El corazón del problema Iglesia
Luigi Giussani, Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid 2004, pp. 17-19
Quien se enfrenta con el hecho de Jesucristo, sea un día después de su desaparición del horizonte terreno, o bien un mes después, o cien, mil o dos mil años después, ¿cómo puede ponerse en condiciones de saber si Él responde a la verdad que pretende ser? Es decir, ¿cómo puede uno llegar a comprender si realmente Jesús de Nazaret es el acontecimiento que encarna la hipótesis de la revelación en sentido estricto?
Este problema es el corazón de lo que históricamente se llama «Iglesia».
La palabra «Iglesia» indica un fenómeno histórico cuyo único significado consiste en que constituye para el hombre la posibilidad de alcanzar la certeza sobre Cristo, en ser en definitiva la respuesta a esta pregunta: «Dado que yo llego el día después de que Cristo se haya marchado, ¿cómo puedo saber si realmente se trata de Algo que me interesa más que nada, y cómo puedo saberlo con razonable seguridad?». Ya hemos advertido que es imposible imaginar un problema más grave que éste para el ser humano, cualquiera que sea la respuesta que se dé a esa pregunta (cf. al respecto L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, en particular el capítulo 3, pp. 37-45). A cualquier hombre que entre en contacto con el anuncio cristiano le resulta imperativo intentar llegar a una certeza respecto a un problema tan decisivo para su vida y la del mundo. Se puede, obviamente, censurar el problema pero, dada la naturaleza de la pregunta, censurarlo es como responder a ella negativamente.
Es importante, pues, que ahora quien viene después –e incluso mucho tiempo después– del acontecimiento de Jesús de Nazaret lo aborde de modo que pueda llegar a obtener una valoración razonable y cierta, adecuada a la gravedad del problema. La Iglesia se presenta como una respuesta a esa exigencia de una valoración cierta. Este es el tema que nos disponemos a abordar. Pero tal propósito presupone la seriedad de la pregunta: «¿Quién es realmente Cristo?», esto es, presupone un compromiso moral en el uso de la conciencia ante el hecho histórico del anuncio cristiano. Y eso a su vez presupone una seriedad moral en la vida del sentido religioso como tal.
Si, por el contrario, no estamos comprometidos con ese aspecto inevitable y omnipresente de la existencia que es el sentido religioso, si ante el hecho histórico de Cristo pensamos que se puede no adoptar una postura personal, entonces la Iglesia sólo podrá interesarnos de una manera reductiva: como problema sociológico, político o asociativo, para combatirla o defenderla con referencia a estos aspectos.
¡Qué degradación para la razón quedar descalificada precisamente en lo que hace más humana y más completa su capacidad de descubrir y establecer conexiones, es decir, el sentido religioso auténtico y vivo!
Por otra parte, de hecho, la historia, querámoslo o no, con nuestra ira o con nuestra paz, está atravesada por el anuncio del Dios que se ha hecho hombre.