Cristo resucitado, la derrota de la nada
Página UnoUna meditación de Luigi Giussani en el retiro de Ascensión de los Memores Domini. Riva del Garda, 16 de mayo de 1992
Como justamente alguien me hizo observar anoche, es verdad, y a la vez no lo es, que el “misterio” es una realidad visible, porque ésta es la característica del Misterio cristiano. Cuántas veces lo hemos dicho, también en la Escuela de comunidad.
El Misterio no es lo desconocido; mejor dicho: es lo desconocido en cuanto se hace objeto de experiencia sensible. Es un concepto muy importante: por ello se habla del misterio de la Encarnación, del misterio de la Ascensión, del misterio de la Resurrección.
Dios como “misterio” sería una imagen intelectual si se quedara en la expresión: «Dios es “misterio”». El Dios viviente es el Dios que se ha revelado en la Encarnación, muerte y Resurrección de Cristo. El Dios verdadero es Aquel que vino entre nosotros, se hizo sensible, tangible, visible y audible.
En cualquier caso, es verdad que no podemos poseer al Misterio: es objeto de nuestra experiencia, pero no lo podemos poseer, es decir, mesurar, agotar, abrazar en su totalidad. Sin embargo, es igualmente verdad que, en cierto sentido, lo poseemos. El Verbo de Dios entró como una semilla en el seno de la Virgen; la Virgen, en este sentido, lo poseía; se crió como un niño, creció, se hizo un hombre; la Virgen como madre lo poseía, como mujer que era su madre lo poseía. Es una posesión inagotable y que, por tanto, no se puede vivir más que en la humildad. Aquella humildad que debería reflejarse luego entre el “yo” y el “tú” humanos, entre una persona y otra, porque el otro surge de Dios. Y es la única fuente en la que se puede reflejar una relación entre personas.
Pero ahora no quiero volver sobre el contenido esencial de anoche, que es lo que más nos falta, lo más elemental: el “sentido religioso”, el sentido religioso como autoconciencia, conciencia de la presencia del Misterio. Nosotros estamos –cómo decir– surrounded, rodeados y penetrados, envueltos e inmersos, abrazados por algo que nos penetra (de otro modo, si nos envolviera sin penetrar en nuestro ser, estaríamos como cercados y aprisionados; en cambio, cuando se nos abraza hasta el fondo, nos sentimos inmersos en ese abrazo; alguien te envuelve con su abrazo sólo si comprende todo tu ser): el misterio del Ser nos envuelve así; deberíamos dejarnos abrazar así por el misterio del Ser, por la mañana y en cualquier momento del día.
Antes, mientras rezábamos el Benedictus, pensé... –me ocurre a menudo rezando el Benedictus, porque es la oración más intensa, que mejor expresa nuestra espera y la certeza de que poseemos sin poseer todavía, expresa nuestra posesión aún incompleta, en cuanto incompleta–; durante la salmodia, me fijé en la petición de que Dios ilumine a su pueblo: «¡Dios ha iluminado a su pueblo!, ilumina a su pueblo»; mejor: «ha iluminado a sus elegidos, ilumina a sus elegidos». ¡Pienso siempre en que nosotros estamos entre estos elegidos! ¡Que Dios ilumine a esta gente sin la que yo no soy yo! Pero –cómo diría– es una impaciencia que la vida día a día tiene que ordenar, en la espera humilde que la oración mide.
En todo caso, abordemos el tema de esta mañana: tenemos que desentrañar la palabra Misterio utilizada anoche. El Misterio, lo desconocido, entró en el ámbito de la experiencia, se hizo presente en la historia del hombre. Reparemos en lo que acabamos de rezar en los Laudes: «Dios anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos».1 La resurrección es la cumbre del misterio cristiano. Por esto fue creado todo, porque la resurrección es el comienzo de la gloria eterna de Cristo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo».2 Todo y todos encontramos un sentido en este acontecimiento: Cristo resucitado. La gloria de Cristo resucitado es la luz, el colorido, la energía, la forma de nuestra existencia, de la existencia de todas las cosas.
La centralidad de la resurrección de Cristo es directamente proporcional a nuestra fuga, como si huyéramos de algo desconocido; es proporcional a nuestra desmemoria, a la timidez con la que pensamos en esta palabra y enseguida escapamos lejos.
Directamente proporcional a todo eso es el carácter decisivo de la resurrección, en cuanto propuesta del hecho de Cristo, contenido supremo del mensaje cristiano que realiza esa salvación, esa purificación del mal, ese renacer del hombre por el que Él ha venido.
