Eucaristía: una Realidad presente, familiar
Página UnoApuntes de una meditación de Luigi Giussani en los Ejercicios espirituales de Gioventù Studentesca de Suiza. Friburgo, noviembre de 1967
1. El Misterio familiar
«Uno de ellos, al que Jesús tanto amaba, estaba a la mesa a su derecha. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: “Señor, ¿quién es?”. Le contestó Jesús: “Aquél a quien yo le dé este trozo de pan untado”. Y untando el pan se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás. Entonces Jesús le dijo: “Lo que tienes que hacer hazlo enseguida”. Ninguno de los comensales entendió a qué se refería. Como Judas guardaba la bolsa, algunos suponían que Jesús le encargaba comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres. Judas, después de tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche» (Jn 13, 23-30).
En esta brevísima escena se contiene todo el drama cristiano, que no es un drama social (si acaso, lo es sólo como reflejo). Desde hace dos mil años, este drama se establece en la relación entre Dios y cada persona, en la relación de Dios contigo. Porque el drama cristiano afecta a la persona singular, y lo demás deriva de aquí.
Quisiera fijar nuestra atención en esa escena, en ese instante en que uno de los doce, el que estaba junto a Jesús, apoyó la cabeza sobre el pecho de Cristo y le preguntó: «¿Quién es?».
Prescindamos por un momento de la verdad del cristianismo. Pensad únicamente qué quiere decir una escena así: Dios, el Creador, el Fundamento, el Misterio que hace todas las cosas, es un hombre sobre cuyo pecho apoya su cabeza otro hombre, más joven que los demás; tendría Juan unos veinte años; y allí, junto a Él, apoya su cabeza para preguntarle: «¿Quién es?». Y él se lo dice, le responde, tan íntima y familiar era su relación, tan fuera de lo común, tan predilecta. Para llegar al hombre Dios asume una realidad humana, física y visible. El hombre se halla ante Dios como ante una realidad humana: ya no es “el Dios escondido”, sino una realidad sobre la que se puede apoyar la cabeza, es una persona. Esta es la situación religiosa del hombre desde entonces, exactamente ésta. Dios entra hasta tal punto en nuestro modo de vivir, en nuestra existencia terrena, que la relación con Él se representa, objetivamente, en esa escena: no es un gesto excepcional, es la “norma”, es el momento paradigmático de lo que sucede desde entonces.
Ese “más” que todos deseamos; ese “más”, indefinido pero apremiante; ese “más” normalmente desconocido o, con frecuencia, inconsciente, que el hombre jamás consigue aferrar; lo «esencial» a que aludía Evtupenko sin lograr explicar qué era (cf. Evtupenko, «Dopo ogni lezione», cit. en L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid, 1998, p. 105); ese “más” deseado se convierte en esa escena en una realidad concreta, físicamente percibida y determinada, igual de clara y familiar que una persona que se sienta a nuestra mesa, vive bajo el mismo techo, almuerza y conversa con nosotros. Desde entonces, ese “más” se torna una evidencia, una necesidad sacrosanta; se hace patente incluso en nuestro modo de actuar: desde entonces, uno sabe cómo actuar, uno debe saber, desde entonces, cómo hacer. Lo que era desconocido e inaccesible se convierte desde entonces en algo real, en una norma precisa, en una norma que se comprende y se acata.
La caridad manifestada en la escena evangélica, ese amor al ser, se convierte en norma –amor a Dios, al cosmos, a Jesús, a los hombres; da lo mismo–, ese amor se convierte en un aguijón, en una posibilidad y en un deber para cualquiera, en el deber de cada acción, se convierte en la inspiración consciente y clara de todos nuestros actos.
¡El mayor delito, nuestro verdadero delito, es olvidar a Jesucristo! Os decía antes que para pensar en Dios, para imaginarlo según nuestra necesidad natural de identificarle en ideas o formas, nuestra imaginación debe fijarse en la escena citada. Porque esa es la posición normal en la que te encuentras. El delito es la inconsciencia con la que –normalmente– consigues apartarla de tu vida y tu existencia.
