La cruz de Ratzinger
Estimado Director,
su editorial sobre el anuncio de Benedicto XVI describe la situación en la que todos nos encontrábamos la mañana del lunes: «Es una noticia universal, que da la vuelta al mundo y lo llena de asombro. (…) No se puede mirar para otro lado».
Por un instante el mundo se ha parado. Todos, dondequiera que estuviésemos, nos hemos detenido en silencio, mirándonos en los rostros igualmente asombrados de los que estaban junto a nosotros. En ese minuto de silencio estaba todo. Ninguna estrategia de comunicación habría podido provocar semejante impacto: nos hallábamos ante un hecho tan increíble como real, que se imponía con tal evidencia que nos arrastraba a todos, haciéndonos levantar la mirada de las cosas habituales.
¿Qué ha sido capaz de llenar el mundo entero de silencio, de forma repentina?
Ese minuto lleno de asombro ha eliminado de golpe todas las imágenes que nos hacemos habitualmente del cristianismo: un evento del pasado, una organización mundana, un conjunto de roles, una moral que dice lo que hay que hacer o lo que no hay que hacer. No, todo esto no consigue dar razón adecuada de lo que sucedió el 11 de febrero. La explicación hay que buscarla en otro sitio.
Ante el gesto del Papa, me he dicho: ¿se habrá preguntado alguien quién es Cristo para Joseph Ratzinger, si el vínculo con Él le ha llevado a realizar un gesto de libertad tan sorprendente que todos – creyentes y no creyentes – han reconocido como excepcional y profundamente humano? Evitar esta pregunta dejaría sin explicación lo sucedido y, lo que es peor, haría que nos perdiéramos su sentido más preciado. Porque lo que grita su gesto, de hecho, es lo real que es en la vida del Papa la persona de Cristo, lo contemporáneo que es para él, lo poderosamente presente que está, hasta el punto de generar un gesto de libertad con respecto a todos y a todo, una novedad inaudita, completamente imposible para el hombre. Lleno de asombro, me he visto entonces obligado a desplazar mi mirada a lo que lo hacía posible: ¿quién eres Tú, que fascinas a un hombre hasta hacerle tan libre que suscita en nosotros el deseo de esa misma libertad? «Cristo me atrae por entero, tal es su hermosura», exclamaba otro apasionado de Cristo, Jacopone da Todi: no he encontrado otra explicación.
Con su iniciativa, el Papa ha testimoniado a Cristo de tal manera que nos ha permitido ver de forma imponente todo Su atractivo, que, de algún modo, nos ha aferrado a todos: nos hallábamos ante un misterio que capturaba nuestra atención. Hay que reconocer que es raro encontrar un testimonio que obligue al mundo, al menos por un instante, a callar.
Aunque, inmediatamente después, la distracción nos llevara a otro sitio, precipitándonos – lo hemos visto en muchas reacciones – hasta los infiernos de las interpretaciones y de los cálculos de “política eclesiástica” e impidiéndonos ver qué nos había atraído realmente en lo que acababa de suceder, nadie podrá borrar ya de cada fibra de nuestro ser ese interminable instante de silencio.
La libertad del Papa no es lo único que grita la presencia de Cristo, también lo hace su capacidad de leer la realidad y de percibir los signos de los tiempos. Hablando de Zaqueo, el publicano que trepó a un sicomoro para ver pasar a Jesús, san Agustín dice: «Y el Señor miró a Zaqueo. Él fue mirado y entonces pudo ver. Si no hubiese sido mirado, no habría visto». El Papa nos ha mostrado que sólo la experiencia de Cristo presente permite “ver”, es decir, usar la razón con lucidez, hasta llegar a un juicio absolutamente pertinente sobre el momento histórico e imaginar un gesto como el que él ha realizado: «Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere». ¡Un realismo inaudito! Pero, ¿de dónde brota? «Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla» (Audiencia general del miércoles, 13 febrero 2013).
Considero el último acto de este pontificado como el gesto extremo de un padre que indica a todos, dentro y fuera de la Iglesia, dónde se puede encontrar esa certeza que nos haga verdaderamente libres de los miedos que nos atenazan. Y lo hace con un gesto simbólico, como los antiguos profetas de Israel que, para comunicar al pueblo que el retorno del exilio era seguro, hacían algo aparentemente absurdo: compraban un campo. Él está tan seguro de que Cristo no dejará de guiar y de cuidar a la Iglesia que, para gritarlo a todos, hace un gesto que a muchos les ha parecido absurdo: hacerse a un lado para permitir que Cristo proporcione a la Iglesia una nueva guía con las fuerzas necesarias para llevar a cabo la tarea.
Pero el valor de este gesto no se reduce sólo al ámbito de la Iglesia. Cuidando a la Iglesia, según Su designio misterioso, Cristo pone en el mundo un signo en el que todos pueden ver que no están solos con su impotencia. De este modo, «en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve», que producen con frecuencia confusión y desconcierto, el Papa ofrece a cada hombre una roca en donde anclar la esperanza que no teme las borrascas cotidianas, permitiéndole mirar al futuro con confianza.
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