Ha muerto Giussani, el hombre de la obediencia
Yo daba clase en la Universidad Católica de Milán cuando (…) apareció, entre mofas y algún que otro empujón, sin simpatías recíprocas, una nueva sigla que respondía a Gioventù Studentesca (GS). (…) Teniendo en mi curso algunos chicos de GS, enseguida me informaron sobre “don Gius”, que no era tan sólo un consiliario, era mucho más, era un amigo cargado de autoridad, un cómplice de risas y deportes, alguien con quien solían bromear, en definitiva, una figura de sacerdote muy popular, generoso, cercano, que comprendía el presente y lo vivía como la aventura existencial de su fe. En los estudios universitarios era una gran ventaja tener alumnos de GS. En mis cursos puse en marcha algunas de las que entonces se consideraban innovaciones pedagógicas en el ámbito del estudio y de la investigación, pues los alumnos preparaban temas que se discutían en clase, luego se hacían exámenes en grupo, etc... Tener a un chico de GS de secretario del curso significaba dormir tranquilo. Eran de una habilidad y precisión solidísima a la hora de organizar, no te fallaban jamás. (…) Se mezclaban con todos y estaban abiertos a la aventura del pensamiento y de la investigación más arriesgada; esto era lo primero que les enseñaba Giussani. Recuerdo que pedían clases suplementarias (exageraban un poco, como el mismo don Giussani, que de todos los textos sagrados quizás prefería –imagino yo– el terrible dicho “¡Ay de los tibios!, los vomitaré de mi boca”); desde luego, eran cualquier cosa menos tibios. Y en las clases suplementarias proponían leer a Gramsci, a los escritores del neorrealismo, nada píos, de su cuerda o tranquilizadores. Giussani les empujaba a arriesgar, aunque con prudencia; esa prudencia es una virtud que Cristo ejercitó en grado sumo hasta terminar en la cruz desafiando a los poderosos; así era como Giussani hablaba de las virtudes. En fin, era un lector fascinante del presente, hoy diríamos “sin red”. (…) Resumiendo, Giussani ha sido un eminente hombre de fe, con una influencia quizá mayor de lo que pensaba (en él era frecuente remitir a lo imprevisto, a lo que sucede sin que uno se lo espere), con una fe intrépida y a la vez capaz, hasta cierto punto, de moderarse. Esto es lo que queda de él –creo– y no está de más recordarlo, más allá de las estampitas edificantes que le habrían dado repelús. El punto al que no se sustraía era la obediencia a la Iglesia: la gran diferencia entre él y don Milani o el padre Balducci era que para él la obediencia era una virtud.