El Misterio, ese “más” que de otra forma permanecería en la vaguedad más absoluta, se hace una realidad física y sale a nuestro encuentro; por ello, el hombre inmediata y repentinamente toma conciencia, intuye vertiginosamente y comprende que lo que hubiera sido simplemente objeto del canto de los poetas o de algunos momentos de conmoción –en cualquier caso contenido de una inquietud indescifrable, infecunda, tan angustiosa como estéril– nos alcanza mediante el Sacramento.
En efecto, no hay diferencia entre la presencia del Misterio en esa escena –en el hecho de que Dios fuese aquel hombre, al que yo estoy tan apegado, del que soy tan amigo, que me quiere y me resulta tan familiar, este hombre que está comiendo conmigo–, y lo que Dios hace con el Sacramento, el gesto que la comunidad de la Iglesia, la comunidad cristiana, celebra. ¿Qué diferencia existe entre ambos gestos en cuanto a la presencia del Misterio? Ninguna. No es más misterioso el segundo, no es más misteriosa la Confesión o la Comunión que esa escena de Juan junto a Jesucristo. Ambas expresan el único Misterio.
Y el Misterio del Sacramento es exactamente como el Misterio que vivía Juan el evangelista, comparten el mismo “esquema”: Dios –invisible, incomprensible, inconmensurable, inabarcable– se hace sensible; no como “Dios” –Dios no puede hacerse sensible como “Dios”–, sino como una presencia, como una realidad con la que yo me topo, una realidad perfectamente humana. Jesús era un hombre que actuaba y que hablaba; del mismo modo, son hombres los que actúan y hablan en el misterio del Sacramento. En el Sacramento, el Misterio coincide con el gesto que realizan unos hombres; el mismo Jesucristo y los que le rodeaban eran hombres que llevaban a cabo determinados gestos y con ello contradecían la idea purísima de Dios, inconcebible e inimaginable para los fariseos. Del mismo modo, hoy puede parecerle absurda al racionalista la pretensión de que Dios reconstruya al hombre mediante los gestos que su poder lleva a cabo, gestos eficaces que hacen de mí un ser nuevo mil veces al día, capaces de obtener en mí una verdadera conversión. Porque yo, que podía ser como tú, no lo soy. A los cuarenta años, si sigues así, no verás lo que yo veo, no sentirás lo que yo siento. Mientras que lo que tú sientes, lo que tú ves, yo lo siento y lo veo, porque también yo he sido como tú. Solo que yo he caminado más que tú, por algo que ha llegado a mí, que ha entrado en mi vida y que no me he dado yo, que no es fruto de mí mismo: ha llegado a formar parte de mí participando en una realidad física.
La afirmación de que la Confesión transforma es puramente gratuita sólo para quien no se confiesa o para quien lo hace de manera tan inconsciente como lastimosa, como un simple gesto de piedad, ajeno a la sencillez de un Misterio tan admirable. Y es una afirmación puramente gratuita y abstracta decir que la Comunión convierte y crea un hombre nuevo, sociológicamente identificable, con una mentalidad distinta y una sensibilidad inconmensurable a la hora de sentir lo humano y su destino, para quien no comulga; basta con no acercarse a comulgar o hacerlo sin humanidad, o como un acto de piedad formal, y no como un mendigo que hunde sus raíces, sin pretensión alguna, en el Misterio de Dios, con la única certeza de que será rescatado y su Redención llegará como y cuando Dios quiera.
Aunque la Redención ya empieza, ya sucede en uno mismo, porque no se puede ser totalmente como antes tomando parte en estos gestos; no es posible.
Por tanto, el peligro supremo ante la Comunión es acercarse a este hecho sin respetarlo por lo que es; es reducirlo a algo que imaginamos en términos racionalistas o moralistas, mientras que es puro Misterio.
La actitud del evangelista Juan apoyando su cabeza en aquel hombre, vuelve a suceder real y objetivamente –no soy ningún “visionario” al afirmarlo– en el Sacramento. Y la persona, si es fiel y persevera en este camino, en este encuentro con Cristo, se hace distinta, convierte su mentalidad y sensibilidad en la de Otro, recibe de Él la energía para vivir.
