La esperanza en un abrazo
Estimado director, pensando en la próxima visita del papa Francisco a Milán, he recordado una página a la que tengo mucho afecto y que los lectores del Corriere conocerán bien. Creo que describe acertadamente el sentimiento de muchas personas en estas semanas: una espera llena de curiosidad.
«En la claridad que poco a poco iba creciendo se distinguían, por el camino del fondo del valle, personas que pasaban, otras que salían de las casas, y se encaminaban todos al mismo sitio, hacia la salida, a la derecha del castillo, todos vestidos de fiesta, y con una ligereza extraordinaria. –¿Qué diablos les pasa a esos? (…) El señor quedó apoyado en la ventana, y muy atento al vivaz espectáculo. Eran hombres, mujeres, chiquillos, en grupos, en parejas, solos; uno, alcanzando al que iba delante, se emparejaba con él; otro, saliendo de casa, se unía al primero que encontraba; e iban juntos, como amigos a un viaje convenido. Los gestos indicaban manifiestamente una prisa y un júbilo comunes (…) Miraba, miraba; y en su corazón crecía algo más que curiosidad por saber qué era lo que podía comunicar un fervor igual a tanta gente distinta. Poco después, el bravo vino a informar de que el día antes había llegado el cardenal Federico Borromeo, arzobispo de Milán (…) El señor, al quedarse solo, siguió mirando el valle, aún más pensativo. –¡Por un hombre! ¡Todos presurosos, todos alegres por ver a un hombre!
Y sin embargo, cada uno de estos tendrá su diablo que lo atormente. Pero nadie, nadie tendrá uno como el mío; ¡nadie habrá pasado una noche como la mía! ¿Qué tiene ese hombre para alegrar a tanta gente? ¡Oh!, si tuviera para mí las palabras que pueden consolar!, ¡si...! ¿Por qué no voy también yo? ¿Por qué no?... Iré, iré» (A. Manzoni, Los novios).
También nosotros somos presa de nuestros tormentos. Pero justamente la conciencia de nuestra necesidad infinita puede hacernos estar atentos al más pequeño signo que anuncie una posible respuesta. También nosotros, al igual que el Innominado, podemos asombrarnos de que un hombre, un solo hombre, sea la clave de bóveda de la solución de nuestros tormentos.
La llegada del Papa a Milán es para mí la posibilidad de que vuelva a suceder esto nuevamente. Y con el Innominado, me digo a mí mismo: «¡Iré, iré!» a encontrarme con aquel que tiene palabras «que pueden consolar», es decir, que pueden despertar la esperanza.
Deseo que todos los que vayan a ver al Papa puedan revivir la experiencia del encuentro impresionante que describe Manzoni: «Apenas introducido el Innominado, Federico fue a su encuentro, con un rostro solícito y sereno, y con los brazos abiertos, como ante una persona deseada (…) El Innominado (…) alzando los ojos al rostro de aquel hombre, se sentía cada vez más penetrado por un sentimiento de veneración imperioso y dulce a la vez (…). Federico (…) extendió la mano para coger la mano del Innominado. “¡No!”, gritó este, “¡no!, apartaos, apartaos de mí: no ensuciéis esa mano inocente y benéfica. No sabéis todo lo que ha hecho esta que queréis estrechar”. “Dejadme –dijo Federico, cogiéndosela con amorosa violencia–, dejadme que estreche esa mano que reparará tantas injusticias, que derramará tantos beneficios, que se tenderá desarmada, pacífica, humilde a tantos enemigos”. (…) El Innominado, desprendiéndose de aquel abrazo, se cubrió de nuevo los ojos con una mano y, alzando al mismo tiempo la cara, exclamó:
“¡Dios es verdaderamente grande! ¡Dios es verdaderamente bueno! Ahora me conozco, comprendo quién soy; mis iniquidades están ante mí, tengo asco de mí mismo; ¡y sin embargo...!, ¡y sin embargo siento un alivio, un gozo, sí, un gozo, como no lo he sentido jamás en toda mi horrible vida!”» (A. Manzoni, Los novios).
¿Quién no desearía recibir este abrazo del papa Francisco? Ese abrazo que hemos visto repetirse durante todo el Año de la Misericordia y que dentro de poco llegará físicamente también a nuestra diócesis ambrosiana, como ha subrayado el cardenal Scola: «Encontrarse con el Papa en persona, aunque sea dentro de una multitud, recibir este don (…) es una experiencia que marca la vida» (11 de febrero de 2017). Deseo que el asombro por la caridad del Papa hacia cada uno de nosotros nos empuje a desear ser como él, experimentando el alcance personal y público de la misericordia que hace de nosotros –cada uno allí donde está– manos que reparan las injusticias, que derraman beneficios, que se tienden desarmadas, pacíficas y humildes, que abrazan incluso a los enemigos.
Decía don Giussani, hijo de esta diócesis: «Cada uno de nosotros, alcanzado por la gran Presencia, está llamado a ser reconstructor de casas derruidas (...). Cada uno de nosotros es, cada día –únicamente por adherirse con sinceridad–, la bondad de Jesús, su voluntad de bien para con el hombre que vive en estos tiempos tristes y oscuros», de modo que «nace el espectáculo de núcleos de un pueblo, de una sociedad distinta, definida por un clima distinto (...) en el que se hace posible una estima recíproca» (L’Osservatore Romano, 10-11 febrero 1997). Y todos sabemos cuánto necesitamos ser alcanzados por una mirada llena de estima para poder afrontar sin miedo el incesante y cotidiano desafío de la vida.
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