Eucaristía: la gran oración
Página UnoApuntes de la intervención de Luigi Giussani. Parroquia de San Vittore. Milán, 22 de marzo de 1996
Doy las gracias a los que han organizado este encuentro por la provocación contenida en la apostilla del título. “La Eucaristía: la gran oración”. Sinceramente, es la primera vez que escucho esta connotación tan sobria y esencial. Espero que el Señor me conceda comunicaros alguno de los pensamientos que estas palabras me han suscitado, porque es una provocación que compendia todo cuanto constituye la expresión del hombre que se dirige al Padre habiendo conocido al Hijo.
1. La Eucaristía. El método de Dios
Me permito, en primer lugar, leeros un pasaje del Zibaldone de Leopardi: «En este presente estado de cosas no tenemos grandes males, es verdad, pero tampoco ningún bien; y esta ausencia es un mal grandísimo, continuo, intolerable, que hace penosa toda la vida, incluso cuando los males parciales solo aflijan una parte de ella. El amor propio, y por tanto el deseo ardentísimo de la felicidad, perpetuo y esencial compañero de la vida humana, si no se ve calmado por la visión de un placer vivo, aflige nuestra existencia con crueldad, aunque no tengamos otros males. Y los males son menos dañinos para nuestra felicidad que el aburrimiento; pueden hasta ser útiles para la misma felicidad. La indiferencia no es el estado del hombre; es directamente contraria a su naturaleza, y por tanto a su felicidad» (Zibaldone, 1554-5).1 Y también sobre la felicidad Leopardi escribía a un amigo francés, en 1823: «Si la felicidad no existe, ¿qué es entonces la vida?». La felicidad es la finalidad de este dinamismo insomne que es el hombre.
La frase del Zibaldone me ha remitido al hecho de que el hombre no puede sondear el Misterio. La religiosidad natural tiende a reconocer la existencia de un quid último, de una misteriosa realidad última: «Existe –decía Kafka– una finalidad».2 Pero, ¿cuál será el camino? «No existe el camino». No se puede sondear a Dios como sentido de la vida. El sentido de mi vida no se puede sondear. Las preguntas que se hace el hombre sobre el sentido de su vida, cuando se las hace, son más para investigar que para descubrir la verdad. La pregunta acerca de la verdad, en efecto, debería ser religiosa por naturaleza. Si la cuestión fuese conocer a Dios con una definición, entonces deberíamos poder encontrarla. Pero pretender definir a Dios sería como extinguir la pregunta misma sobre él. En el fondo, sería otra blasfemia tratar de adentrarse, de comprender y definir el Misterio hasta donde nos es posible. ¡A menos que Él se manifieste! O el Misterio se nos comunica o no podemos comprenderlo. Si el Misterio se manifiesta, la vida acepta gustosamente ser una espera, y favorece en cualquiera una sencillez como la de los niños. Por esto Jesús, en el capítulo 11 del evangelio de Mateo, dirige su gran oración al Padre: «Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor».3
Dios se ha manifestado. La espera que Leopardi subraya siempre intensamente y que cada uno de nosotros siente con facilidad, la exigencia de la verdad que tiene el corazón, han encontrado respuesta (aunque, ante esto, se puede uno adherir con una cierta indiferencia última, como escribe en el Zibaldone: es como si una falta última de seriedad nos impidiese obtener un beneficio de aquello que el alma alberga, de lo que las relaciones exigen de interioridad, delicadeza, capacidad de perdón y alegría compartida).
Dios se ha manifestado, el Misterio se ha desvelado a sí mismo. Lo que la palabra “Eucaristía” nos invita a identificar es precisamente el método con el que Dios se manifiesta. ¿Con qué método quiso Dios manifestarse al mundo, a la existencia del hombre y a la historia? Recordemos que el método que el Misterio eligió para comunicarse fue el de identificarse con una circunstancia de tiempo y espacio; es como si el Misterio tratase siempre de identificarse con un tiempo y un espacio, con algo presente, con una presencia, es decir, con un acontecimiento (como, gracias a Dios, se empieza ahora a escuchar más a menudo).