Se hacen posibles actitudes morales absolutamente inconcebibles fuera del cristianismo vivido (no fuera de una moral o una religión, sino del cristianismo vivido, es decir, fuera de la relación que el Misterio mismo establece para que el hombre lo reconozca; el Misterio al que pedimos que penetre hasta la médula nuestros actos y que recibimos pidiéndole que plasme nuestra vida); por ejemplo, la fidelidad en el amor, el amor a la verdad, la capacidad de no pararse ante los obstáculos, para que no se conviertan en un escándalo que detenga nuestro camino; pero, sobre todo, la constancia, no en sentido abstracto sino como capacidad indomable de reanudar la marcha y de establecer una continuidad, la continuidad ante una experiencia siempre posible, ante la Resurrección.
Entonces comprendéis cómo debemos convertirnos, cómo debe cambiar nuestra actitud ante lo que es esencial en la vida: Jesucristo es lo esencial y sostiene nuestra historia. No estaríamos aquí hablando, no nos habríamos juntado nunca si no existiese este Hecho.
El primer aspecto de nuestra conversión para que ese “más” se concrete y sea el alma que transforma la existencia, lo primero para que cale en nuestra historia la conciencia ardiente de ese “más”; lo primero para experimentar ese “más” en lo que hacemos todos los días –el deber y el placer, el barrer el suelo, el estudiar o el comer (como decía Sinjavskij desde otro punto de vista, hablando del campesino que se santigua antes de comer)–, para que este “más” plasme, de forma consciente, nuestro ser, sea vibrante y cada vez más amigo, más familiar y reconocido, para que podamos salir poco a poco de la niebla que nos rodea, el primer paso es acercarse a los Sacramentos. Lo primero no es que nos dispongamos a hacer no sé qué cosas; el primer modo de realizar ese “más”, la primera conversión es acercarse a los Sacramentos. No os estoy exhortando a un acto piadoso, sino a tomar conciencia de una realidad que es Misterio, de unos gestos acercándonos a los cuales nos volvemos distintos. Os prometo que lo experimentaréis, cuando y como Dios quiera. Os remito a hechos que coinciden con el Misterio.
2. La conciencia de que no somos nada y el deseo de cumplimiento
¿Qué relación estableces con el Misterio? ¿Te acercas a Él pactando? ¿Pones condiciones? ¿Vas “preparándote” y pensando: «Tengo derecho a recibirte»? ¿Te acercas al Misterio arreglando tú las cosas y diciendo: «Ahora, debes aceptarme»? Sería pura presunción, una pretensión absurda.
Acercarse al Misterio requiere una sola cosa: la conciencia de nuestra ineptitud, que es algo más que nulidad, es conciencia de nuestra incapacidad radical y traición continua, de nuestra pobreza culpable e imperfección querida, de nuestro ir a menos y fragilidad connivente, conciencia de que no somos nada. La palabra “nada” no es suficiente para decir lo que somos. Sólo existe una condición para vivir la relación con el Misterio: la conciencia de lo que soy. Para acercarse al Misterio sólo esto es necesario.
Aunque la forma de acercarse al Misterio en el Sacramento no es la misma que cuando uno está allí comiendo con él y apoya la cabeza sobre su pecho; o le escucha hablar del fin del mundo y del Juicio y tiembla ante aquella voz que le juzga; se trata de modalidades distintas de acercarse al mismo Misterio.
Cristo obra su permanencia en nuestra existencia de una forma determinada. La Confesión y la Comunión son los dos aspectos fundamentales mediante los cuales entramos en relación con el Misterio: ambos fundamentales, porque uno está al comienzo y lo otro al final de nuestra actitud. Auque, más bien, se trata de factores dialécticos de una sola actitud. El relato del publicano que salió del templo perdonado –y el evangelio no dice que dejara de recaudar impuestos y de timar a la gente, no lo especifica– es ciertamente, como comenté esta mañana, la página del Evangelio más clarividente en este sentido.
