El estupor de la «presencia». El yo dependiente

Página Uno
Luigi Giussani

Proponemos la primera y la última parte del capítulo décimo de El sentido religioso de don Giussani, titulado: «Cómo se despiertan las preguntas últimas. Itinerario del sentido religioso», al que ha hecho referencia Carrón durante sus intervenciones en la Asamblea Internacional de Responsables de Comunión y Liberación

(La Thuile, 27-31 de agosto de 2005)


Nos espera una nueva reflexión sobre el problema.
Si las preguntas últimas son lo que constituye, el tejido de la conciencia humana, de la razón humana: ¿cómo se produce el despertar de aquellas? La respuesta a tal pregunta nos obliga a concretar la estructura de la reacción que tiene el hombre ante la realidad. Si es observándose a sí mismo en acción como el hombre se da cuenta de los factores que lo constituyen, para responder a esa pregunta es necesario observar la dinámica humana en su impacto con la realidad, impacto que pone en movimiento el mecanismo que revela esos factores. Un individuo que haya vivido poco el impacto con la realidad, porque, por ejemplo, ha tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de la propia conciencia, percibirá menos la energía y la vibración de su razón.
En la descripción que vamos a iniciar, los factores que señalaremos en el mecanismo se siguen unos a otros, en cierto sentido, como si se produjeran cronológicamente.

