El entusiasmo por la verdad se llama "fe"

Inserto
Julián Carrón

El pasado 8 de marzo se reunía en Milán la Diaconía central de la Fraternidad de CL para proceder al nombramiento del presidente para los próximos seis años, habiendo finalizado el mandato de Julián Carrón, que el 19 de marzo de 2005 había sucedido a don Giussani como guía del movimiento. Asistieron todos los miembros de la Diaconía, con una única ausencia debida a compromisos improrrogables. Monseñor Massimo Camisasca, Superior General de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo presidió la mesa electoral. Julián Carrón fue confirmado presidente por unanimidad, con un solo voto en blanco. Publicamos su intervención tras la reelección.

1. Lo más querido
Acepto vuestra decisión con el mismo espíritu con el que acepté la llamada de don Giussani: tratar de obedecer a la modalidad concreta con la que el Misterio me llama. En este momento, quizás más consciente de mi desproporción absoluta ante la tarea que se me confía; antes, de hecho, veía las cosas de lejos, mientras que ahora tengo un conocimiento mucho más directo de mi responsabilidad. Os ruego, en primer lugar, que juntos pidamos el Espíritu por mediación de la Virgen, para que me conceda seguir a Cristo cada vez más, porque esto es lo único que garantiza que cumpliré esta tarea en favor vuestro, del mundo y mío.
Mi mayor deseo lo expresa don Giussani en ese texto que nos propuso como Manifiesto permanente de CL, y que resume lo que ha sido nuestra vida como movimiento y cuál es hoy nuestra responsabilidad: «Para nosotros, lo más querido del cristianismo es Cristo mismo. Él y todo lo que de Él proviene; porque sabemos que en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad» (Soloviev). Lo que quiero es esto. En mi vida no quiero tener nada más querido que esto.
Por tanto, os ruego que lo pidamos juntos, para mí y para todos –pues nos conviene a cada uno–, porque mi reelección no es sólo la puesta a punto de los engranajes de la organización, sino un gesto decisivo para la fe, es decir, para el reconocimiento de Cristo del que dependen la verdad, la novedad, la intensidad y la esperanza de nuestra vida. Debemos asumir que el significado de esta elección va más allá de mi yo “efímero” –por usar una expresión de don Giussani–; daría lo mismo que en mi lugar estuviese otro, porque siempre necesitaríamos ese punto de referencia último que es decisivo para nuestra fe, como vemos en la vida del movimiento.
Se cumplen tres años desde la muerte de don Giussani, y uno desde la audiencia con el Papa. En este tiempo he tenido ocasión de visitar muchas comunidades, tanto en Italia como en el extranjero, y lo que he podido ver –sintéticamente– es, por un lado, una novedad y, por otro, una fragilidad.

2. La novedad: Cristo que obra entre nosotros
En muchas ocasiones, durante estos años, hemos visto a Cristo obrar de tal modo entre nosotros que se nos ha hecho más patente que nunca la presencia de don Giussani. Lo cual me llena de asombro y agradecimiento, porque que esto suceda no se puede dar por supuesto. Es lo primero a lo que mirar. Y toda nuestra fragilidad no puede poner en duda esta evidencia, no puede ocultar o borrar la modalidad imponente con la que Cristo se manifiesta ante nuestros ojos. Hay muchos signos y los resumiría así: mucha gente ha asumido en primera persona un trabajo, se ha puesto en movimiento sobre todo a partir de la Escuela de comunidad. Paulatinamente, para muchos que estaban parados, la Escuela empieza a ser ocasión para reanudar el camino e incide en la vida cada vez más. Esto constituye una esperanza para todos.