No se puede considerar la Confesión como voy a describir a continuación, reduciéndola a una práctica de acostumbrado moralismo. Es decir: «Yo, para acercarme a la Confesión, debo estar decidido a dejar de cometer este pecado, pues, si no, soy un mentiroso, soy hipócrita; voy allí y sé que después de una hora volveré a equivocarme; después de tres minutos, si tengo ocasión, me equivocaré de nuevo. Entonces, no voy; iré a la Confesión cuando sepa corregirme». Yo te pregunto: ¿qué necesidad tenía el Misterio de Dios de entrar en tu vida, si tú ya eres capaz de corregirte por ti mismo? O bien, uno pretende ir a confesarse sólo cuando tenga un sentimiento íntimo de arrepentimiento, lo cual implica ya una conversión: que uno llore amargamente sus pecados o sienta dolorosamente su equivocación. Si ya hubieras cambiado, sería inútil ir a confesarse. Lo que tú pretendes es algo formal, emotivo, es un formalismo.
En cambio, se trata de algo muy distinto. Tú acudes a ese encuentro porque no eres capaz de nada, no eres capaz, en primer lugar, de decidir por el bien. Acudes a ese encuentro porque estás bloqueado por tus errores; acudes a realizar un gesto que te resulta ajeno, ante el cual te sientes impermeable y lleno de sentimientos negativos; justamente porque estás así acudes al Sacramento, porque reconoces –¡es la única condición!– que eres un pobre hombre. Para reconocer que soy un pobrecillo, un inepto, un desgraciado, para reconocer que soy injusto –es la expresión más discreta y más clara–, para reconocer que no soy yo mismo, hace falta reconocer ese “más” del que hemos hablado antes. Hace falta reconocer que pertenezco al Misterio, que mis acciones pertenecen a un contexto más grande que yo no tengo en cuenta, que no logro tener presente; hace falta reconocer que no soy yo el que consigue poner orden, que no soy capaz de dejar esto o aquello, que no soy capaz de hacer nada. Esta es la condición previa, sólo ésta. Por ello, vas a suplicar a Otro, a pedir que te cambie Él.
El dolor de los pecados necesario para ir a confesarse no es un sentimiento, es un juicio, es el reconocimiento de que mi acto no fue amor, no fue libertad, no fue apertura a ese “más”, no aceptó ser parte de un contexto, sino que pretendió y pretende ser ley en sí mismo. El dolor es un juicio. Y el propósito no es un programa que tú dominas (¡no es que de repente te hayas convertido en señor de ti mismo!), pues entonces, Cristo sería inútil, sería como vaciar el Misterio de Cristo, sería como salvarte a ti mismo. El propósito es exactamente el grito del último residuo de sinceridad que hay en ti: «Yo no soy capaz. Dios, cámbiame tú. Y no sé cómo hacer, no sé cómo actuar, no sé cómo cambiarme, ¡sálvame tú!». El propósito es este último residuo de sinceridad que, al no hallar en uno mismo la solución necesaria, clama a Dios, invoca el poder del Misterio de Dios. Porque es evidente que Dios es más poderoso, que su poder es más fuerte que nuestra ineptitud y nuestra maldad.
La misericordia de Dios es más grande que el pecado. Esto no quiere decir que Dios sea mentiroso y diga: «Vas bien cuando te equivocas». Dios no te justifica cuando quieres el mal; Dios necesita sólo un punto de apoyo en ti, un punto infinitesimal de verdad para construir sobre él, con su poder, tu conversión. ¡Para recrearte! Lo único que puede crearte de nuevo es la potencia de Dios, pero necesita un punto, tan sólo un punto de verdad en ti. Porque Dios no puede construir sobre una mentira. Y este punto infinitesimal de verdad en ti reside en la sinceridad de esa súplica, y nada más.
La Confesión es una oración, por tanto, una petición, no un plan establecido. La única cláusula necesaria es que esta petición sea sincera. ¡Decidme si esta sinceridad no se puede dar aún en la peor situación cuando uno sabe que seguirá equivocándose! Si una persona, porque está atrapada en una situación, no va a confesarse, comete dos errores gravísimos: primero, empeora su situación negativa, la remata definitivamente; en segundo lugar, se aleja también de la religión, cada vez más. Es la trayectoria lógica del pecado: en vez de quedarse en un acto malo, se convierte en una historia mala, y el final de esta historia es la mentira. Se abandona incluso la verdad; aunque se siga yendo a la iglesia, todo se vacía, acaba en una adhesión y un reconocimiento huecos.
