Dios nos ha respondido: se ha revestido de forma sensible
Bari - Congreso eucarísticoIntervención de Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, en el encuentro sobre el laicado. XXIV Congreso Eucarístico Nacional Italiano. Bari, 27 de mayo de 2005
Si una de las ideas
eternas eres tú, a la que de sensible forma
no vistió la sabiduría eterna,
ni en caducos despojos, lúgubre
probó los afanes de funérea vida;
El genio de Leopardi ha expresado en estos versos de la poesía A su dama el verdadero deseo del hombre: que el Misterio se haga compañero. En la relación con la mujer se hace evidente para el hombre la naturaleza propia de su yo. Ninguna otra realidad como la mujer despierta en el hombre el deseo de totalidad que constituye su yo. Cuanto más hermosa es la mujer, cuanto más determinante es su presencia para la vida de un hombre, tanto más despierta en él el deseo de la Belleza, con B mayúscula, el deseo de encontrar esa Belleza capaz de responder al deseo de totalidad que el amor a la mujer hace intuir y anhelar. A través de lo que Leopardi llama «sublimidad del sentir» se hace evidente para nosotros el «misterio eterno de nuestro ser».
«Si una de las ideas / eternas eres tú»: este es el grito natural del hombre, es el grito del hombre inspirado por la naturaleza, es el grito, la oración del hombre para que Dios se haga su compañero» (L. Giussani, Mis lecturas, Madrid, Encuentro 1997, p. 30).
Pero contrariamente a lo que pensaba Leopardi, el Misterio, la Belleza, «la sabiduría eterna» no ha desdeñado revestirse de carne humana y «probar los afanes de funérea vida», sino que se ha hecho Hombre. Así se ha convertido en compañero nuestro, y en esto consiste precisamente el deseo de todo hombre. Por eso quien se encuentra con Él encuentra ese «tesoro» del que habla el Evangelio y que vale más que cualquier otro bien. San Pablo es un buen ejemplo de lo que sucede en la vida cuando uno se encuentra con Cristo: «Todo lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,7-8).
El Misterio ha entrado en la historia, y se ha revestido de «forma sensible» para responder a esa exigencia de encontrar la Belleza sin la cual, como decía Dostoyevski, los hombres estarían desesperados. «Si los hombres se vieran privados de lo infinitamente grande, no podrían vivir ya y morirían presa de la desesperanza» (cf. F.M. Dostoyevski, Los demonios, Madrid: Alianza Editorial, 2000). Hoy somos testigos de la envergadura del drama de quien rechaza lo infinitamente grande, testigos de hasta qué punto muere el hombre sofocado en su límite y sucumbe a la desesperación.
Para volver a abrir la puerta de cada hombre, cerrada por el pecado que ha dejado fuera al Misterio, Jesús entregó su vida, la dio por nosotros. Su pasión y muerte dan testimonio de hasta dónde ha llegado el amor de Dios por el hombre. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Con su victoria sobre la muerte por la resurrección, Jesús ha entrado en el mundo definitivo, en donde la muerte ya no tiene ningún dominio sobre Él, y por eso puede quedarse como compañero de nuestra vida para siempre. «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La Eucaristía es memoria de esto. «Todo el Triduum paschale (...) está como incluido, anticipado, y “concentrado” para siempre en el don eucarístico. En este don Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa “contemporaneidad” entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos» (Ecclesia de Eucaristía 5). En la Eucaristía, por tanto, «el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo» (Ecclesia de Eucaristía, 12).
Para hacerse presente en la Eucaristía Cristo se sirve de la “pobreza” de los signos sacramentales: pan y vino. De esta forma se hace más evidente que el Misterio –contrariamente a lo que pensaba Leopardi– no ha desdeñado identificarse con la forma sensible de estos dones. «En el ofrecimiento de Cristo –escribía don Giussani hace algunos años– la realidad carnal, el pan y el vino, se convierten en misterio de la fe –es decir, en el cuerpo y la sangre del Verbo encarnado–, y coinciden literalmente con el Misterio del Hijo de Dios. El Misterio coincide con el signo: ¿en dónde se produce esta suprema y adorable unidad, que se puede afirmar sólo con temor y temblor –el Misterio se identifica con el signo, y de esta forma el signo, la realidad sensible, la carne y los huesos no están contra el espíritu–, en dónde sucede esto en grado sumo, sino en la Eucaristía?» (L. Giussani, “Eucaristía: la gran oración”, en Huellas, mayo 2005, pp. 1-7).