3. Nuestra fragilidad
Al mismo tiempo, a pesar de estos signos imponentes, resulta patente nuestra fragilidad. La pone de manifiesto, por ejemplo, la dificultad que muchos están viviendo ante las elecciones, o la que viven muchas familias o jóvenes matrimonios que, al cabo de un tiempo, empiezan a cansarse. Muchos son los indicios del largo camino que nos queda por recorrer y de la responsabilidad que tenemos todos (sobre todo nosotros, que formamos parte de la Diaconía central del movimiento) ante el carisma recibido, ya que es decisivo para la Iglesia, para el mundo y para cada uno de nosotros.
Y lo es más aún cuando consideramos el contexto actual. En estos últimos años el panorama se ha complicado: a la inconsistencia de las personas se suma la dramática situación social y cultural en la que tenemos que vivir la fe. Crece la hostilidad hacia la Iglesia, hacia una concepción del cristianismo que, como la nuestra, no lo reduce al ámbito privado, sino que quiere vivirlo en medio de la sociedad. Aunque comprobamos que un cierto modo de vivir la fe despierta el interés de muchas personas, creyentes o no, y una pregunta acerca de nuestra identidad, el contexto sigue siendo el mismo y todos sabemos que es muy complicado. Tal vez ahora resulte más oportuno, si cabe, el juicio que don Giussani formuló en 1982, cuando dijo que nosotros «no tenemos patria». Por ello tenemos una responsabilidad todavía mayor.

4. El reto que se nos presenta
El reto que tenemos por delante es el de siempre –por ello nació el movimiento–: el reto educativo. Como decía don Giussani en Riccione en 1976 [el objetivo, el sentido] «la tarea de la comunidad es generar [educar] adultos en la fe» (Dall’utopia alla presenza, BUR, Milán 2006, p. 58). Es difícil hoy encontrar lugares en la vida de la Iglesia en los que se pueda recorrer un camino educativo que permita verdaderamente generar un adulto. Fue la preocupación constante de don Giussani, como hemos podido comprobar de nuevo con la publicación de los Equipe del CLU. En Certi di alcune grandi cose (BUR, Milán 2007) dice que lo que más urge es «la necesidad de la personalización, la conciencia de que el movimiento nace en mi persona, de que me va la vida en ello» (p. 155). Por eso «el problema capital» es «la personalización de la vida del movimiento, es decir, la génesis, la concepción nueva que tiene la persona de sí misma» (p. 196). Esto es todavía frágil en muchos: lo vemos en cómo cuesta concebir la fe como un conocimiento nuevo; se acumulan actividades o momentos emotivos, pero la vieja concepción en la mirada sobre uno mismo y sobre la realidad permanece tal cual.
La esperanza –decía don Giussani– era que ya a finales de los años 70 había nacido una especie de «movimiento dentro del movimiento» (pp. 15-18), en el que comenzaba a producirse esa personalización. Es lo mismo que me parece ver hoy: hay muchas personas en movimiento en distintos lugares, que empiezan a generar signos de esta novedad. Esto quiere decir que la propuesta del movimiento, cuando se toma en serio, sabe generar un yo consciente, capaz de afrontar las circunstancias –con sus objeciones y dificultades–, es decir, capaz de vivir la vida como lucha, como decía don Giussani.