Nuestra autoconciencia alcanza su cumbre en el misterio de la Resurrección. En él culmina la autoconciencia del cristiano y, por tanto, la autoconciencia nueva de mí mismo, del modo en que miro a todas las personas y las cosas. La Resurrección es la clave de una nueva relación conmigo mismo, entre yo y los hombres, entre yo y las cosas.
Y, sin embargo, es la realidad de la que más rehuimos. La Resurrección es la cumbre del desafío que el Misterio hace a nuestra medida. Por ello la dejamos de lado –si queréis, respetuosamente–, dejamos que siga siendo una palabra árida, percibida de manera intelectual, contemplada como una idea.
La Resurrección es el contenido del primer mensaje cristiano. Los primeros discursos, tal como se relatan en los Hechos de los Apóstoles, el contacto primero que los apóstoles tuvieron con los judíos y con los paganos, fue exclusivamente este, soberanamente éste. Cuándo Pedro curó al lisiado en Jerusalén y por ello fue encarcelado, le dijeron: «“¿Con qué poder y en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?”. Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: “Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos: por su nombre se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros los arquitectos y que se ha convertido en piedra angular [piedra sobre la que el mundo se reconstruye]: ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos».3
Es la primera catequesis, el primer contenido del mensaje cristiano, primerísimo; y lo refleja el capítulo 15 de la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Os recuerdo el Evangelio que os proclamé [la buena noticia que os anuncié] y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe [si hubierais creído según vuestra cabeza; ¡qué verdad tan grande!; desde entonces en adelante, ¡ésta es la alternativa oculta y decisiva!]. Porque lo primero que os transmití, tal como lo había recibido [ante todo lo recibí, dice, y a esto me adhiero], fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce: después se apareció a más que quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los Apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído. Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que decía alguno que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no ha resucitado [éste es el clímax de toda la dialéctica cristiana, de toda su verificación, su demostración], nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios [del Misterio], resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo, cosa que no ha hecho si es verdad que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; (...). Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida [si Cristo se reduce a un contenido ideológico o a un proyecto social, al fruto de nuestro compromiso], somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida».4
Por ello, justamente, ese insustituible instrumento que es Il Sabato en muchos de sus artículos ha retomado este primer anuncio, este corazón del mensaje cristiano original: «Cristo ha resucitado» (antes de la Revolución, los ortodoxos, especialmente en Rusia, estaban acostumbrados a saludarse así: «Cristo ha resucitado»).
«Merece la pena, pues –escribe el cardenal Ruini en la premisa a un artículo suyo–, tratar de enfocar bien los términos de la cuestión. Se trata en primer lugar de una cuestión de hecho: ¿resucitó Jesús o no? Los testimonios son muchos, y algunos nos han llegado en forma directa y personal de manos de los protagonistas, como por ejemplo, e incontestablemente, el del apóstol Pablo en sus cartas. En el plan de los hechos nada tan fidedigno, o tan solo comparable, puede ser aducido para negar la resurrección de Jesús».5 Ningún hecho de la antigüedad está tan ampliamente documentado.
«En una antigua homilía pascual el cardenal Albino Luciani se mueve en la misma línea “realista” [¡realista!, utiliza el mismo término de El sentido religioso, primera premisa]. Recuerda cómo san Pablo en la primera carta a los Corintios emplea cuatro veces el verbo “apareció”, insistiendo en la percepción visual. “Ahora, el ojo no ve algo interior, sino exterior a nosotros, una realidad distinta de nosotros, que se nos presenta desde fuera”. Recordando que los apóstoles no fueron gente propensa a finos misticismos sino gente “sana, robusta, realista, alérgica a cualquier forma de alucinación”, Luciani añade: “Con un material humano semejante también fue muy improbable [sumamente imposible] que se produjera el paso de la idea de un Cristo merecedor de revivir espiritualmente en los corazones a la idea de una resurrección corporal [fue imposible realizar ese paso, esa demudación] a fuerza de reflexión y entusiasmo [para encontrar a alguien capaz de semejante alteración haría falta buscarlo entre ciertos adolescentes o ciertos filósofos]. No. Se rindieron sólo ante la evidencia de los hechos».6
Sólo se rindieron ante la evidencia de los hechos; –insisto– no existe nada más atendible que lo que se nos ha transmitido desde hace dos mil años, desde el primer momento. El primer anuncio proclamó como un trofeo de victoria: ¡Cristo ha resucitado! El cardenal Ratzinger contesta así a una cierta interpretación de la prensa: hace falta traducir “carne”, “resurrección de la carne” y no “resurrección de los muertos”. Hay que subrayar que en Cristo se dio la resurrección de la carne.7
Así se introduce aquello a lo que quería llegar y que debe centrar nuestra meditación.