Por ello, hasta para la persona que está atrapada y comprende que no logrará salir del hoyo, segura de que volverá a equivocarse, ¿cuál es el último residuo de verdad? Clamar a Dios: «Señor, cámbiame tú, porque yo no soy capaz de cambiarme solo. Haz de mí lo que quieras, porque no soy capaz de cambiar. Dentro de una hora me equivocaré, esta noche me equivocaré, mañana me equivocaré». De ninguna manera quiero decir que da igual equivocarse y que basta con suplicar a Dios; no sería una súplica sincera. La súplica es sincera cuando realmente es lo único que puedes hacer, la petición es sincera cuando no consigues enmendarte y te duele; este grito es sincero cuando estás dispuesto a hacer todo lo que puedes, incluso a cortar por lo sano; si puedes. No se elimina tu colaboración; simplemente se constata con realismo nuestra condición humana y la energía de la que dispone.
Recordad el episodio que relata Bruce Marshall y que cito a menudo para ilustrar este punto; es una página muy aguda y aporta, en mi opinión, mucha claridad. El abad Gastón, protagonista de la novela A cada uno un denario, debe confesar a un alemán apresado por los partisanos franceses y que va a ser ejecutado; como es católico, y tiene miedo, aunque sus captores son comunistas le conceden poder confesarse. El abad Gastón le dice: «Hijo mío, confiésate bien, porque vas a morir. Así pues, ¿qué has hecho?». Y él naturalmente dice: «Las mujeres». «Entonces, ¿te arrepientes? Mira que debes comparecer ante el tribunal de Dios». Y él, un poco azarado: «¿Cómo puedo arrepentirme? Era algo que me gustaba, si tuviese la ocasión volvería a hacerlo. ¿Cómo voy a arrepentirme?». Entonces al abad Gastón, que está preocupado porque no consigue enviar al Paraíso a aquel individuo, se le ilumina la mente y dice: «Por lo menos, ¿te arrepientes de no arrepentirte?». Y el alemán, de forma espontánea: «Sí, me arrepiento de no arrepentirme». Este es el último residuo de verdad que queda en ese hombre, el reconocimiento de la verdad. Sobre este punto infinitesimal Dios construye la defensa del hombre. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen», dijo después de tres años de rechazo y persecución.
No tenéis excusa para no ir a confesaros. No hay excusa: no es lo que habéis hecho ni vuestro estado de ánimo lo que os mantiene alejados de la Confesión. Ni una cosa ni la otra pueden constituir una razón adecuada para no acudir a la Confesión. Sólo hay una cosa que os mantiene alejados de la Confesión: la mentira hacia vosotros mismos. Es renegar de ese “más”, apostatar de ese “más”, negar a Dios y renegar de Jesucristo. Es el pasaje siguiente de la lectura de hoy: «Era de noche». Y, quizás, os sentís tranquilos y acusáis al cristianismo de fallar, de no tener razones para sostener su invitación: «Era de noche».
Fijaos en que, antes que nada, os traicionáis a vosotros mismos, no a la tradición que habéis recibido y en la que os habéis educado. Mejor dicho, renegáis de Dios y de Cristo, de Dios y de su Revelación, en cuanto inscritos en vuestra humanidad, renegáis de ese “más” impreso en vuestra carne. Es la mentira contra vosotros mismos, el pecado contra la verdad. Esto os mantiene lejos de la Confesión: la falta de deseo del bien, el rechazo a pedir el bien; ¡sólo esto! No el hecho de que sepáis que, a no ser que ocurra un milagro, mañana os equivocaréis de nuevo; porque el milagro puede suceder y debéis pedirlo si queréis el bien, si queréis ese “más”, si queréis ser sinceros. El milagro puede suceder dentro de veinte años, cuando muera la amante. No importa; no se trata de justificar un adulterio sistemático, sino de atacar el corazón del problema, de centrar la verdad última, lo esencial.
