La cruz que nos hace caer de rodillas
El testimonio durante el encuentro del Papa con los Movimientos eclesialesQueridos amigos, vivimos en un tiempo de mentira. En el pasado, el hombre luchaba por la perfección, a pesar de que sabía que no la podía alcanzar en este mundo. Guiado por una fe segura en un Creador amoroso, del que era dependiente, el hombre tendía hacia las estrellas, sin tener la ilusión de que alcanzaría tocarlas, comprendiendo que el hecho mismo de tender hacia ellas le permitía ser plenamente él mismo. Hoy el hombre lucha por la omnipotencia, creyendo que la puede alcanzar. Por eso el hombre se siente oprimido por la soledad, porque hace depender todo sólo de su propio esfuerzo personal.
Todos experimentamos la desilusión que nace de ahí. Invade nuestras mentes y cambia nuestro modo de pensar y de sentir. Y tal vez llegamos a pensar – a pesar de nosotros mismos – que no deberíamos necesitar a Dios. Quiero subrayar esto: no que “no tengamos necesidad de Dios”, sino que “no deberíamos necesitarle”.
El hombre ha creado su propio mundo cerrado dentro de ese otro, misterioso, que nos ha donado Aquel que hace todas las cosas. Y este mundo hecho por la mano del hombre tiene características extrañas, a menudo contradictorias. Nos hace sentir más seguros, aunque menos confiados; más inteligentes, aunque más cercanos a la desesperación. Nos infunde un sentido de omnipotencia, aunque nunca nos hemos sentido más impotentes. Esta es la historia de mi vida, que ha transcurrido durante mucho tiempo dentro de esa falsa realidad que el hombre ha construido para sentirse seguro.
De pequeño, caminaba con Cristo por las calles de mi barrio. Caminando, hablábamos de todo lo que existía y de todo lo que entonces parecía posible. Paradójicamente, no tenía necesidad de “creer”. Yo conocía a Cristo, y no es necesario “creer” en las cosas que conoces. Él estaba siempre conmigo – compañero, hermano, padre, protector…
En mi adolescencia, descubrí la realidad creada por el hombre moderno y su peculiar versión de la libertad, tan diferente de la libertad que había experimentado de niño. En cualquier caso, intuí que esta nueva libertad parecía excluir la posibilidad de que siguiera caminando con Cristo. Tenía que tomar una decisión. Aunque no fuera lo que yo deseaba, percibí que para seguir adelante en el mundo moderno debía separarme de Él. Y así lo hice – con tristeza, con vergüenza, y también con muchas excusas y justificaciones.
Así emprendí este gran viaje para ser libre. Durante un cierto periodo, me parecía evidente que había tomado la decisión adecuada. Me sentía libre. Pero poco a poco me di cuenta de que estas nuevas libertades no me satisfacían. En ciertos casos percibía que eran causa de gran sufrimiento. Y en un caso particular – mi experiencia con el alcohol – estas supuestas libertades me doblegaron. Me hicieron caer de rodillas en todos los sentidos, afortunadamente.
Tal vez fuera necesario pasar por una experiencia “extrema” de libertad para caer en la cuenta del error que había cometido. Mediante la intercesión de algunos compañeros de infortunio, que como yo huían de esa malentendida libertad – y ya habían descubierto algo de la verdadera naturaleza de la libertad – fui devuelto a la conciencia de ser criatura. Estos nuevos amigos me enseñaron que yo dependía de algo infinitamente más grande que todo lo que pudiera encontrar en el mundo creado por el hombre. De estos amigos aprendí que yo tenía un deseo inconmensurable de esa Grandeza, del Infinito.
La naturaleza del hombre es una pregunta incesante. Tú y yo estamos hechos de deseo. No estamos hechos para contentarnos con una satisfacción tímida y flaca. Somos parte del Misterio que crea todas las cosas. Este es el motivo por el que Jesús vino entre nosotros: para mostrarnos todo lo que la vida humana puede llegar a ser.
Todo esto lo he aprendido de los amigos que conocí y que me ayudaron a llevar el peso de esta cruz tan actual, una cruz hecha de esclavitud y que da paso a la curación. Y también he aprendido que el deseo de la grandeza de Dios no es un bello concepto abstracto, sino el hecho constitutivo de mi estructura y de mi naturaleza. Volviendo al punto de partida, indagué sobre mí mismo y sobre mi lugar en el mundo, y descubrí que aquellos días de inocencia, cuando caminaba con Cristo por las calles de mi barrio, habían sido los momentos de mi vida en los que había estado más profundamente en armonía con mi naturaleza y mi estructura.
Fue un descubrimiento asombroso. En muchos sentidos, un escándalo. Pero también una liberación. Después de un doloroso viaje, podía volver a pronunciar la palabra “Jesucristo” como algo verdadero para mí. Podía volver a acercarme a aquella figura que pacientemente me estaba esperando, no por un deseo de reconciliación sentimental o por un remordimiento, sino por haber descubierto que el fundamento de la verdad de mí mismo estaba en su Persona, en la relación con Él.
En aquellos días aprendí que no estaba hecho para estar solo. O mejor, que no estaba hecho para pensar que estaba solo – porque pase lo que pase, Él está siempre con nosotros.
Os hablo de mi experiencia concreta. Me refiero a hechos, a cosas que han sucedido y siguen sucediendo; hablo por tanto de un proceso que se puede experimentar. Estos hechos son tan verdaderos en mi vida como el hecho de que hoy es sábado. Este mundo moderno creado por el hombre con sus aspiraciones, tiene muchos aspectos positivos. Dentro de él, estamos más seguros y cómodos de lo que podríamos estar en cualquier otra parte. Pero este mundo creado por el hombre nos oculta la naturaleza misteriosa de la realidad, incluida la realidad que permanece dentro de nosotros y que nos define. Esta realidad interior es plenamente accesible sólo a través del encuentro con esta Persona que llamamos Cristo. Conocer a Cristo no nos exige dar la espalda a la curiosidad, al progreso, a la ilustración, a la libertad. Al contrario, nos pide mirar más profundamente dentro de la realidad, para poder ver su verdadera naturaleza.
San Juan nos dice que, al anunciar el primer Pentecostés, Jesús dijo: «Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20). He llegado a ver estas palabras como una descripción literal de mi realidad. No soy sólo esta persona de nombre John. Yo soy también Otro – Aquel que me hace, y con el que tengo una relación que yo por mi parte descuido, para mi propio riesgo y peligro.
Conocer a Cristo es conocerme a mí mismo, entender cómo estoy hecho, y hacerme libre en la medida en que voy conociéndole – porque no podría llegar a ser libre de ninguna otra forma.
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