El cristianismo es la exaltación de la realidad concreta, la afirmación de lo carnal, tanto que Romano Guardini dice que no hay ninguna religión más materialista que el cristianismo;8 el cristianismo otorga valor a las circunstancias concretas y sensibles, por lo cual uno no tiene nostalgia de grandeza cuando se ve ceñido a lo que le toca hacer: lo que tiene que hacer, aunque pequeño, es grande, porque ahí dentro vibra la Resurrección de Cristo. Estamos «Inmersos en el gran Misterio».9
Sería como desperdiciar algo del Ser, dilapidar a Dios de su grandeza, poder y señorío; sería vaciarlo lentamente de contenido y extinguir el Misterio, el Origen y el Destino de todo, si no nos sintiéramos inmersos en este Misterio, en el gran Misterio: la Resurrección de Cristo. Inmersos, como el yo está sumergido en el «tú» pronunciado de todo corazón, como el niño cuando mira a su madre, como el crío siente a su madre. Tenemos que recobrar la inteligencia del niño. La inteligencia humana se llama “fe” cuando, conservando la pobreza de su naturaleza original, se ve colmada por Otro, ya que en sí está vacía, como unos brazos abiertos que todavía tienen que estrechar a la persona que esperan. No me puedo concebir sin estar inmerso en Tu gran Misterio: la piedra que desecharon los constructores de este mundo, o cualquier hombre que imagina y planea su vida, es ahora la piedra angular, la única sobre la que se puede construir.10 Este Misterio –Cristo resucitado– es el juez de nuestra vida. Él, que la juzgará al final, la juzga día a día, de hora en hora, de momento en momento, sin solución de continuidad. Quiero subrayar que este “verle” como el Resucitado, este reconocer lo que ocurrió con Él –con Él que estaba muerto–, es un juicio: «Tú has resucitado, oh Cristo». «Cristo ha resucitado» es un juicio, por tanto un acto del intelecto que excede el horizonte normal de la racionalidad y aferra y testimonia una Presencia que por todas partes rebasa el alcance del gesto humano, de la existencia humana y de la historia. Es nuestra inteligencia original, pobre, la que por naturaleza afirma la realidad que tiene delante, la bondad de lo que se despliega ante ella, la que emite este juicio. Se trata de una afirmación amorosa de la realidad conforme a la naturaleza original de nuestra conciencia, por la cual el yo se ve empujado por naturaleza a adherirse afectuosamente –y por lo tanto positivo, afirmativo– a la realidad que se le presenta. Se llama “fe” esta superación que ocurre por gracia a orillas de la razón natural y que representa una continuidad extraña y excepcional de la inteligencia. Es esta potencia «obediencial»11–como dicen los teólogos–, esta disposición obediente a la fuerza del Creador que hace que la inteligencia humana se supere a sí misma.
La fe lleva la inteligencia humana más allá de sí misma. Y se da, solamente, por gracia. Creer es el acto de una inteligencia amorosa para con lo real, de una afectividad abierta a lo que vale, a lo que existe realmente, a lo que “es”. Para el niño esto es inevitable, aunque frágil; por ello, «si no volvéis a ser como niños...».12 Pero de mayores, ¡hay que ser como niños!
Sumergirme en Tu gran misterio de Resucitado es un juicio; empieza como juicio de mi inteligencia que obra en su pobreza original, ahí dónde está estructuralmente abierta a la afirmación positiva, por ser amorosa, de la realidad que se le presenta delante y, por tanto, afectivamente abierta a lo que vale, es decir, a lo que realmente es. La fe en Cristo resucitado es el supremo acto de la inteligencia humana que capta la realidad con lealtad y afecto, afirmándola amorosamente. Esta afirmación amorosa de lo real es condición para que la inteligencia del hombre, ante la propuesta de Cristo resucitado, se convierta en fe. La propuesta de Cristo resucitado y el reconocimiento de la fe no son obra del hombre; no son fruto de una hipótesis de trabajo de su mente, ni de la fuerza de su intelecto, sino una posibilidad de su inteligencia, en cuanto que –como criatura– es una potencia obediencial al Creador: la fe se da por gracia.
Únicamente por gracia podemos reconocerlo resucitado y podemos sumergirnos en su gran Misterio. Sólo por gracia podemos reconocer que, si Cristo no hubiera resucitado, todo sería vano, vana sería nuestra fe –como escribe san Pablo–, vana sería nuestra afirmación positiva, segura y gozosa de la realidad, vano sería nuestro mensaje de felicidad y salvación. «Seguiríamos con nuestros pecados»,13 es decir, con la mentira, el no-ser, el no lograr ser.