No acudís a la Comunión no por el peso de un estado de ánimo o porque no lo sentís y entonces –decís– sería una hipocresía. Efectivamente sois hipócritas, pero no porque sería hipócrita comulgar; sois hipócritas porque decís que no a lo que hay en nosotros, quizá tímido y asustado, temeroso y atemorizado, nublado y confuso por no haber sido alimentado y educado por la vida social, pero que, sin embargo, existe. Y por eso os apartáis de la Comunión, porque decís que no a este “más”, porque aplastáis con el pie este “más”, porque reprimís continuamente lo mejor de vosotros mismos, porque no deseáis el bien. Y sois hipócritas cuando decís: «No comulgo porque sería una hipocresía». Porque acercarse a la Comunión es una súplica, es el grito de un pobre y desvalido, que sabe que no comprende ni siente nada y, por ello, recurre a la fuerza del Misterio, al que todo lo puede y que le convertirá; recurre a ese Misterio de Dios que se hizo hombre, entró en su vida, le alcanzó con palabras y obras mediante el Misterio de la Iglesia y que le dice: «Estoy aquí». Ese Misterio que ha cambiado a muchos hombres y que por tanto me puede cambiar a mí. Un juicio y un deseo de bien, una invocación hacia el bien: esto es recibir la Comunión. No coincide con un estado de ánimo, un sentimiento, un gusto, un cálculo.
Por tanto, para reavivar ese “más”, para que seáis verdaderamente hombres y viváis humanamente, para proporcionar a vuestros actos el alma de la que normalmente carecen, para que se ilumine y se oriente vuestra angustia, os invito a acercaros al Sacramento. Para que la caridad, es decir, el amor, sea la dirección que marca la vida, para que nuestros actos, de manera cada vez más consciente, estén en relación con el gran contexto en el que se insertan, para comprender quién es Dios que se hizo hombre, y cuál es su poder, para experimentar que Cristo existe de verdad y se manifiesta entre nosotros, yo os invito encarecidamente a acercaros al Sacramento. Se trata del encuentro con una realidad que percibimos confusamente y no podemos abarcar: nos acercamos a estos gestos como al reflejo misterioso de otra realidad. Y viviéndolos, estos gestos cobran luz y sugieren con mayor claridad a nuestro espíritu un modo nuevo de vivir que afecta a todas las relaciones y las acciones: vivir el Sacramento hace de todas nuestras relaciones una Comunión. Pero estos frutos se alcanzan con el tiempo.
Lo imprescindible es empezar. Lo importante es reconocer esta Presencia, es suplicar esta Presencia, porque en ella reside el poder de Aquel que hace todas las cosas, exactamente igual que estaba en el rostro de Cristo, en el hombre Jesucristo. Los fariseos la quitaron de en medio del mismo modo en que nosotros quitamos de nuestra vida a los Sacramentos, quitamos de en medio su Presencia, su Presencia física: nos quedamos, quizá, con un sentimiento, la reducimos a algo emotivo, o a teorías teológicas y rudimentarios conocimientos históricos. Sin embargo, es una Presencia real: tan imposible de aferrar, tan trascendente, tan “fuera de lo normal”, que excede tanto nuestras capacidades, tan “absurda” en cierto sentido como realidad, tan desconocida como realidad. El cristianismo se encierra todo en la realidad del Sacramento, y de ahí, con el tiempo, nos llegan la luz y la comprensión. Esto me introduce en lo último que quiero deciros.
3. El Sacramento, la forma más sencilla de oración
La primera forma de despertar en nosotros ese “más”, ese fermento por el que nuestra acción cambia permaneciendo la misma (barrer el suelo sigue siendo barrer, estudiar sigue siendo estudiar, ejercer como médico sigue siendo lo mismo, amar al hombre sigue siendo amar, criar a los hijos sigue siendo criarles: aunque todo esto siga igual, se produce una novedad dentro de estas cosas, hay algo “más” que fermenta las cosas y las abre, y uno se siente otro hombre, como nacido de nuevo; así lo dice de forma preciosa Péguy en el pasaje que leí esta mañana y que se hace eco de las palabras de Jesús a Nicodemo en Jn 3), lo primero que hay que hacer no es analizar nuestros actos, no es un análisis psicológico ni un programa espiritual. No, no es algo que debamos hacer nosotros. Lo primero que tenemos que hacer es la oración, es decir, pedir que suceda esta conversión en nosotros, aunque no sepamos bien qué supone.
