¿España sin Europa?
¿Qué habría sucedido en España si hace 30 años no se hubiera sumado al proyecto europeo, rubricándolo tal día como hoy? ¿Cómo calcular los efectos de una España sin Europa? Esta es la pregunta que deben formularse los más críticos contra la trayectoria de la propia Unión y los que mantengan dudas sobre su sentido. Es el tipo de pregunta —ardua de responder con exactitud científica, pero muy útil para cuestionar los propios prejuicios— que planteó un significado estudio para el mercado interior de 1992-93 ideado por Jacques Delors. Es una lógica extendida entre los economistas: ¿cuál es el coste de oportunidad? O sea: ¿el coste de no aprovechar la ocasión, el peaje de dedicar el esfuerzo a un objetivo alternativo?
Hay pocas dudas de que ese coste habría sido enorme. Así lo considera un 70% de los ciudadanos españoles, que creen que la pertenencia a la UE ha sido beneficiosa, según la encuesta de Metroscopia publicada hoy en EL PAÍS, que también recoge un deterioro de 10 puntos en esa valoración desde 2009: un significativo plebiscito, por cuanto se produce seis años después del inicio de la más depredadora crisis económico-social en los últimos 75 años, que ha erosionado el nivel de vida, los niveles de igualdad y la ilusión aparente por el proyecto comunitario.
Como estas encuestas se corresponden con las de otros países, habrá que preguntarse también si lo que falla en Europa es la determinación de los ciudadanos o la entereza y compromiso de los líderes políticos, apegados tantas veces a sus estrechos intereses y hábitos nacionalistas, parroquianos, alicortos y cortoplacistas.
Históricamente, la apertura de España a Europa y su ingreso en la versión actual de la misma, la UE, carece de referente. Si acaso, por su impacto geopolítico y dinamizador (aunque entonces, apenas transformador) con la aventura colonial encabezada por Castilla. Nunca había participado como ahora en la comunidad internacional en una línea de progreso económico, político y cultural: ni en la posterior Contrarreforma, ni en las breves Luces, ni en casi dos siglos (XIX y XX) turbulentos, inestables y en su mayoría autocráticos.
El ideal democrático español está casi desde sus inicios indefectiblemente vinculado al ideal europeísta, así como al del autogobierno descentralizado y plural. El impacto tangible de su concreción en la UE parece innegable: existen demasiados indicios de que no se trata de meras coincidencias, sino de una estrecha correlación.
El progreso económico (que ha multiplicado el PIB), el Estado de bienestar (con la universalización de enseñanza y sanidad), la cohesión territorial (aunque dañada por la crisis, la convergencia del sur con el norte es en nuestro caso más consistente de lo que ocurre en vecinos como Italia), la consolidación de una democracia —al inicio, frágil (golpe del 23-F)— y el aprendizaje cultural y moral que proporciona el trabajo codo a codo con los socios se debe al esfuerzo ciudadano. Y al apoyo y al sacrificio de los otros europeos que apostaron, creyeron e invirtieron solidariamente en nosotros. Con todos los defectos del edificio común a medio construir, sería miserable no darles hoy, también a ellos, las gracias.