Sin la resurrección de Cristo queda una sola alternativa: la nada. Nunca reparamos en esto. Por tanto pasamos los días con esa vileza, esa mezquindad, con ese aturdimiento, esa instintividad ofuscada, esa distracción repugnante en la que el yo –¡el yo!– se dispersa. Así que, cuando decimos «yo», afirmamos un pensamiento nuestro, una medida nuestra (a la que llamamos “conciencia”), o un instinto, unas ganas de tener, una pretendida, ilusoria posesión. Sin la resurrección de Cristo, todo es una ilusión, un engaño. Ilusión es una palabra latina que tiene su raíz última en la palabra “juego”: la realidad nos juega una mala pasada, somos burlados, engañados. Es fácil mirar el inmenso rebaño de los hombres que vive en nuestra sociedad: la ingente, incalculable presencia de los que viven en nuestra ciudad, en nuestro barrio, en la parroquia, en la Iglesia o, más de cerca, a nuestro lado en la casa. Y no podemos negar la experiencia de esta mezquindad, vileza y aturdimiento, de esta distracción y extravío total del yo, un yo reducido a la defensa encarnizada y presuntuosa de aquello que se le ocurre (llamándolo “voz” o “lo que dicta mi conciencia”), o del instinto que pretende agarrar y poseer lo que quiere, lo que le resulta agradable, satisfactorio o ventajoso. ¡Es que todo es ilusión! Alejaos dos metros de vuestra casa, mirad cómo vive la gente muchas veces; normalmente vivimos así. ¡Miradla! Salid afuera y quedaos allí a dos metros de distancia: ¡decidme si el ambiente no es así, si la humanidad no es esta!
Por ello la liturgia nos hace decir: «Oh Dios, custodia tu familia [tu familia es el conjunto de los que has llamado, elegido y preferido] con la fidelidad de tu amor [al menos Tú eres fiel a ti mismo, Tú que nos has querido porque nos has elegido; ya no podemos arrancarnos el haber sido elegidos, haber sido amados; podemos traicionarte mil veces más que san Pedro, pero la fidelidad de Tu amor permanece y custodia nuestra familia] y sustenta siempre la fragilidad de nuestra existencia [que tan bien conoce la Iglesia; la Iglesia sabe bien que somos frágiles y, por ello, en cada momento, recompone para nosotros la mirada de Cristo, Su palabra que juzga y Su corazón que ama] con tu gracia, único fundamento de nuestra esperanza».14 Tu gracia es el único fundamento de nuestra esperanza, la premisa de la fidelidad a la vocación en las circunstancias concretas, banales, obtusas y hasta repugnantes, en las que Dios nos llama.
«Sustenta siempre la fragilidad de nuestra existencia con tu gracia, único fundamento de nuestra esperanza», lo cual quiere decir que sin el Misterio de Cristo resucitado, el Misterio supremo del cristiano, sería vana la fe y todavía seguiríamos en nuestro pecado, es decir, en una realidad que está destinada a disolverse en la ceniza última, en la nada; y todo lo que vibra en la vida y parece excitar nuestros nervios, nuestros deseos y pensamientos sería ilusión, nos engañaría. No hay otra alternativa: o Cristo o esta vida ilusoria, «el malvado / poder que, oculto, impera para el común daño, / y la infinita vanidad de todo», como acaba la breve poesía A sí mismo de Leopardi.15 No hay alternativa a Cristo resucitado, excepto esta frase de Leopardi.
Pero nosotros somos frágiles y esta afirmación amorosa de la realidad, con la que somos creados, esa afectividad abierta a lo que vale, a la verdadera realidad, como existe en el niño, se corrompe, se llena de gusanos, se desenfoca y se desvanece por nuestra flaqueza. Por eso la Iglesia, que nos trae el mensaje de Cristo resucitado, que hace que Cristo resucitado se haga presente, en la que está presente Cristo resucitado, reza así: «Custodia a tu familia, oh Dios, con la fidelidad de tu amor [porque nuestro amor no es fiel] y no dejes de sostener la fragilidad de nuestra existencia». Es decir, ¡hace falta pedir! Ante Cristo resucitado nuestra petición debe intensificarse más que nunca; más que nunca es oportuna nuestra insistencia sobre la súplica, la oración, la petición (utilicemos la palabra que es la esencia de la oración: pedir). ¡Nunca hemos pedido, suplicado, que nos concedieras ser fieles en afirmar tu resurrección, oh Cristo! En un reciente debate cultural, ante una directora de cine, no supimos responder; ella no encontró entre nosotros a nadie que dijese: «Has resucitado, oh Cristo», «Cristo ha resucitado», «Un hombre ha resucitado de la muerte». Ella es humanamente más inteligente –como lo fue Camus, por otro lado– que nosotros.16 Nunca la palabra pedir, rezar, rogar se vuelve tan decisiva como ante el Misterio de Cristo resucitado. Para sumergirnos en el gran Misterio debemos suplicar, pedir: pedir es la mayor riqueza. Al igual que la inteligencia más aguda es afirmarlo, la afectividad más intensa es pedirlo, el realismo más vibrante y dramático es pedirlo.
