El teólogo sereno que se lanzó entre los jóvenes
Ha muerto monseñor Giussani, a los 82 años, en su casa de Milán, a las 3.10 del 22 de febrero, fiesta de la cátedra de San Pedro, fiesta por tanto del Papado. Un signo de adhesión y de conformidad con la guía visible del cristianismo encarnado en la historia, como lo entendía este cura de Brianza, de voz ronca y en ocasiones tonante, que no dejaba a nadie indiferente. (…) Se ha ido otro insigne testigo de la fe católica del siglo XX, dejando una herencia viva en Comunión y Liberación. (…) Quizá no sea una casualidad que precisamente el 22 de febrero del año pasado, Juan Pablo II escribiera a “don Gius” con ocasión del medio siglo de vida de CL, reconocida por él precisamente como «uno de los brotes de la prometedora “primavera” suscitada por el Espíritu Santo en los últimos cincuenta años». (…) Giussani es su pasión por Cristo. Un amor donde no tienen cabida ni “quizás”, ni “peros”. Apasionado y viril, un hombre de una pieza. A muchos les atraía, otros se ponían a la defensiva por el mismo motivo: su pasión era tal que se podía tergiversar por dogmatismo. Pero no lo era. En don Giussani no hubo hiato entre “el Jesús de la historia” y el “Jesús de la fe”, porque son la misma persona. Otro rasgo fundamental de su experiencia y propuesta cristiana concierne a su modo de concebir a Cristo. El cristianismo se fundamenta en un «acontecimiento», en un «evento histórico que ha cambiado radicalmente la historia»: ese acontecimiento es la salvación que nos trajo Jesús de Nazaret. Para don Giussani, en ello reside «la solución al drama existencial de cada uno», como le reconocía hace un año Juan Pablo II. Por consiguiente, los cristianos deben obrar concretamente en la historia, en la sociedad, con su testimonio y sus obras, también en el ámbito político. La decisión y la radicalidad del compromiso que propone Giussani en nombre de su fe podían parecer, a los desprevenidos o a los prevenidos, una suerte de neo-integrismo católico. Pero a Giussani no se le podía imputar semejante acusación por otro rasgo importante de su personalidad: fue un hombre de cultura y un gran formador de conciencias, capaz de utilizar a Leopardi para meditar sobre la Eucaristía o de leer A su dama a modo de introducción al prólogo del evangelio de san Juan y de reconocer en Beethoven y Donizetti expresiones vivísimas del eterno sentido religioso del hombre. Estaba convencido de que «el vértice del genio humano (se exprese como se exprese) es profecía, aunque sea de manera inconsciente, del acontecimiento de Cristo». En el método educativo del movimiento de CL, su fundador siempre quiso destacar el hecho de que «la verdad se reconoce por la belleza que la manifiesta». Por eso es lícito afirmar que en la historia de CL la estética, entendida en su sentido más profundo, tomista, del término, ocupa un lugar preferente respecto a la insistencia en un reclamo de orden ético.