En este sentido nuestra meditación tiene que remitirse inevitablemente a la figura de Abrahán, que supuso el comienzo de este método, pues con el acontecimiento de Abrahán la relación de Dios con el hombre estableció un camino –un camino que no termina nunca, hasta que la historia del mundo termine–, que nos atañe también a nosotros. «El Señor dijo a Abrahán: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo” [¡qué significado universal tiene este acontecimiento: «con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo»!]. Abrahán marchó, como le había dicho el Señor, y con él marchó Lot. Abrahán tenía setenta y cinco años cuando salió de Harán. (...) El Señor se apareció a Abrahán y le dijo: “A tu descendencia le daré esta tierra” [es el signo del mundo]. Él construyó allí un altar en honor del Señor que se le había aparecido».4
Así, después de Abrahán, nuestra meditación se detiene en la figura de Moisés, que en la zarza ardiente recibió el nombre con el que tendría que ir a sus hermanos en Egipto y hablarles de lo que Yahvé les pedía. «El Señor Dios de vuestros padres me envía a vosotros»:5 el Dios de vuestros padres, ese Dios que se ha manifestado y se manifiesta de forma coherente a través de un acontecimiento que se convierte en historia, un acontecimiento continuamente presente. «Este es mi nombre para siempre».6 De nuevo aquí un valor universal.
Hasta llegar al punto de la historia en el que la presencia de Cristo nos atrapa, mirada y corazón, como describe el evangelio de Juan: esta es la obra de Dios, «creer en Aquel que has enviado»,7 porque «Yo y el Padre somos uno».8 Y aquella tarde, pocas horas antes de ser apresado –el silencio de los apóstoles era tenso, más grave que de costumbre sin comparación–, ese hombre dijo, entre una frase y otra de su discurso: «Sin mí no podéis hacer nada»,9 no sois nada. Quid est veritas? ¿Qué es la verdad? Pues la verdad es el sentido de la vida, es lo único a lo que Leopardi atribuiría gustoso el sinónimo de felicidad. ¿Qué es la verdad del mundo y de la historia, del hombre y de su existencia? Quid est veritas? Vir qui adest. Las cosas que obtienen de nosotros una conciencia mayor son las que nos obligamos a repetir más a menudo, porque cada vez que volvemos a ellas la mirada se ensancha la perspectiva que nos abren y ya no podemos detenernos. Esta es la obra de Dios, este es el significado del mundo: «Creer en aquel que Él ha enviado». De hecho, la verdad es este hombre que está presente.
2. El ofrecimiento
Pero quisiera ahora reclamar vuestra atención y la mía sobre un corolario, ante el acontecimiento como método de comunicación que Dios ha utilizado en la historia (el acontecimiento de Abrahán, de Moisés, de Cristo: es la historia que se ordena, es el río que fluye hacia su desembocadura). Se trata de un aspecto particular, pero extremadamente importante, en mi opinión, no solo ante la historia del pensamiento humano –cuya tentación mayor y más grave ha sido siempre la de una ruptura entre lo espiritual y lo contingente y efímero; pues cuanto más grande de mente y corazón era un hombre, tanto más proclive parecía a identificar en esta separación el problema de la pureza de la razón, de la verdad del hombre–: si la obra de Dios es que creamos en aquel que el Padre ha enviado –¡en ese hombre!–, entonces significa que la realidad sensible, la carne y la sangre, ya no son límites, no se oponen a la realidad última verdadera, a lo eterno, al Espíritu.
Juan y Andrés callaban arrollados por la evidencia de aquella mirada que hablaba, una mirada que les hablaba aquella tarde. Zaqueo fue conquistado por ese hombre del que había oído hablar mucho, y que se detuvo delante del sicómoro y le dijo: «Zaqueo, voy a tu casa». La Samaritana se encontró con aquel hombre, un judío, sentado al otro lado del pozo: vir qui adest. La verdad no es ya, de forma mucho más evidente que antes, el término de una indagación afortunada y azarosa sobre el Misterio, de manera que el hombre pueda detenerse cuando se encuentre cansado de su búsqueda. La realidad sensible ya no es adversa: con Cristo, nacido de María, como una realidad sensible, no existe ya oposición entre las dos ontologías de la realidad. Es más, Él constituye su unidad.