Por lo demás, el instante anterior ya se fue y el siguiente todavía no existe: nuestra libertad se juega en el instante, en la decisión ante el presente. Si nuestra libertad está en la decisión del instante, ¿qué posee, qué es capaz de crear nuestra libertad? Sólo posee la capacidad de desvelarse como petición. Nuestra libertad es exigencia de plenitud y de felicidad, de ser. El corazón –si queremos utilizar la palabra bíblica– es exigencia, es decir, deseo; el instante humano es deseo. Entonces la verdad del deseo está únicamente en que éste se convierta en petición. La libertad es el deseo original que se vuelve petición. Pedir es reconocer la bondad del designio de Dios; la petición es el reconocimiento –imperfecto y tímidamente incipiente– del Misterio que está entre nosotros. «Caminamos, por tanto, y cantamos para animarnos en el deseo. Aquel que desea, aunque calle con su lengua, canta con el corazón; en cambio, aquel que no desea, aunque hiera con sus gritos los oídos de los hombres, está mudo ante Dios, ante el Misterio».17 ¿Cómo podemos hablar esta tarde de nuestras casas,18 si no son el lugar en el que este deseo hace cantar al corazón de tal forma que cualquiera que entre pueda escuchar su eco, sin comprender –si es alguien de fuera– su por qué?
Permitidme que os lea este otro comentario sobre los salmos de san Agustín, aunque sea un poco largo: «Dice el profeta: “Rugía debido al gemido de mi corazón”. Pues hay un gemido oculto que no se oye por el hombre, con todo, si el intenso pensamiento de algún deseo se apoderó de su corazón, de suerte que la herida del hombre interior llegue a expresarse con voz más clara, entonces se investiga la causa, y el hombre que oye dice dentro de sí: Quizá gime por esto o quizá le sucedió esto otro [el deseo se expresa en petición y la petición, por su propia naturaleza, tiende a dejarse escuchar, se hace escuchar]. Pero ¿quién puede entender, sino Aquel ante cuyos ojos y oídos gime? Porque aun cuando los hombres oyen el gemido del hombre, oyen frecuentemente el gemido de la carne, pero no oyen al que gime con el gemido del corazón. El que conocía por qué rugía, añade: “Y delante de ti está todo mi deseo” [¡sumérgeme en tu Misterio!]. No delante de los hombres, que no pueden ver el corazón, sino “delante de ti está mi deseo [los hombres escuchan su eco, sin comprender el por qué]. Se halle tu deseo ante Él [ante el Misterio]; y el Padre, que ve en lo escondido, te retribuirá [no puedo yo mantenerme en la conciencia de que estoy inmerso en tu Misterio, oh Cristo resucitado: ¡concédeme la gracia de creer en ti! Y el Padre, que ve en lo escondido, escuchará mi deseo]. Tu deseo es tu oración [tu petición]; si el deseo es continuo, continua es la oración [comprendemos que este es un factor que tiende a definir cómo es nuestra vida: si tiende o se detiene, si es moral o inmoral]. No en vano dijo el Apóstol: “Orad sin cesar” (1Ts 5,17). Pero, ¿acaso nos arrodillamos, nos postramos y levantamos las manos ininterrumpidamente, y por eso se dice: “Orad sin cesar”? Si decimos que oramos así, creo que no podemos hacer esto sin interrupción. Existe otra oración [otra petición] interior y continua [es una actitud del corazón] cual es el deseo. Cualquier cosa que hagas, si deseas aquel sábado [que es el gran día de Cristo, del retorno de Cristo] no interrumpes la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo: tu deseo continuo es tu voz, o sea tu oración continua. Callas si dejas de amar [es decir, de desear]. ¿Quiénes callaron? Aquellos de quienes se dijo: “Porque se acrecentó la iniquidad se enfrió la caridad de