5. La génesis de la persona
Por ello Giussani subrayaba que la verdadera cuestión es «la génesis de la persona». ¿Qué es lo que educa en la génesis de la persona? Una compañía. Pero se preguntaba: «¿Cuándo ayuda verdaderamente una compañía?». Para que se genere la persona, la criatura nueva, no basta una compañía cualquiera. Una compañía ayuda cuando está hecha de «gente que busca la verdad». Por tanto «hace falta una compañía que ayude; y sólo ayuda una compañía hecha de “gente que busca la verdad”» (p. 199).
¿Qué es lo que genera esta criatura nueva, esta comunidad hecha de gente que busca la verdad? No la genera un análisis, un recuerdo, una dialéctica, sino un hecho, un evento. Por eso el método a seguir no es una dialéctica entre las distintas posiciones, no es el acuerdo entre nosotros, y la comunión no se puede concebir como un ponernos de acuerdo: es un hecho que desafía nuestra razón y nuestra libertad. La comunión nace del reconocimiento de este hecho, y para ello hace falta que hoy Cristo sea contemporáneo a nosotros. Si no lo fuera, nosotros no seríamos capaces de generarlo: debe suceder ante nuestros ojos. A nosotros nos corresponde ceder ante lo que está aconteciendo frente a nuestros ojos para reconocerlo y experimentar en nuestra vida esta comunión.
¿Cómo se demuestra contemporáneo Cristo? ¿Cómo se documenta más su contemporaneidad? Lo estamos viendo en la Escuela de comunidad: a través del testigo (cf. L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 2007, p. 29ss.). Cada uno de nosotros sabe bien que sin esto no hay posibilidad de novedad. Y, ¿quién es el testigo? Aquel que me hace presente a Cristo de forma más persuasiva, sea quien sea este testigo.
Decía recientemente al Grupo Adulto: yo no sé cómo el Misterio lleva a cumplimiento tu vida (como no lo sé de cada uno de vosotros, mucho menos de cada uno del movimiento); yo no sé cómo te atrae hacia Sí, eres tú quien sabe cómo te atrae el Misterio, cómo te provoca y te invita. Y cada uno de nosotros debe responder ante esto, porque el cristianismo es el Misterio presente en la carne, en la historia, y nosotros hemos visto a un testigo –don Giussani– que ha trazado el camino, un camino para el presente de la historia en que vivimos, que no tiene comparación con ningún otro.
Por tanto, ¿qué quiere decir identificarse con la modalidad con la que el Misterio nos ha alcanzado, es decir, con el carisma? Identificarse con el que más vive el carisma que nos ha alcanzado. No tengo por qué ser yo necesariamente, pero yo pido a la Virgen poder ser, como punto último de referencia, el más disponible de todos para reconocerlo allí donde se manifiesta. Sin esto estaríamos a merced de la interpretación, a merced de nuestros pensamientos, porque el hecho no lo generamos nosotros. Un testigo es aquel que nos documenta hoy qué quiere decir seguir el carisma, y la pregunta que surge es: ¿estamos dispuestos a reconocerlo? Los que estamos aquí no tenemos en la vida una tarea más importante que ésta: ceder a este reconocimiento.
Decía don Giussani en los Ejercicios del Grupo Adulto en 1989: «La novedad es que cada vez sea más continuo y familiar el reconocimiento de Cristo. El cambio es consecuencia de esto. Luego, lo demás cambia conforme a la voluntad de Dios y también a la tuya». Observad el orden de los factores: la novedad es el continuo y familiar reconocimiento de Cristo. Todo lo demás es una consecuencia. Nosotros somos llamados, por tanto, a obedecer «a esa forma de enseñanza a la que hemos sido confiados» (J. Ratzinger).

