Educador incansable
Benedicto XVI ha sorprendido a propios y extraños -afirma el director editorial de COPE-, por su «capacidad pedagógica, su forma de mantener un diálogo vivo con las preguntas de la gente». No ha rehuido preguntas incómodas ni dolorosas. Como buen educador, ha sido, ante todo, un testigo, que «ha sabido comunicar el arte de vivir: el cristianismo»
Uno de los aspectos que más han impresionado de Benedicto XVI a propios y extraños ha sido su capacidad pedagógica, su forma de mantener un diálogo vivo con las preguntas de la gente. En esto, como en tantas cosas, ha sido un Papa innovador. Lo demuestra su forma de responder a los jóvenes, su modo de intervenir en las redes sociales, su disposición a dejarse entrevistar fuera de cánones rígidos y prefijados, o su iniciativa de dialogar a través de la televisión sobre las preguntas elementales de la experiencia humana. Todos conocían su potencia intelectual, pero pocos advertían su capacidad para ser auténticamente un maestro.
Un ejemplo se me ha quedado especialmente grabado. En 2007, durante la visita de Benedicto XVI a Génova, un muchacho le plantea que los jóvenes se sienten en la periferia de la Historia, sin perspectivas y sin futuro. Les falta un centro, no encuentran personas capaces de darles una identidad. El Papa podría haber respondido con buenos consejos, con un ataque afilado al relativismo o recomendando que visitara más su parroquia. Pero no, en un instante toma al vuelo la profundidad de este desafío y descoloca a todos. Arranca de la contraposición centro-periferia que había planteado su interlocutor, y afirma que la gran tarea de este momento es generar centros vitales en esa periferia nebulosa en que se mueve la vida de la gente. Además, señala que las células vitales de la sociedad están en peligro, no cumplen suficientemente su función. La familia, la parroquia, las asociaciones civiles, los movimientos, deberían ser lugares de encuentro donde se aprende a vivir, donde se hace experiencia de las virtudes esenciales. Es preciso reconstruir esta red de centros vitales en la periferia, en la confusión de nuestras sociedades complejas. Centros de fe, de esperanza, de amor y solidaridad, donde crezca el sentido de la justicia y de la cooperación. Seguramente, Benedicto XVI fue mucho más allá de lo que ese joven tenía en la cabeza, lo cual es una característica del verdadero maestro. Pero, además, aprovechó para mostrar el nexo entre fe y vida, que no se juega sólo en el pensamiento, sino en la realidad. Algo que conecta muy bien con su espíritu benedictino.
La verdadera educación siempre implica una propuesta de significado que busca establecer su correspondencia con las preguntas y deseos de quien escucha. Mantener el arco voltaico entre estos dos polos da la medida de un maestro. Por ejemplo, impresiona el momento en que una niña japonesa de siete años pregunta al Papa por el sentido del atroz terremoto de Fukushima. En primer lugar, Benedicto XVI se deja herir por su dolor, no lanza una respuesta precocinada. «También yo me pregunto: ¿por qué es así?... Y no tenemos respuesta, pero sabemos que Jesús sufrió como vosotros, inocente, que el Dios verdadero que se muestra en Jesús está a vuestro lado... Un día yo comprenderé que este sufrimiento no era algo vacío, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento hay un proyecto bueno, un proyecto de amor... Siéntete segura, estamos a tu lado... Rezamos juntos para que la luz os llegue cuanto antes». El Papa no cierra la pregunta, la abre mucho más dándole una perspectiva de esperanza que puede ser experimentada aquí y ahora a través de la caridad, de la comunión. El maestro no trata de vencer en la esgrima dialéctica, sino que introduce en la realidad por oscura que sea.
Otra imagen preciosa la encontramos en su catequesis del pasado 7 de noviembre sobre la fe y el deseo del hombre. Lo impresionante del Papa es que, en ningún momento, parece quemarle la palabra en los labios. Se diría más bien que la maneja con familiaridad, que teje con ella una sinfonía que no podemos dejar de secundar, sencillamente porque nos vemos reconocidos en ella. Empieza por reconocer que «muchos contemporáneos podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios...» Pero, a continuación, explica cómo, en el fondo, «lo que hemos definido como deseo de Dios no ha desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del hombre».
La verdad profunda del deseo
Para el Papa, cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente, y por eso el cristiano no debe temer el deseo de la amistad, de la belleza, de la creación, del amor. La tarea del educador será transformar el éxtasis inicial en una peregrinación, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí. No para que el deseo se aplane y pierda su aguijón, sino para proteger su verdad más profunda, para proyectarlo como un rayo hacia su cumplimiento verdadero. Como sigue diciendo el Papa, «el hombre conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón...; es buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos..., pero la experiencia del deseo, del corazón inquieto (como lo llamaba san Agustín), atestigua que el hombre es en lo profundo un mendigo de Dios».
Aquí se desvela otro rasgo esencial del pontificado: que mientras buscaba arraigar de nuevo a la Iglesia en su fundamento, miraba siempre al mismo tiempo a un mundo que, como diría Peguy, «ya no es cristiano». Benedicto XVI advierte que «no se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura». Y abre así un ventanal de aire fresco a padres, educadores y sacerdotes. Y remata la sinfonía invitándonos a «sentirnos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje, también de quienes no creen, de quienes están en búsqueda, de quienes se dejan interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de bien».
En el fondo, todo educador es siempre un testigo, uno que está personalmente comprometido con la verdad que propone y que, además, conoce el corazón de aquellos a los que se ofrece. Por eso, a diferencia de tantos charlatanes de esta época, Benedicto XVI ha sabido tocar el corazón de tantos, de dentro y de fuera. Y les ha sabido comunicar el arte de vivir, esto es, el cristianismo.