La religión judía y toda la religiosidad auténtica tienen su imagen más grande de la oración en el concepto de ofrecimiento. Pero, ¿qué significa “ofrecimiento” como forma normalmente más alta de oración en la experiencia de un pueblo? Significa que todo, todo, consiste en Dios. Incluso la tierra y la piedra, incluso la carne y la sangre, todo consiste en Dios, en Cristo, como se dirá: «Todo consiste en Él». Pero todavía no es suficiente. El ofrecimiento no es solo esta constatación de que todo consiste en Dios (que en cierto sentido hace percibir la poquedad del hombre ante la fuerza del Ser), sino que implica también otro sentimiento, como un matiz opuesto: el deseo de que el rostro de Dios se manifieste. Es un doble sentimiento, por tanto, que “vigoriza” el ofrecimiento: si todo está hecho de Dios, ¡que Dios se manifieste en todo!
La gran oración del ofrecimiento se expresa entonces a través de una realidad concreta: de los corderos y toros, símbolos de la consistencia de la realidad y de la posesión que el hombre tiene sobre ella, se pasa al ofrecimiento de la circunstancia y del instante, símbolos de la urdimbre de la vida y de la existencia toda del hombre. De nuevo nos acompañan las voces de nuestra literatura. Aquello que aparece como belleza en la mujer –dice en su poema Aspasia Leopardi– es algo que está más allá de su rostro de carne y en él transluce, de forma que el hombre «incluso en los abrazos, adora y ama»10 eso que está más allá, dentro y más allá del semblante predilecto, mientras la mujer, objeto de ardor tan grande, a veces no comprende. Sin embargo, es un aliento de verdad que surge incluso desde el fondo del pensamiento pagano antiguo, cuando –como hemos visto– Séneca escribe: «Debes vivir para otro si quieres vivir para ti mismo».11 Si quieres la verdad de tu persona y de tus relaciones, debes afirmar a otro.
En cualquier caso, el vértice de este momento sublime, de este “gesto” en el sentido literal y original de la palabra, el vértice del ofrecimiento nos lo entreabrió Jesús (por ello, el ofrecimiento de la mujer pobre que da una sola moneda, porque no puede dar más, es idéntico a la generosidad de aquel que da la vida por el amigo supremo, Dios): el ofrecimiento consiste en reconocer que todo es de Dios, que todo está hecho por Dios, es de Dios, pertenece a Dios, consiste en Dios, pues todo es suyo. Como decía una amiga, con una vida muy sufrida: «La vocación –el ser llamado, una y otra vez por Cristo– es como la estrella que ilumina la noche oscura de las circunstancias». Porque opacas y sordas son las circunstancias, y nada es el instante: el ofrecimiento penetra esta nada, este iod, este instante, con el reconocimiento de que consiste en Dios, lo cual nos permite usarlo como instrumento expresivo de nuestra naturaleza. El instante es la primera medida de mi expresión de hombre.
Detengámonos ahora en otra reflexión. El culmen del ofrecimiento, expresión suprema de lo humano, es el ofrecimiento que vivió Cristo, el hombre más consciente y amante del Padre y de sus criaturas: «Christe, cunctorum dominator alme».12 La Eucaristía, «la gran oración», es el culmen del ofrecimiento de la humanidad a Dios, porque en ella la entrega de Cristo hasta la muerte en la cruz vence la injusticia como origen de la historia; una injusticia que parece de Dios y, en cambio, es fruto de la rebelión originaria del hombre, que pretendió ser como Dios; y una injusticia que a lo largo del tiempo se convierte en cauce de la mentira, del demonio, del padre de la mentira, de Satanás.
Existe una diferencia profunda entre el mal del hombre y el mal que nace en Satanás y de Satanás. Una chica me preguntaba el otro día: «Pero entonces el primer pecado, el pecado original, ¿fue el pecado del hombre que pretendió ser como Dios, que afirmó su yo frente a Dios?». Yo le respondí enseguida que sí, pero después pensé: existe una diferencia, y es que el mal original, el pecado original, aquel origen que no alcanzamos a imaginar pero que es tan real que sin su hipótesis no se comprendería nada del hombre ni del mundo, fue, sí, una voluntad de afirmación del propio yo por parte de Eva y de Adán, instigados por Satanás. Pero hay algo más en ese hecho, porque en Adán y en Eva había algo que heredaron del ser abominable, del padre de la mentira, como decía Jesús, y es el desafío a Dios. No fue solo una voluntad de afirmarse frente a Dios: la maldad estribó en desafiar a Dios. La maldad que se expresa en el desafío a Dios no puede ser del hombre, es la maldad típica de Satanás. A partir de aquí yo entiendo el pecado original como este veneno inyectado en la naturaleza humana, en la sangre del hombre: el desafío a Dios. Si casi si puede concebir el perdonar la afirmación de sí, porque también nosotros debemos perdonar a los que nos ofenden, ¡el desafío a Dios no! Aquí no es posible el perdón, paradójicamente haría falta algo más, algo indescifrable, impensable para el hombre. Haría falta la misericordia. Hace falta la misericordia. «Felix culpa», decía san Agustín13.