Trato de comunicaros un énfasis mío, un reflejo de mi sentir, más que conceptos o ideas. Es un sentimiento que quería evocar ayer y que quiero recrear hoy, –mejor aún– es un presentimiento de algo que debe cambiar en la vida cotidiana: en el modo de beber y comer, de relacionarnos y de tomar de la mano a tu novia. Es algo que debe cambiar.
Para que este sentimiento madure, se incremente y empiece verdaderamente a cambiarnos desde dentro, lo primero es la oración, es pedir que nos cambie pronto. No es hacer esto o lo otro, es empezar a pedirlo.
El Sacramento es el modo más objetivo y más sencillo de esta petición; es sencillo, porque el Sacramento es sólo un gesto, uno acude allí y ya está. Mientras que la oración implica ciertas palabras, ciertos conceptos y sentimientos, sobre todo, implica decir ciertas palabras.
El Sacramento es el aspecto primordial, más sencillo: es un gesto silencioso –en este sentido, coincide con la pura presencia, con el estar ahí–, como el de uno que está delante de otro y no sabe qué decir; está ahí pidiendo con su presencia.
Por eso Jesucristo quiso establecerlo como obligación; no hizo obligatorio el Padrenuestro: la naturaleza del Sacramento exige que acudamos ahí. Es vuestra actitud la que no se mantiene en esta conciencia. Se puede ir a confesarse o a comulgar respondiendo a algo que te dice el cura, que el sacerdote te sugiere con una sabiduría conocedora de lo que es el hombre, y es suficiente. Incluso diciendo que sí o que no con la cabeza, es suficiente. Y la Comunión es sólo un recibir, es un puro gesto y, por ello, lo pueden hacer tanto el labrador como el profesor de universidad, de idéntica forma. Mientras que la oración está ya subordinada a la diferencia de cultura o de conciencia.
En cualquier caso, lo esencial es pedir, porque incluso el Sacramento es petición, es la forma más sencilla de oración. Y la oración no es más que pedir ser uno mismo, pedir convertirse en uno mismo, pedir llegar a la perfección y al cumplimiento de nuestra vida; pedir que suceda ese “más” y lleguemos a ser aquello que estamos destinados a ser, pedir lo «esencial» que Evtupenko echaba de menos; es pedir la libertad, la caridad, el amor, la vida como amor; es pedir que se conviertan nuestras acciones cotidianas, pesadas y banales (las conocidas y habituales cosas banales). La novedad debe suceder dentro de estas cosas banales: en el modo de estudiar o de barrer el suelo, de charlar con vuestra novia, como también en el riesgo que supone asumir un compromiso político al que la caridad os empujará si queréis ser hombres completos.
Por eso, la primera condición es la oración. La renuncia a ella determina la pobreza, la mezquindad y el horror, la pobreza y el desierto de nuestra vida.
También de la oración tenéis un concepto inadecuado: creéis que se identifica con un determinado sentimiento que tenéis. Sin embargo, es un juicio y un rito. Cuanto más árido, frío, lejano e incapaz me sienta, cuanto menos sepa qué decir y casi dude de tener fe, tanto más suplicaré a Dios. En el extremo, cuando se llega a ser conscientemente ateo, todavía se debería rezar: «Dios, si existes, ¡revélate a mí!».
Se empieza a ser hombre cuando se llega a este punto. Si uno no llega a pedir, es un desgraciado que hace mal todo lo que hace; un delincuente que comete la maldad, una amenaza para quien se acerca a él, un peligro mortal para quien convive con él.
Por el contrario, cualquier defecto, vicio, cansancio, pobreza, fragilidad, cualquier hábito malo que nos lleve a suplicar constantemente ser salvados, paradójicamente, se convierte en algo bueno: de Dios, es cierto, depende conceder lo que le pedimos y, por tanto, tenemos que pedir con paciencia, pero la manera de comprender a los demás hombres, la forma de tratarlos, sobre todo, la forma de juzgarlos, cambia desde ahora. Lo primero que la súplica cambia en nosotros es el juicio sobre los demás. Lo primero que sucede en nosotros es algo muy extraño: es la comprensión. Comprender quiere decir que tu espíritu se dilata, inmediata y fisiológicamente, porque abrazas al otro, comprendes al otro, empiezas a amar al otro. Se produce una afirmación de ti mismo, empiezas a realizarte a ti mismo, aunque todo el elenco de defectos y errores siga igual. Es Cristo, que ha entrado en el terreno del mundo y de la historia como una semilla; y hay que traicionarle de verdad para decir que en dos mil años no ha cambiado nada. Porque es suficiente con seguirle un momento para comprender que algo cambia, que ya cambia algo. Si tú no experimentas en ti qué es lo que cambia Cristo, ciertamente puedes decir que en dos mil años no ha conseguido nada.
