Intervención en el Palacio de los Deportes de Ibirapuera

BRASIL
Julián Carrón

No tendría casi más nada que decir, después de lo que vimos en estos amigos que nos hablaron antes, pues, para nosotros, el cristianismo es esto que ustedes vieron con sus propios ojos: gente cambiada, con una intensidad de vida que ningunos de ellos habrían podido imaginar antes.

Éste es el cristianismo, no es algo para gente “piadosa”, para gente que no tiene más nada qué hacer en la vida; sino es exactamente para la gente que desea vivir más intensamente.

Sin embargo, para que el cristianismo pueda plantar este desafío en la vida es necesario que existan personas, gente que viva de esta forma: ¡testigos! Testigos de la intensidad de la vida que Cristo introdujo en la historia. Y cuando una persona ve esto, ella también tiene el deseo de ser parte de esta experiencia.

Cuando yo enseñaba en Madrid, decía a mis estudiantes que el cristianismo se comunica por “envidia”. Una persona ve a otra persona que vive con una intensidad, con una alegría y un gusto que también ella quisiera tener. Por eso estamos aquí: porque encontramos esto, yo encontré a un hombre que vivió así. Se llamaba Don Luigi Giussani, y él introducía en la vida una fiebre, una pasión, que hacía nacer en todas las cosas diarias una intensidad desconocida.

Transformaba las cosas cotidianas, tediosas, en una historia apasionada. Es por eso que yo quedé fascinado cuando lo encontré. Yo quedé impresionado por una intensidad de vida que el cristianismo proporcionaba y que yo no conocía antes. Desde entonces, Don Giussani comenzó a despertar en mí un afecto por mi humanidad, por mis deseos, por mis pasiones.

Él decía que el movimiento provocaba precisamente el afecto en la gente como consecuencia de esta valoración de los deseos más profundos que nos constituyen. Porque nadie toma en serio nuestros deseos más profundos. Desde que lo encontré, comencé a amar mis deseos, a amar mi humanidad, a amar mi pasión por la vida.

Mis deseos se constituían en el criterio para juzgar todo, para que nadie jugara conmigo, de modo que nadie me engañara, porque todos deseaban ofrecer una respuesta, pero ninguno de ellos estaba a la altura de mis deseos. Me lancé en la vida como una aventura para descubrir lo que correspondía a los deseos que se exaltaban en mi corazón.

Desde entonces, ya no tuve miedo de mis deseos, no tuve más miedo de mi humanidad y de la infinidad de mis deseos. Mi humanidad, en vez de ser un enemigo para alcanzar la felicidad, era mi aliada que me lanzaba siempre en la búsqueda de aquello que me hace feliz.

De esta manera, esta humanidad tomada en serio me hizo descubrir quién es Cristo, pues para descubrir a Cristo, para descubrir el valor de Cristo para la propia vida, es necesaria esa humanidad.

Las piedras no se maravillan, ni se conmueven con la belleza de las montañas. Quien es como las piedras, quien no tiene humanidad, quien no tiene deseos, quien no tiene pasión por la vida, éste no puede descubrir quién es Cristo.

Y tampoco se puede emocionar delante de de su novio o de la persona que ama, o delante de una puesta del sol: no gusta de nada. Nada le entusiasma, nada lo apasiona: la vida es un tedio insoportable.

Cristo se hace carne, se hace hombre, para despertar nuestra pasión por vivir, y sólo descubre el valor de Cristo quien tiene esta humanidad.

Es el hecho de Cristo el que nos hace nacer en nosotros esta humanidad, lo vemos hoy en gente como Cleuza y Marcos, como los amigos que nos hablaron antes. Muchas veces, amigos, oímos hablar de Cristo como algo religioso que creemos que ya conocemos, por lo cuál no nos interesa.

Cristo comienza a ser interesante cuando encontramos personas que viven mejor que nosotros y que nos despiertan el deseo de vivir como ellas. Por tanto, cuando una persona ama mínimamente a sí mismo, no puede dejar de desear ser feliz.

Tener esa persona delante de nuestros ojos es la confirmación de ese Cristo que resucitó y vive entre nosotros. Por eso, yo decía siempre a mis alumnos: “Les conviene encontrar a Cristo; si tu te apasionas, te conviene encontrar a Cristo; si tu quieres aprender el gusto de vivir, entonces, te conviene encontrar a Cristo. Porque Cristo entró en la vida para hacerla cien veces mejor, cien veces más interesante y más apasionante, porque nosotros no somos capaces de vivir a la altura de nuestros deseos”.

Cuando tenemos la simplicidad de dejarlo entrar, percibimos el cambio que Él produce en nosotros, esa experiencia de libertad, como vimos en Luana: “Todo nuevo, vivir mucho más”, ella decía. “Un gusto por todo, un gusto por el estudio”, dijo otra persona. “Un gusto y una pasión por la asociación que había decaído”.

Sin Cristo todo decae, sin embargo, con Cristo todo recupera su frescura y su novedad. Es por eso que entiendo perfectamente lo que dicen Cleuza y Marcos: que creció en ellos, como creció en mí, la pasión por Cristo. La pasión por Cristo crece proporcional a esa novedad de vida que Él comunica. Por eso, estoy contento de decirles estas cosas, pues así ustedes pueden participar de la alegría con que vivimos. Un gran cristiano, que fue San Pablo, decía: “No queremos ser dueños de vuestra fe, sino colaboradores de vuestra alegría”. Es esto lo que experimento con ustedes y ustedes conmigo: todos colaboramos a la alegría recíproca. Esto es ser amigos: tener como objetivo que el otro sea feliz, que el otro viva contento. Por lo tanto, espero que podamos continuar haciendo este camino juntos, para acompañarnos en esta alegría.