En el ofrecimiento de Cristo, la realidad carnal, el pan y el vino, se convierten en misterio de la fe –es decir, en el cuerpo y la sangre del Verbo encarnado–, y coinciden literalmente con el Misterio del Hijo de Dios. El Misterio coincide con el signo: ¿en dónde se produce esta suprema y adorable unidad, que se puede afirmar sólo con temor y temblor –el Misterio se identifica con el signo, y de esta forma el signo, la realidad sensible, la carne y los huesos no están contra el espíritu–, en dónde sucede esto en grado sumo, sino en la Eucaristía?
La Eucaristía –y es una última reflexión– implica el triunfo de la verdad en el hombre, porque reconoce como expresión de lo divino el instante aparentemente efímero. Yo cito siempre a un amigo mío que, desde lejos, en todas sus cartas habla de la «densidad del instante». Tiempo y espacio, gracias a Cristo resucitado, ya no son un límite, el instante deja de ser una prisión, una tumba. Para nosotros el tiempo y el espacio son instrumentos de nuestra riqueza expresiva, sin ellos no podríamos expresarnos, nuestra palabra no podría existir; pero al mismo tiempo nos limitan: tiempo y espacio son la posibilidad de expresarnos y a la vez nos encierran. En cambio, para Cristo muerto y resucitado tiempo y espacio no son ya un límite, sino “razón” divina para que Él esté presente. La razón divina por la que Él se convierte en presencia para mí y para todos nosotros, hermanos, es este instante o esta circunstancia, sin que sea necesario añadir nada más.
De esta forma la Eucaristía se convierte en inicio del triunfo de Cristo en el tiempo y en el espacio, esto es, en la historia. Con la Eucaristía comenzamos a gozar de la respuesta del Padre, que Él mismo provoca continuamente en sus hijos cediendo a su petición, como cuenta el evangelio de Lucas en los capítulos once y dieciocho. Al mismo tiempo, la Eucaristía es la derrota de la mentira, como injusticia y dolor sin esperanza y por tanto sin razón. La Eucaristía es Cristo muerto y resucitado, es el sentido que la resurrección de Cristo otorga a cada porción de tiempo y de espacio, es Su resurrección dentro de la historia y, sobre todo, dentro de mi existencia. Pero, ¡es tan vano e impotente el sentido que percibo de mi persona, tan fugaz! La resurrección de Cristo cobra sentido en cada porción de tiempo y de espacio, en mi existencia y en nuestra historia: en cada paso, como leemos en el libro del peregrino ruso. Pero es necesario que lo recordemos diez veces, cien veces, mil veces al día, hasta diez mil veces, hasta que el recuerdo de Cristo resucitado se vuelva familiar. La fórmula que tenemos que repetir es: «Cristo en la cruz por mis pecados». La resurrección de Cristo es el significado de cada momento que pasa, la densidad del instante que vivimos.
3. «Convocados en un solo cuerpo»En virtud de la historia establecida por el Padre y obrada por el Espíritu, Cristo implica en la definición misma de Su personalidad a todos los que son elegidos. Quizá sea necesario volver a leer la oración de Jesús en Juan 17, versículos 1 al 6. Cristo implica en la definición misma de Su personalidad a todos los que han sido elegidos: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo».14 Esta elección se dilata conforme al diseño del Espíritu del Padre, a la voluntad del Padre. Por la fuerza omnipotente del Dios que hace todo, esta elección se realiza en la historia mediante el Bautismo.
