminemos dentro de su significado objetivo, que es la Palabra de Otro.
La experiencia verdadera mueve e incrementa nuestra capacidad de adhesión, nuestra capacidad de amar.
La experiencia verdadera sumerge en el ritmo de lo real y nos hace tender irresistiblemente a unificar hasta el último aspecto de las cosas, es decir, hasta el significado verdadero y definitivo de las cosas.
La naturaleza como lugar de la experiencia
Se llama «naturaleza» al lugar de las relaciones objetivas que desarrollan a la persona; es decir, la «naturaleza» es el lugar de la experiencia.
Característica de la naturaleza es que constituye una trama orgánica y jerárquica capaz de suscitar la exigencia de unidad inmanente a toda persona.
La exigencia esencial encuentra correspondencia en la afirmación de Dios; Dios es exactamente el significado unitario que la naturaleza, con su organicidad objetiva, reclama en la conciencia humana.
El error en la experiencia humana
Pero la exigencia de unidad - alma de la vida consciente de la persona - tiene que luchar contra las fuerzas de división que también están presentes en el hombre; fuerzas que le inclinan a no considerar la conexión objetiva y a romper la organicidad de la trama natural, aislando sus aspectos particulares.
Por la misma exigencia de unidad que posee el hombre, al aislar una relación particular se tiende inevitablemente a absolutizarla.
Todo esto bloquea el dinamismo de la relación evolutiva de la persona, produciendo una sucesión de parcialidades desarticuladas, con afirmaciones anormales de uno u otro aspecto en cada momento.
De aquí la cantidad de acepciones inadecuadas, aunque frecuentes, de la palabra experiencia: por experiencia se entiende la reacción inmediata a determinadas propuestas, la multiplicación de vínculos por mera proliferación de iniciativas, la fascinación repentina o el disgusto por las cosas nuevas, la afirmación de una elaboración o de un esquema propios, un recuerdo del pasado que no revive como valor del presente, o hasta un acontecimiento que se cita con el fin de bloquear una aspiración o amortiguar un ideal.
El misterio de Dios revelado en la experiencia humana
La intervención de los profetas y de Cristo en la historia ha tenido la función de recordar con absoluta claridad que Dios es la última implicación de la experiencia humana y, por tanto, que la religiosidad es una dimensión inevitable de toda experiencia auténtica y completa.
Pero la excepcionalidad de Cristo no consiste tanto en el hecho de que constituya un reclamo de esa implicación, cuanto en el hecho de que su advenimiento constituye la presencia física del significado último de la historia.
No hay plena experiencia humana si no lleva consigo una valoración - consciente o no - de la relación con este hecho que es el hombre-Cristo.
La relación objetiva que hace crecer a la persona humana no tiene ya lugar solamente en la naturaleza, sino también en lo «sobre-natural»: la historia de este lugar es la Iglesia («Cuerpo místico de Cristo»).
La experiencia cristiana
La experiencia cristiana y eclesial surge en la unidad del acto vital que resulta de tres factores diferentes:
a) El encuentro on un hecho objetivo, originalmente independiente de la persona que tiene la experiencia; hecho cuya realidad existencial consiste en una comunidad sensiblemente conocible, tal como ocurre con cualquier realidad integralmente humana; comunidad en la cual la voz humana de la autoridad, manifestada en sus juicios y directrices, constituye el criterio y la forma.
No existe ninguna versión de la experiencia cristiana, por muy interior que sea, que no implique, al menos en última instancia, este encuentro con la comunidad y esta referencia a la autoridad.
b) El poder de percibir adecuadamente el significado de ese encuentro. El valor del hecho con el que nos topamos trasciende la fuerza de penetración de la conciencia humana, y requiere por consiguiente un gesto de Dios para su comprensión adecuada. De hecho, el mismo gesto con el que Dios se hace presente al hombre en el acontecimiento cristiano exalta también la capacidad cognoscitiva de la conciencia, adecuando la agudeza de la mirada humana a la realidad excepcional que la provoca. Es lo que se llama gracia de la fe.
c) La conciencia de la correspondencia entre el significado del Hecho con el que nos topamos y el significado de nuestra existencia - entre la realidad cristiana y eclesial y la propia persona -, entre el Encuentro y nuestro destino.
Es la conciencia de esta correspondencia lo que verifica ese crecimiento de uno mismo que es esencial al fenómeno de la experiencia.
También en la experiencia cristiana, es más, de modo máximo en ella, aparece claro cómo en toda auténtica experiencia está comprometida la autoconciencia y la capacidad crítica del hombre y cómo una experiencia auténtica está bien lejos de identificarse con una impresión que se ha tenido o de reducirse a una repercusión sentimental.
En la experiencia cristiana, el misterio de la iniciativa divina valora esencialmente la razón del hombre cuando lleva a cabo esta «verificación».
Y en esta «verificación» es donde se demuestra la libertad humana; porque registrar y reconocer la correspondencia exaltante que hay entre el misterio presente y el propio dinamismo del hombre es algo que no puede producirse más que en la medida en que esté presente y viva esa aceptación de nuestra dependencia fundamental, del esencial «estar siendo hechos», en la que consisten la sencillez, la «pureza de corazón» y la «pobreza de espíritu».
Todo el drama de la libertad reside en esta «pobreza de espíritu»; y es un drama tan profundo que puede pasar inadvertido.