El primer Papa de nombre Francisco
Al elegir como Papa en el quinto escrutinio al arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, el cónclave ha efectuado un movimiento tan sorprendente como genial.
Sorprendente para quienes – casi todos – no habían captado, en los días anteriores, la efectiva aparición de su nombre en las conversaciones entre los cardenales. Su edad relativamente avanzada, 76 años y 3 meses, inducía a clasificarlo más entre los grandes electores que entre los posibles electos.
En el cónclave del año 2005 había ocurrido lo contrario sobre él. Bergoglio era uno de los decididos sostenedores del nombramiento de Joseph Ratzinger como Papa. Y se encontró, por el contrario, votado contra su voluntad, precisamente por los que querían bloquear el nombramiento de Benedicto XVI.
Es un hecho que tanto uno como otro han llegado a ser Papa. Bergoglio con el nombre inédito de Francisco.
Un nombre que refleja su vida humilde. Convertido en 1998 en arzobispo de Buenos Aires, dejó vacío el rico aposento episcopal adyacente a la catedral. Se fue a habitar en un pequeño departamento no muy distante, junto a otro anciano obispo. A la tarde se ofrecía para cocinar. Viajaba poco en automóvil, se trasladaba en autobús con la sotana de simple sacerdote.
Pero es también un hombre que sabe gobernar, con firmeza y a contra corriente. Es jesuita – el primero que ha llegado a ser Papa – y en los terribles años setenta, cuando gobernaba furiosamente la dictadura y algunos de sus hermanos estaban dispuestos a abrazar las armas y a aplicar las lecciones de Marx, él enfrentó enérgicamente la desviación, como provincial de la Compañía de Jesús en Argentina.
De la curia romana se mantuvo siempre bien alejado. Por cierto la querrá sencilla, limpia y leal.
Es pastor de sana doctrina y de realismo práctico. A los argentinos les ha dado mucho más que pan. Los ha exhortado a retomar en su mano también el catecismo, el de los diez mandamientos y de las bienaventuranzas. Decía que "el camino de Jesús es éste". Y quien sigue a Jesús entiende que "pisotear la dignidad de una mujer, de un hombre, de un niño o de un anciano es un pecado grave que clama al cielo", y entonces decide no hacerlo más.
La simplicidad de su visión se puede percibir en su santidad de vida. Con las pocas y simples primeras palabras suyas conquistó inmediatamente a la multitud que colmaba la plaza San Pedro. La hizo rezar en silencio.
Y la hizo rezar también por su predecesor Benedicto XVI, a quien no llamó “Papa”, sino “obispo”.
La sorpresa está apenas en sus inicios.