Dentro de la pobreza de estos dones el que viene al encuentro del hombre es el mismo Cristo. A través de ellos nos ofrece esa novedad que es Él mismo: «Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la “pobreza” de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia» (Ecclesia de Eucaristía 58). La libertad de Dios me alcanza a través de los signos sacramentales y de esta forma llama a mi libertad a responder. Es lo más lejano a la repetición de un mecanismo. Es el drama de la relación entre Cristo y el hombre, que se renueva cada vez que una persona se acerca conscientemente, como un mendigo, a participar en el banquete eucarístico.
De esta forma Cristo desafía cada vez la libertad del hombre, que es llamado a acoger el don de Cristo mismo para poder vivir. Bien consciente de que su vida puede cumplirse solo en la acogida de lo infinitamente grande, el hombre se encuentra ante la verdadera elección: recibir o rechazar a Aquel que lo cumple y que le sale a su encuentro a través de la pobreza de esos dones. «El sacramento es realmente el gesto divino de Cristo resucitado que llama a la puerta de la persona y la mueve, a no ser que el hombre no quiera acogerlo, pues entonces se para en el umbral» (L. Giussani, Por qué la Iglesia. Madrid, Encuentro, 2004, p. 243). «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,20). «¡Oh sacramento del amor de Dios! –exclama san Agustín–. El que quiera vivir tiene dónde vivir, tiene de qué vivir. Que se acerque, que crea, que se una al cuerpo de Cristo para volverse vivo» (en Io. Ev. tr. 26.23).
Si con sencillez de corazón el hombre se deja vivificar por el cuerpo y la sangre de Cristo, se hace una sola cosa con Él. Su unión con Cristo, junto a la unión de los otros que, como él, se han acercado como mendigos a dejarse llenar de Su riqueza, genera esa comunión que es el testimonio más grande de la potencia y de la verdad de Cristo. En este sentido la Eucaristía genera a la Iglesia. La plenitud de vida que Él comunica y de la cual la hace partícipe es el origen de esa unidad que empezó a abolir las grandes divisiones del mundo antiguo: «Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Por eso la comunión cristiana suscita un asombro en quien la mira. «La comunión cristiana –escribe J.A. Möhler– es un continuo milagro del Espíritu divino, una continua demostración de su presencia y de su obra directa; es más, es su demostración más conmovedora para quien es sensible a lo que es verdaderamente grande y elevado» (cf. J.A. Möhler, La unidad en la Iglesia, Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1996).
Esta comunión, que tiene como fuente inagotable su Presencia, se convierte así en el lugar que regenera la vida, el lugar en el que cada uno puede experimentar una novedad de vida que hace de él verdaderamente un «hombre nuevo». Porque «lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino una criatura nueva» (Ga 6,15). Esta novedad de la criatura da testimonio de Cristo. Y así Cristo, de nuevo, no desdeña identificarse con una «forma sensible» para proseguir desde dentro de la historia el diálogo con el hombre.
Al poner delante de todos la plenitud de la vida del que Le recibe –porque, como ha recordado Benedicto XVI en la plaza de San Pedro el 24 de abril, a quien Le abre la puerta «Él no quita nada y lo da todo»–, Cristo sigue desafiando el deseo de Verdad, de Belleza, de Justicia que permanece en el corazón de todo hombre, quizá sepultado bajo muchas ruinas. Cristo sigue mendigando, a través de la única forma adecuada a la naturaleza corporal del hombre (como intuyó genialmente Leopardi, la «sensible forma»), nuestra libertad para cumplirla, es decir, para atraerla tan potentemente –como solo la forma sensible puede hacer– que pueda salvarla.