6. El riesgo: una concepción, en último término, dualista
Debemos prestar atención a lo que nos dice don Giussani sobre el gnosticismo en el texto que hemos publicado recientemente en Huellas. Lo define de esta forma: «Es verdadero lo que yo creo que es verdad de lo que se me dice» («Fe, ayer y hoy», en Litterae Communionis-Huellas, febrero 2008, p. 9). Cada uno de nosotros necesita ser acompañado hasta el final para vencer el mayor riesgo que corremos: vivir una concepción dualista. La comunión nace únicamente de la fe, del reconocimiento de Cristo, no depende del ponernos de acuerdo –cosa que tampoco conseguimos hacer–. Nace sencillamente si somos capaces de ceder a este reconocimiento, pues si no, estamos siempre a merced de la interpretación, aunque estemos de acuerdo. Si nos pusiéramos de acuerdo pero perdiéramos este reconocimiento no me interesaría en absoluto un movimiento así.
Para don Giussani este es «el síntoma de la verdad y autenticidad o no de nuestra fe: si en primer plano está verdaderamente la fe, si esperamos de verdad todo del hecho de Cristo o, por el contrario, si del hecho de Cristo esperamos lo que decidimos nosotros, haciendo de Él, en última instancia, punto de partida y pretexto para nuestros proyectos y programas». Esto es lo que «denuncia [desenmascara] la ambigüedad posible en la raíz de cualquier expresión humana» («La larga marcha de la madurez», en Litterae Communionis-Huellas, marzo 2008, p. 32). Debemos mirar esto a la cara y hablar de ello, porque sin esto, aunque estemos de acuerdo, vamos hacia la decadencia; tenemos muchos indicios de que no estamos exentos de este riesgo. Lo apuntaba Prades, por ejemplo, a propósito de la posición de algunos ante la actual situación de España, lo vemos nosotros con respecto a las elecciones en Italia. Este es, en mi opinión, el desafío mayor con el que nos encontramos ahora.
Giussani decía: «Seguir el movimiento es seguirlo en su dirección real, y su dirección real es la que tiene como pasión absoluta y única promover un encuentro siempre renovado con Cristo, de manera que Cristo se convierta en un juicio sobre la vida y contenido del afecto, que Cristo se convierta en memoria y afecto, porque esto cambia el mundo. ¡Esto cambia el mundo, amigos! Sólo esto es capaz de cambiar nuestra vida: no las opiniones [nuestras] sobre la cultura, no las opiniones [nuestras] sobre el modo de vivir la comunidad, porque si se sigue de esta manera, comprendemos que también el modo de vivir la comunidad debemos aprenderlo y seguirlo. El movimiento ha avanzado por su unidad, no ciertamente por la autonomía de las opiniones» (Certi di alcune grandi cose, p. 80). Esto constituye un reto continuo para cada uno, porque sin esto no tendremos un rostro original en la historia y el movimiento se agotará aunque siga en pie la organización; porque una presencia es posible sólo como «conciencia de sí mismo como relación con Cristo» (p. 141), explica don Giussani, es decir, como «desbordamiento de la propia conciencia religiosa» (p. 142). Por tanto, este es el origen de nuestra posición cultural: «La cultura no es sino la dignidad profunda de una experiencia humana que se expresa y se comunica, que aprende a expresarse y a comunicarse» (p. 256). ¿En qué consiste dicha cultura? «“Lo que genera una posición culturalmente viva es el entusiasmo por la verdad”. El entusiasmo por la verdad se llama “fe”» (p. 258). Por eso me parece que la Escuela de comunidad de este curso es absolutamente pertinente al momento histórico que atravesamos. Decía también don Giussani a los universitarios: «El entusiasmo por la verdad coincide con el reconocimiento del “hecho” que vive entre nosotros; es el reconocimiento de que la verdad se encarna en un hombre, de que ya no es el término de nuestras elucubraciones, sino un encuentro; coincide con alguien que te cruzas por la calle, con unas palabras de sobremesa, con un reclamo que atraviesa la mirada que el hombre dirige a su mujer; el entusiasmo por la verdad es el reconocimiento de una fraternidad que elimina de golpe toda extrañeza: étnica, de temperamento, geográfica o histórica. El entusiasmo por la verdad es nuestra compañía» (p. 258).

7. Confrontarse con el carisma
En «El mayor sacrificio es dar la vida por la obra de Otro» (en Huellas n.5, mayo de 1998), don Giussani dice que la verdadera cuestión es «comparar la propia concepción con el carisma». Nosotros estamos aquí justamente para hacer esta comparación profunda, porque tenemos la responsabilidad última del carisma, no porque seamos mejores, sino porque hemos sido elegidos para ello.
Como decía el verano pasado fray Paolo Martinelli en los Ejercicios del Grupo Adulto, para ser herederos del carisma hace falta volverse hijos, y para ser hijos es necesario dejarse generar por el carisma mismo que hemos recibido.
Por este motivo, al retomar el camino, yo me pregunto y os pregunto: ¿a qué conversión nos llama hoy el carisma? Sólo si aceptamos esta conversión podremos verdaderamente llevar a cabo la tarea para la que hemos sido llamados: custodiar el carisma. Si no es así, nuestra presencia aquí será formal. Nos espera una aventura fascinante, y la vida será para nosotros cada vez más una aventura fascinante si aceptamos ser continuamente regenerados por el carisma, si deseamos y pedimos cada vez más al Espíritu poder hacernos hijos.