El estupor de la «presencia»
Ante todo, para hacerme entender, recurriré a una imagen. Supo¬ned que nacéis, que salís del seno de vuestra madre con la edad que tenéis en este momento, con el desarrollo y con la conciencia que tenéis ahora. ¿Cuál sería el primer, el absolutamente primer sentimiento, es decir, el primer factor de vuestra reacción frente a la realidad? Si yo abriera de par en par los ojos por primera vez en este instante, al salir del seno de mi madre, me vería dominado por la maravilla y por el estupor que provocarían en mí las cosas por su «presencia». Me invadiría la repercusión estupefacta de esa presencia que expresamos en el vocabulario corriente con la palabra «cosa». ¡Las cosas! ¡Qué «cosa»! Lo que es una versión concreta y, si queréis, banal, de la palabra «ser». El ser: no como entidad abstracta, sino como presencia, presen¬cia que no hago yo, que encuentro, presencia que se me impone.
Quien no cree en Dios no tiene excusa, dice san Pablo en la carta a los Romanos, porque debe negar este fenómeno original, esta original experiencia de lo «otro». El niño la vive sin darse cuenta, porque aún no es consciente del todo; pero el adulto que no la vive o no la percibe como hombre consciente es menos que un niño, está como atrofiado.
El asombro, la maravilla que produce esta realidad que se me impone, esta presencia con la que topo, está en el origen del despertar de la conciencia humana.
«El estupor absoluto es para la inteligencia de la realidad de Dios lo que la claridad y la distinción son para la comprensión de las ideas matemáticas. Privados de la capacidad de maravillarnos, resultamos sordos a lo sublime». (A. Heschel)
Por eso el primerísimo sentimiento del hombre es el de estar frente a una realidad que no es suya, que existe independientemente de él y de la cual depende.
Traducido esto empíricamente, se trata de la percepción original de un dato, de algo dado. Un uso totalmente humano de la palabra «dato», en el sentido de aplicarle todas las implicaciones de nuestra persona, todos los factores de nuestra personalidad, la convierte en algo vivo: «dado», participio pasado, implica algo que «dé». La palabra que traduce en términos plenamente humanos el vocablo «dato» y, por tanto, el primer contenido del impacto con la realidad es la palabra don.
Pero, sin detenernos por ahora en esta consecuencia, la misma palabra «dado» refleja una actividad ante la cual yo estoy pasivo: pasividad que constituye mi actividad originaria, la de recibir, la de constatar, la de reconocer.
Una vez, cuando enseñaba en el instituto, pregunté: «Entonces, según vosotros, ¿qué es la evidencia? ¿Podría definírmela alguno de vosotros?». Un chico, sentado a la derecha de la mesa del profesor, después de un largo rato de silencio embarazoso de toda la clase, dijo: «¡La evidencia es una presencia inexorable!». ¡El darse cuenta de una presencia inexorable! Yo abro los ojos a esta realidad que se me impone, que no depende de mí, sino de la que yo dependo: el gran condicionamiento de mi existencia, si queréis, lo dado.
Es este estupor el que despierta la pregunta última en nuestro interior: no es una comprobación fría, sino un asombro lleno de atractivo, como una pasividad que en el mismísimo instante engendra en su seno la atracción.
No hay ninguna postura más retrógrada que la de cierta pretendida postura científica ante la religión y lo humano en general. En efecto, es bastante superficial repetir que la religión ha nacido del miedo. El miedo no es el primer sentimiento del hombre. El primero es el atractivo; el miedo aparece en un segundo momento, como reflejo del peligro percibido de que la atracción no permanezca. Lo primero de todo es la adhesión al ser, a la vida, es el estupor frente a la evidencia; con posterioridad a ello, es posible que se tema que aquella evidencia desaparezca, que aquel ser no sea tuyo, que no ejerza ya atracción en ti. Tú no tienes miedo de que desaparezcan cosas que no te interesan, tienes miedo de que desaparezcan las cosas que te interesan.
La religiosidad es, ante todo, la afirmación y el desarrollo del atractivo de las cosas. Hay una primera evidencia y un asombro que caracterizan bien la actitud del verdadero investigador: la maravilla de una presencia me atrae; y así se dispara en mí la búsqueda. El miedo es una sombra que cae como segunda reacción. Temes perder algo sólo cuando lo has tenido al menos por un momento.
Otra gran palabra que debemos tener en cuenta para aclarar más aún el significado del «dato», de lo «dado», es la palabra «otro, alteridad». Por volver a tomar una imagen que ya hemos usado: si yo naciera con la conciencia que tengo ahora, a mis años, y abriera los ojos de par en par, la presencia de la realidad se me manifestaría como presencia de «otra cosa» distinta de mí.
«El estupor religioso es algo diferente de la admiración de la cual nace la filosofía, según Aristóteles. Cuando la alteridad aparece ante sus ojos, el hombre no se siente inclinado a problematizar, sino a venerar, a invocar, a contemplar. Esto es seguro: que es algo distinto de uno mismo y que es meta-(= más allá de lo) natural». (Alberto Caracciolo).
La dependencia original del hombre está bien expresada en la Biblia, en los capítulos 38 y 39 del Libro de Job, en el dramático diálogo («duelo») entre Dios y Job, después que este se hubiera entregado a una lamentación rebelde. Durante dos capítulos Dios acosa con sus pregun¬tas radicales y parece verse a Job empequeñecer físicamente, como si quisiera desaparecer ante la imposibilidad de dar una respuesta:
Yahveh respondió a Job desde el seno de la tempestad: ¿Quién es éste que empaña el consejo con razones sin sentido?
Ciñe tus lomos como un bravo: voy a interrogarte, y tú me instruirás.
¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra?
Indícalo, si sabes la verdad.
¿Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabrías?
¿Quién tiró el cordel sobre ella?
¿Sobre qué se afirmaron sus bases?
¿Quién asentó su piedra angular
entre el clamor a coro de las estrellas del alba...?
¿El censor de Dios va a replicar aún?
No existe nada más adecuado, más unido a la naturaleza del hombre que el vivir poseídos por una dependencia original: pues, en efecto, la naturaleza del hombre es la de ser creado.
En este primer factor que he señalado hay tres pasos:
El primer paso es que la realidad se percibe genéricamente como algo «dado», como «alteridad».
Sólo en un momento posterior distingo en esta realidad rostros y cosas.
Y después, en un tercer momento, me doy cuenta de mí mismo. Las distinciones vienen después, y la última descubre al yo como algo distinto de las demás cosas.
La trayectoria psicológica del hombre confirma esto, porque la percepción de uno mismo como «distinto de» llega en un cierto momento de la evolución de la propia conciencia. Se llega a uno mismo en cuanto «dato», en cuanto «hecho», como último paso en la percep¬ción de la realidad como «cosa» y como «cosas».
Por tanto la intuición primera es el asombro ante lo dado y ante el yo como parte de este dato, de lo dado, lo existente. Primero te impresionas y luego te das cuenta de que te has impresionado. Es aquí donde se origina el concepto de la vida como don, en ausencia del cual no podemos usar las cosas sin hacerlas estériles.