muchos” (Mt 24,12). El frío de la caridad es el silencio del corazón, y el fuego del amor, el clamor del corazón [la petición]. Si la caridad permanece continuamente, siempre clamas [siempre pedirás]; si clamas siempre, siempre deseas; si deseas, te acuerdas del descanso [“para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,79)]. “Delante de ti está todo mi deseo” ¿Qué sucederá si el deseo está delante de Dios y no está el gemido? Pero, ¿cómo puede acontecer esto, siendo así que el gemido es la voz del deseo [cómo puede no estar ante él también la petición, que es expresión del deseo]? Por esto añade el salmo: “Y mi gemido no se te oculta”. También se observa que de vez en cuando ríe el siervo de Dios; ¿acaso por esto murió en su corazón aquel deseo? Si allí se halla el deseo, también el gemido; no siempre llega a los oídos del hombre, pero jamás se aparta de los oídos de Dios [y este deseo se mantiene también en la alegría]».19
¿Qué sucede ante la gracia que hace capaz a nuestra inteligencia y afecto de sumergirse en el Misterio de Cristo resucitado? ¿Qué sucede al estar “inmersos en el gran misterio”? ¿Qué sucede cuando la gracia fecunda nuestra inteligencia y afecto, cuando la gracia nos hace creyentes (capaces de una afirmación amorosa de la realidad, de un afecto abierto a lo que vale, traspasando toda nuestra fragilidad con un deseo incesante, con una petición)? Lo que sucede «fundamentalmente» –porque la conciencia de la Resurrección es la piedra angular sobre la que se construye todo y se nos da por gracia– es que se hace la “luz”. Cristo «alumbre ya la noche que se acerca».20 Imaginemos la noche; una noche profunda, sin luna y con las estrellas ocultas tras las nubes, una noche oscura. Imaginemos, de repente, la llegada del sol. Comparemos ambas cosas: ha surgido el mundo, no existía y ha surgido, definido en sus detalles, en las briznas de hierba, en la florecilla del campo, en el pájaro que cae –como canta el Benedicite21: el cielo y la tierra, el viento y la lluvia, el sol y el calor; releamos atentamente el Benedicite en los Laudes–. Entra la luz y nace el mundo; la luz se arroja sobre la experiencia que tenemos de la realidad, la luz irradia toda nuestra vida, la relación con toda la realidad: la realidad se restaura, renace, es generada, se regenera. No es casualidad que el Bautismo se celebrara normalmente en Pascua, pues el Bautismo es “nacer de nuevo”, un nacimiento distinto, una “nueva criatura”, el verdadero protagonista de la historia, aunque estuviese solo y le mataran: Jesucristo.
¡Qué interesante resulta leer toda la Liturgia del tiempo pascual, en el que las palabras “generar”, “regenerar”, “renacer” vuelven continuamente, una y otra vez! Quiero elegir una frase entre las más expresivas: «Concédenos, Señor, ser renovados por tu Espíritu, para renacer en la luz del Señor resucitado».22 «Para renacer en la luz»: un ser humano renace en cuanto adquiere una conciencia nueva de la realidad, una inteligencia y una afectividad renovada hacia la realidad, una adhesión, un abrazo de la realidad; más está inmerso en el Misterio, más se sumerge en la realidad. ¿Qué caracteriza entonces a esta regeneración? ¿Podemos reducir a su característica esencial el acontecimiento de esta regeneración, de este nacer de nuevo (yo soy otro, yo ya no soy yo, sino algo distinto que vive en mí,23 soy un yo nuevo)? El yo nuevo se caracteriza por la capacidad de captar la verdad de las cosas, la verdad de la realidad; el yo nuevo implica una inteligencia de la realidad verdadera, un amor a la verdad de la realidad, un estar inmerso en la verdad de la realidad.