Por eso el sujeto eucarístico, según toda su estatura es, como se dice en teología, “Cristo místico”, realidad cuyo cumplimiento total se producirá en el último día y será la gloria final de Cristo, en esa misericordia que lo cumplirá todo. Pero Él está ya presente en la historia a través de los hombres que reflejan la mirada que Juan y de Andrés tenían aquella tarde, en la casucha junto al Jordán, una mirada fija en el rostro de Jesús. Los hombres en los que estos ojos de Juan y de Andrés se reflejan, hacen posible cada momento, cada día, el amor a Cristo. Porque el sentido del tiempo, instante tras instante, es el amor de Cristo, que se revela como único significado de las incertidumbres, los errores, la injusticia de los niños abandonados y desamparados, único significado de la conciencia madura del hombre que sufre la persecución del mundo, llora por su soledad, siente su extrañeza en un mundo que le persigue, o que llora ante la alegría del “pueblo” que, al llegar al ocaso del día, es como una gota vertida entre un mar de lágrimas.
El sujeto eucarístico es el Cristo místico, cuyo cumplimiento pasa por la asimilación misteriosa de aquellos a quienes el Padre elige e incorpora a Cristo; el Padre los presenta a Cristo y Él los aferra y en el Bautismo los asimila a sí, convirtiéndolos en miembros de su cuerpo, en una realidad absolutamente nueva: «¿No sabéis que sois miembros los unos de los otros?»15. Si esto no fuera cierto, si fuesen meras palabras, no cabría más que el cinismo aniquilador.
El pueblo que de esta manera se genera en la historia –un pueblo grande como en la Edad Media, o casi sofocado, como el de una pequeña parroquia olvidada donde el párroco tiene veinte o treinta feligreses que acuden a misa los domingos– ¿cómo se manifiesta?, ¿qué finalidad social tiene y qué obra realiza socialmente?
«Que la paz de Cristo –escribe Pablo a los Colosenses– actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y celebrad la Acción de Gracias».16 La paz es el fruto de la presencia de este «único cuerpo». Ya sea en la época de Cluny o en la de Péguy, el pueblo cristiano está en el mundo como coeficiente de paz, fuente de paz, moderador que asegura la paz, factor de paz. Me vuelven a la mente muchas intervenciones de nuestro Cardenal, pues creo que éste es su pensamiento más íntimo, secreto y apasionado. Coeficiente de paz: la paz que no nos deja parados, que no nos detiene, sino que continuamente nos lanza a un encuentro que valora todo y a todos, la paz que sostiene la compañía entre nosotros.
Para la Pascua os deseo lo que también deseo para todos: la esperanza es una certeza para el futuro en virtud de una realidad presente. Pero no una presencia cualquiera: es la presencia de Cristo que se nos ha dado a conocer a través de la Virgen. Una presencia que nos hace estar seguros del futuro y posibilita un camino sin descanso, para los pequeños y los grandes, los adultos y los jóvenes; un camino sin detenerse, un tender sin límites en virtud de la certeza de que Él, puesto que posee la historia, se manifestará en ella. Toda la historia cristiana nos reclama a participar de esta esperanza mediante un momento del día que es la Eucaristía, el ofrecimiento de Cristo, muerto y resucitado, al Padre, porque Cristo es del Padre, al que yo pertenezco en las horas y en los minutos de este día.
Notas:
1. G. Leopardi, Zibaldone di pensieri, Mondadori, Milano 1937 (1994), p. 551.
2. Cfr. F. Kafka, Il silenzio delle sirene. Scritti e frammenti postumi (1917-1924),
Feltrinelli, Milano 1994, p. 91.
3. Cfr. Mt 11,25-26.
4. Gen 12,1-7.
5. Es 3,13.
6. Es 3,15.
7. Gv 17,3.
8. Gv 10,30.
9. Gv 15,5.
10. G. Leopardi, Cara beltà…, Bur, Milano 1996, p. 86.
11. Lucio Anneo Seneca, Lettere a Lucilio, Bur, Milano 1989, p. 296.
12. «Cristo, dominatore di tutti e datore di vita». Inno della Dedicazione del Tempio.
Canto ambrosiano del secolo V.
13. Dall’Exultet della liturgia pasquale, attribuito secondo la tradizione
a sant’Agostino.
14. Cfr. Gv 17,1-4.
15. Cfr. Rm 12,5; Ef 4,25.
16. Col 3,15.