El compromiso político
Hasta hace algunos años las célebres palabras de Pablo VI que describían la política como una “altísima forma de caridad” podían contar con la aprobación de la mayoría de los que las escuchaban: comprometerse en política, en efecto, era un signo de interés por el bien común y por la edificación de una sociedad más justa y humana. Hoy, en cambio, una gran mayoría de ciudadanos se retrae apenas oye la más mínima referencia a la “política” e incluso la identifica con prácticas no ciertamente virtuosas. También sucede entre nosotros, los cristianos.
¿Qué ha sucedido en nuestras democracias para que se haya llegado a esta situación? Responder a esta pregunta exigiría tener la paciencia de recorrer la historia de los últimos sesenta años –al menos desde el 68 hasta nuestros días– para identificar protagonistas, corrientes y tendencias culturales. Es un trabajo que se debe hacer y que resulta muy iluminador. No podemos, sin embargo, asumirlo como propósito en este momento.
Quizá sea suficiente sugerir algunas líneas de reflexión y algunas preguntas que puedan favorecer el diálogo y el deseo de retomar un camino de trabajo a favor del bien común.
Cada vez con mayor claridad se constata el dato de una objetiva subordinación de la política a otras instancias que llegan a controlarla y dirigirla. Basta pensar al peso de los mercados internacionales y de la denominada finanza global, o al influjo que ejercen los medios de comunicación social. Los ciudadanos europeos son cada día más conscientes de que muchas decisiones que incidirán concretamente en su vida laboral y social, no se toman en los parlamentos nacionales, los cuales, en muchos casos, se limitan a refrendarlas. Obviamente es necesario reconocer que algunos factores de este tipo son, simplemente, inevitables: corresponden a un mundo cada vez más globalizado y es del todo ilusorio intentar recorrer la vía de la fragmentación. Y, sin embargo, la pregunta que debemos plantearnos es la siguiente: este estado de cosas ¿vacía de contenido real y priva de valor a la política y, como consecuencia, al compromiso político de los ciudadanos? La respuesta será afirmativa sólo si aceptamos el precio de renunciar a “gobernar” el delicado tiempo de transición que estamos viviendo. En efecto, toda dinámica transnacional o global implica necesariamente las tareas de interpretarla y gobernarla. Y dichas tareas no pueden ser delegadas a los “técnicos”: su protagonista será siempre el pueblo soberano, en los modos previstos por las instituciones democráticas.
¿En qué modo podrá ejercer su soberanía el pueblo? No se trata de buscar sistemas utópicos que nos ahorren el trabajo de vivir nuestra responsabilidad en primera persona. Más bien hace falta recobrar las razones del bien práctico de la vida común. Ese bien práctico que se expresa en la amistad cívica entre personas y comunidades llamadas a vivir juntas. Precisamente este hecho –que personas y comunidades de hecho no pueden no convivir– permite intuir que tanto el individualismo como el corporativismo impiden el desarrollo de una sociedad sana.
Para comprometerse con la acción política, en nuestro tiempo y en nuestra sociedad plural, es necesario preguntarse concretamente, es decir, en el contexto histórico y cultural en el que cada uno de nosotros está llamado a vivir, qué tipo de cultura queremos promover, sobre qué cuestiones podemos encontrar un acuerdo y sobre qué otras, en cambio, es necesario que prevalezca la libertad de conciencia, qué tipo de organización política puede favorecer nuevas formas que garanticen a todos los sujetos una mayor participación... Todas estas son cuestiones a las que no se puede responder más que a partir de la experiencia concreta de cada comunidad y de cada sociedad. Son preguntas que implican opciones prácticas que expresen el ideal por el que vivimos. Sabiendo que entre dicho ideal y lo que podremos conseguir se dará inevitablemente una diferencia. Esa diferencia que abre espacio al encuentro con todos y al camino en común.