La liturgia pascual nos recuerda sobre todo que estamos normalmente inmersos, o somos demasiado proclives a ello, en una falsedad en la inteligencia de la realidad y en el amor por ella. «Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída [nuestra posición ante la realidad es una caída; mi posición ante ti es una caída; si Oro no me recupera, si no me levanta de nuevo, si no vuelvo a sumergirme en el Misterio de Cristo resucitado, mi posición ante ti decae, hasta el punto de que me molestas, o bien, te trato como a un extraño. Si en cambio te siento familiar es por Otro, si te siento cercano así como te siento, es por algo distinto, que no es un pretexto para comprenderte y quererte: es por lo que te constituye del mismo modo que me constituye a mí, es decir, es por tu verdad; te veo y te amo por tu verdad, y me sumerjo, colaboro y camino junto a ti por la verdad que nos constituye a ambos], concede a tus fieles la verdadera alegría, para que quienes han sido librados de la esclavitud del pecado [esta caída es una culpa con al que somos conniventes: son la ligereza y la distracción de las que hemos hablado antes, que producen opresión; no existe una sola persona que –salvo en las largas pausas de distracción total, cuando uno renuncia a ser un hombre– no se sienta oprimido por ellas, como un viejo que –lo sé por experiencia– no consigue respirar libremente. ¡Pero el problema está en que un joven sea así, en que vosotros seáis así! Porque un viejo puede sentirse oprimido al respirar, pero su espíritu puede ser libre y, al contrario, un joven puede estar oprimido en su espíritu], alcancen también la felicidad eterna».24
Y también: «Oh, Dios, que has redimido al hombre elevándole más allá del antiguo esplendor [porque el hombre fue creado en esplendor, pero no es capaz de mantenerlo; el antiguo esplendor se ha perdido, se ha extraviado, ha caído; el hombre está oprimido y tú, oh Cristo resucitado, me levantas, me devuelves el antiguo esplendor y me elevas más allá: el antiguo esplendor, en efecto, no sabía, no comprendía, pudo equivocarse, cometió la culpa que destruye], por el misterio inefable de tu misericordia, guárdanos a nosotros, hijos tuyos, nacidos a una nueva vida por el Bautismo, y consérvanos siempre los dones de tu gracia».25 «Haz que pasemos de la decadencia del pecado [“decadencia”: tiene un significado estético, objeto de una visibilidad, es algo que se corrompe: esa opresión se convierte en decadencia] a la plenitud de la vida nueva».26
Permitidme que lea otros pasajes de la liturgia. «Oh, Dios, padre nuestro, esta participación en el misterio pascual de tu Hijo nos libre de los fermentos del antiguo pecado [una vida que fermenta, que se deteriora como el pan que enmohece] y nos transforme en criaturas nuevas»27. «Todos tus hijos, así, nacidos a una vida nueva 28 –es la generación de la criatura nueva– libres de toda culpa, podemos heredar los bienes prometidos»;29 libres de toda culpa, podemos heredar la realidad como se nos ha prometido, es decir, en su hechura original, en su pureza y verdad. «Haz que acojamos plenamente el don de la salvación para que, libres de la oscuridad del pecado [de la vida oscura, fermentada, decadente], nos adhiramos cada vez más a tu palabra de verdad».30 «Ya que nos has colmado con la gracia de estos santos misterios, haz que pasemos de la innata fragilidad humana a la vida nueva».31 «De la innata fragilidad humana»: el antiguo esplendor fue como un meteoro, un designio ideal apenas trazado, porque el hombre lo trató desde el primer momento con una innata fragilidad interior. El Señor nos hace pasar de la innata fragilidad humana a la vida nueva.
Hay una palabra que surge únicamente de este nuevo nacimiento que lleva a cabo la fe en Cristo resucitado. Leo un pasaje de Dante: «Bien veo de qué forma resplandece / la sempiterna luz en tu intelecto [en tu corazón la sempiterna luz resplandece: luce una exigencia de infinito y la insatisfacción que experimentamos la señala], / que, una vez vista, amor por siempre enciende [nos hace afirmar amorosamente lo que vale, la realidad auténtica]; / y si otra cosa vuestro amor seduce [si cualquier otra cosa seduce vuestro amor: vuestro juicio y afecto], / de aquella luz tan sólo es un vestigio [si “otra cosa vuestro amor seduce” no es más que “un vestigio” de esa eterna luz, un signo de ella], / mal conocido [no comprendido en su naturaleza, porque no te remite a otro: existe un punto de fuga dentro de cada cosa por el que dicha cosa está en relación con el infinito; la tomas, la posees, crees poseerla, excepto allí donde ella se convierte verdaderamente en sí misma; por eso dices a la mujer: “Te amo”, y es mentira, o dices: “Trabajo”, y es mentira; mentira dicha al tiempo que le dedicas, mentira dicha a la compañía y al pueblo al que sirves, o al que deberías servir, con tu trabajo], que allí se refleja [que se refleja dentro de lo que te atrae]».32 «Bien veo de qué forma resplandece / la sempiterna luz en tu intelecto, / que, una vez vista, amor por siempre enciende; / y si otra cosa vuestro amor seduce, / de aquella luz tan sólo es un vestigio, / mal conocido, que allí se refleja»: es la verdad, que se refleja, que resplandece, la verdad de las cosas. «Ya comáis, ya bebáis, sois de Cristo; ya estéis despiertos o durmáis, sois del Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor».33 ¿Queremos arrancar las cosas de lo que las constituye? «Todo consiste en Él».34 Cristo resucitado es el grito con el que el Misterio eterno de la Trinidad clama ante todo el universo, el mundo y la historia, que ese hombre, el Verbo hecho carne, es aquello de lo que todo está constituido. Si todo consiste en él, ¿queremos arrancar personas o cosas, tiempo, espacio, proyectos, de lo que les constituye? Seríamos culpables y las cosas decaerían, serían mentira, acabarían en la nada. Por eso la liturgia de este tiempo dice: «Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo devuelves a la humanidad a la esperanza eterna».35 Cada cosa contiene en sí misma un punto de fuga hacia el infinito, hacia lo eterno, y es eso lo que te atrae, porque tiene la misma medida de tu corazón. ¿Queremos establecer relaciones con personas y cosas sin esperanza eterna? Si no hay esperanza eterna, las perdemos; aun teniéndolas, las perdemos; aferrándolas, las echamos a perder. «Tú que nos has librado de las tinieblas con el don de la fe»36 alumbra ya la noche que se acerca. Nos has liberado de las tinieblas con el don de la fe: una luz que vence las tinieblas. La verdad es lo que ven los ángeles de Dios o el corazón del niño, y más profundamente, el pobre de espíritu, la inteligencia sencilla y menesterosa.