Es una semilla que se ha introducido en la historia y que la fermenta según los tiempos y el designio de Dios. Así este grito que tenemos dentro, este deseo que se traduce sobre todo en el Sacramento y se refleja como un eco en la oración, es una semilla que cambiará la historia de nuestra vida según los tiempos y los modos del designio de Dios. Y yo estoy tranquilo en ese aspecto, porque no puedo pretender trasladar a Dios mi apremio, que sería, en el fondo, una forma subrepticia de afirmarme a mí mismo y salvarme de la humillación.
Para terminar, leo el pasaje del Evangelio que siempre os repito, ya que no confío en que lo leáis a menudo.
«Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar [imaginaos a Jesús rezando mientras sus discípulos, un poco alejados, le observaban, porque era un espectáculo verle. El hombre consciente es un espectáculo, se puede ver fisiológicamente a un hombre consciente. El hombre que toma conciencia de manera habitual, empieza a ejercer una fascinación que nadie conoce, porque es muy raro encontrarla entre nuestros semejantes. Pero la fascinación del hombre empieza allí. Entonces uno empieza a comprender de verdad que la dimensión del espíritu es preponderante y capaz de invadir la materia, y cambia: los mismos datos físicos y biológicos son arrastrados por la fuerza y el atractivo de este otro factor. ¿Qué daréis a vuestra mujer o a vuestro marido, qué daréis a vuestros hijos si no pedís llegar a ser hombres conscientes?]; cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oréis decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre [“nombre”, en hebreo, quiere decir “potencia”: que tu poder actúe en el mundo], venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación’”. Y les dijo: “Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene durante la medianoche para decirle: ‘Amigo, préstame tres panes pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Y, desde dentro, el otro responde: ‘No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados: no puedo levantarme para dártelos’. Si el otro insiste llamando, yo os digo que si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la insistencia se levantará y le dará cuanto necesite. Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe; quien busca, halla; y al que llama, se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (Lc 11,1-13).
Os pediría ahora que estuvieseis un cuarto de hora en silencio, sin decir una palabra. En estos minutos mirad a la cara lo que os he dicho. Os invitaría sobre todo a centrar vuestra atención en una realidad concreta, operativa, práctica, evidentemente humana; no existe nada humano si no está animado por una petición, la petición de algo “más”, es decir, de algo que no tenemos todavía en lo que hacemos y lo que somos. Centrad vuestra atención en esto: el papel que en vuestro día debe tener la petición; mejor, el papel que en vuestro modo habitual de actuar debe tener la oración; es decir, cómo puede llegar a ser habitual esta cima sublime en la que nuestra humanidad alcanza toda su estatura (fuera de ahí, pobrecilla, está oprimida, prisionera de un masoquismo o un sadismo absurdo: el pecado original, como lo llama la Iglesia católica). Esta petición –como suelo decir– debe llegar a ser tan habitual que esté siempre viva: hagáis lo que hagáis, en el rabillo del ojo debe resplandecer esta luz, el reflejo o el eco de esta petición. Pero, sobre todo, es necesario que en vuestra jornada sepáis elegir por lo menos un momento en el que queráis ser verdaderos, que sepáis identificar un gesto en el que volver a encontraros con vosotros mismos, que tengáis el gusto de vivir un momento de verdad en vuestra cotidianidad dispersa. Y este momento de verdad no es un grito confuso ante una incógnita que llamamos Dios: ¡es pedir la conversión! «Venga tu Reino», aunque no sepáis qué implica semejante acontecimiento. Eso ya lo aprenderéis.