Hora de serenidad
Cuando ayer se confirmó que el Papa había anunciado formalmente su renuncia al ministerio petrino, me costó trabajo hacerme a la idea de que pronto nos quedaríamos sin Benedicto XVI. Es verdad que hace tres años respondió a una pregunta del periodista Peter Seewald que él no se iría nunca por huir de ninguna tempestad, pero que sí estaba dispuesto a renunciar, es más, que consideraba su deber hacerlo, si, con plena lucidez y serenidad, algún día se hubiera de ver incapaz de responder a las exigencias de su misión. Ese día ha llegado. Es la hora de la serenidad en que el Papa ha creído, en conciencia, que renunciar es el mejor servicio que en este momento puede prestar a la Santa Iglesia. Pero me cuesta hacerme a la idea, porque no estamos acostumbrados a la renuncia de un Papa. Pero, ante todo, porque me da mucha pena que sea precisamente el Papa Benedicto XVI el que se nos va.
Es mucho lo que le debo personalmente. Pero eso tiene menos importancia. Creo que es mucho lo que la Iglesia y la Humanidad entera le debe a este «humilde trabajador de la viña del Señor», como él se definió a sí mismo al presentarse al mundo recién elegido Papa. Le debemos muchas cosas, que habrá que recordar y agradecer como es debido en los próximos años. Ahora, escribiendo bajo la urgencia del momento, deseo fijarme en una sola.
Benedicto XVI pasará a la historia como el Papa teólogo. Pocos se han sentado en la cátedra de Pedro después de haber escrito una obra teológica tan monumental, tanto por su cantidad como por su calidad. Es fácil de ver para cualquiera que se asome a sus Obras completas, de las que se acaba de publicar el primer volumen en español. Pero Benedicto XVI es un Papa teólogo no sólo porque ha sido y es un maestro de la Teología, sino, ante todo, porque su teología es una teología cien por cien teológica, es decir, toda ella centrada en Dios, en su poder de Creador, en su amor de Redentor, en su virtud de Divinizador del hombre.
Parece obvio que la Teología ha de hablar de Dios, como Dios habla de sí en su revelación. Sin embargo, la crisis no sólo de la teología, sino de la vida cristiana y también de civilización que padecemos, hunde sus raíces en el olvido teórico y/o práctico del Dios vivo. Muchos se preguntan -dice Benedicto XVI en el primer volumen de su trilogía sobre Jesús de Nazaret-: Después de dos mil años de la venida de Jesucristo al mundo, éste sigue atormentado por el hambre, por la guerra, por las pobrezas, ¿qué es, pues, lo que Jesucristo nos ha traído realmente? El Papa responde con sencillez, desmontando la cortedad de miras del racionalismo inmanentista: Jesucristo nos ha traído a Dios. El problema es que nos parece poco. Nos parecen más importantes cosas supuestamente más realistas y prácticas.
Ahí ha detectado Benedicto XVI el desafío que la hora presente plantea a la Iglesia y al Papa: es necesario abrir la razón y el corazón de los hombres a lo más íntimo y, al mismo tiempo, a lo más grande y exterior a ellos mismos: al poder infinito del amor del Creador. Nada se debe anteponer a la urgencia de anunciar a Jesucristo. Todo lo demás es pequeña política, incluso en el interior de la Iglesia.
En esta hora de serenidad el Papa, con un inmenso gesto de libertad espiritual y de amor a la Iglesia y la Humanidad, renuncia a lo que algunos consideran un poder mundano más. Benedicto XVI pone así ante los ojos del mundo su talla humana y cristiana de gigante: la de un gran Papa que deja a la Iglesia en manos de su único Señor. Él sabe bien que Jesucristo no abandona nunca a su Iglesia; que los Papas pasan, que la Providencia gobierna siempre.
Juan Antonio Martínez Camino es Secretario General de la Conferencia Episcopal Española.