El yo dependiente
En este punto, cuando se ha despertado ya su ser por la presencia de las cosas, por la atracción que ejerce y el estupor que provoca, y se ha llenado de gratitud y alegría porque esa presencia puede ser benéfica y providencial, el hombre toma conciencia de sí en cuanto yo y recupera su asombro original con una profundidad que establece el alcance, la estatura de su identidad.
En este momento yo, si estoy atento, es decir si soy persona madura, no puedo negar que la evidencia mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo, que no me estoy haciendo a mí mismo. Yo no me doy el ser, no me doy la realidad que soy, soy algo «dado». Es el instante adulto en que me descubro a mí mismo como dependiente de otra cosa distinta.
Cuanto más profundizo en mí mismo, si llego hasta el fondo, ¿de dónde broto? No de mí, sino de otra cosa. Es la percepción de mí mismo como chorro que nace de una fuente. Hay otra cosa que es más que yo, y que me hace. Si el chorro de una fuente pudiera pensar percibiría en el fondo de su fresco brotar un origen que no sabe qué es, que es otra cosa distinta de él.
Se trata de la intuición, que en todo momento de la historia ha tenido siempre el espíritu humano más agudo, de esa misteriosa presencia que es la que hace posible la consistencia del instante, del yo. Yo soy «tú-que-me-haces». Sólo que este «tú» es algo absolutamente sin rostro; uso la palabra «tú» porque es la menos inadecuada para indicar esa presencia desconocida que es, sin comparación, mayor que mi experiencia de hombre. Pues si no, ¿qué otra palabra podría usar?
Cuando pongo mi mirada sobre mí y advierto que yo no estoy haciéndome a mí mismo, entonces yo, yo, con la vibración consciente y plena de afecto que acucia en esta palabra hacia la Cosa que me hace, hacia la fuente de la que provengo en cada instante, no puedo dirigirme a ella más que usando la palabra «tú». «Tú que me haces» es por tanto lo que la tradición religiosa llama Dios; es aquello que es más que yo, que es más yo que yo mismo, aquello por lo que yo soy.
Por esto la Biblia dice de Dios «tam pater nemo», que nadie es tan padre, porque el padre que conocemos en nuestra experiencia es alguien que da el empujón inicial a una vida que, desde la primera fracción de segundo en que recibe su ser, se separa y va por su cuenta.
Yo era aún un sacerdote muy joven. Una mujer venía regularmente a confesarse. Por algún tiempo dejé de verla y, cuando volvió, me dijo: «He tenido una niña, la segunda»; y, sin que yo le dijera nada, añadió: «¡Si supiera qué impresión! Apenas caí en la cuenta de que había nacido y ni siquiera pensé si era niño o niña, si estaba bien o mal; la primera idea que me vino a la cabeza fue ésta: ¡ya comienza a alejarse!».
En cambio Dios, Padre en todo instante, me está concibiendo ahora. Nadie es padre de este modo, generador constante.
La conciencia de uno mismo, cuando ahonda, percibe en el fondo de sí a Otro. Esta es la oración: la conciencia de uno mismo en profundidad hasta el punto de encontrarse con Otro. Así pues, la oración es el único gesto humano en el que la estatura del hombre se expresa totalmente.
El yo, el hombre, es aquel nivel de la naturaleza en el que ésta se da cuenta de que no se hace por sí sola. Así que el cosmos entero es como la gran periferia de mi cuerpo, sin solución de continuidad. Se puede también decir de este modo: el hombre es aquel nivel de la naturaleza en el que ésta llega a tener experiencia de la propia contingencia. El hombre se experimenta contingente: subsiste por otra cosa, porque no se hace a sí mismo. Estoy en pie porque me apoyo en otro. Soy porque soy hecho. Como mi voz, que es eco de una vibración mía: si freno la vibración, la voz deja de existir. Como el manantial que deriva todo él de la fuente. Como la flor, que depende totalmente de la fuerza de la raíz.
Entonces ya no diré «yo soy» conscientemente, de total acuerdo con mi estatura humana, sino identificándolo con «yo soy hecho». De lo dicho depende el equilibrio último de la vida. Pues ya que la verdad natural del hombre, como hemos visto, es su creaturalidad, el hombre es un ser que existe porque continuamente es poseído. Por eso sólo respira abiertamente, se siente en forma y alegre, cuando reconoce ser poseído.
La conciencia verdadera de uno mismo está muy bien representada por el niño cuando está entre los brazos de su padre y de su madre: entonces puede meterse en cualquier situación existencial con una tranquilidad profunda, con posibilidad de alegría. No hay sistema curativo que pueda lograr esto, a no ser mutilando al hombre. Pues con frecuencia ahora, para quitar el dolor de ciertas heridas, se censura al hombre precisamente en su humanidad.
Por eso podemos decir que todos los movimientos de los hombres, en cuanto que tienden a la paz y al gozo, están en la búsqueda de Dios, de Aquello en lo que radica la consistencia definitiva de su vida.