«Para que nuestros corazones estén firmes allí donde reside la verdadera alegría»;37 no se trata de renegar nada, ni siquiera de un solo cabello de la cabeza; se trata de hacer verdadero todo lo que vivimos, de afirmar con inteligencia la verdad, de amar la verdad del afecto. Todo esto es posible exclusivamente si estamos inmersos en el gran Misterio de Cristo y lo reconocemos. «Sin duda la resurrección es para Jesús mismo –escribe Inos Biffi– un hecho nuevo y original [ensimismémonos con ese hombre que resucita: es un hecho nuevo y original para él, exactamente igual que para nosotros], un hecho ciertamente histórico [sucedido, es decir, histórico] y que, por otra parte, lo ha sustraído a la forma natural de la experiencia». Cuando resucitó, Jesús tuvo una experiencia nueva de su humanidad, de su manera de estar entre la gente, de su estar en el tiempo y en el espacio, de caminar y comer; una experiencia sustraída a la forma natural que tenía antes. Comer, estar con María y los Apóstoles no era igual que lo es para nosotros; estaba con ellos con una posesión definitiva, les miraba desde la perspectiva última, a la luz de su verdad. Este estar «sustraído a la forma natural de la experiencia» es lo que hace verdadera también la relación entre nosotros, en la casa y con todos. Si no es la forma natural de la experiencia, ¿qué es entonces? Es la forma verdadera, es la forma eterna que empieza en nuestra experiencia, porque lo que es verdadero es eterno: «Tiene valor incluso una palabra dicha en broma»,38 «hasta los cabellos tenéis contados».39 La resurrección es «un hecho nuevo y original que lo ha sustraído a la forma natural de la experiencia». Ser sustraídos a la forma natural de la experiencia se llama virginidad: una relación con una distancia dentro, una relación que no ciega el punto de fuga; nuestra consideración no lo elimina, ni nuestra ambición lo aparta para pretender abarcarlo todo y así perderlo. Ser sustraídos a la forma natural de la experiencia y entrar en la experiencia de Cristo resucitado continúa sucediendo con la virginidad, continúa en la historia con el hombre que Él llama a la virginidad: una posesión con una distancia dentro, un punto de fuga todavía vibrante, todavía herido, abierto, a la espera, vivo en la súplica y la petición de lo Eterno. «La resurrección ha sustraído a Cristo a la forma natural de la experiencia –¡atención!– dejándole sin embargo todavía más profundamente en nuestra historia [ya lo he dicho: no se evita nada], con nosotros hasta el fin del mundo [con toda la realidad hasta la última gota de sangre, hasta el último cabello]. El Resucitado pertenece al mundo celestial [esta es la tragedia: para nosotros el mundo celestial es un mundo abstracto, que está en las nubes, quién sabe dónde; en cambio, hemos repetido siempre que es la verdad de este mundo, la verdad de tu persona ante mis ojos, mi inteligencia y mi corazón, es tu verdad; podemos equivocarnos mil veces al día, pero ahora no podemos evitarlo, es imposible no ser fieles a la alianza de Cristo resucitado con nosotros, a la unidad con él: “Yo soy el camino”]. La resurrección y el señorío de Cristo: es un hecho nuevo y original para los mismos discípulos. Con la resurrección, comenzaron a ver a Jesús y su historia bajo una luz renovada, descubrieron definitivamente su identidad [lo que Él era de verdad] y se adhirieron a él sin más vacilaciones [tal vez lo traicionaron, pero sin vacilaciones: ¡qué paradoja! La traición es un tropiezo debido a nuestra fragilidad; en cambio, vacilar en la estima y el afecto nos lleva a abandonar el camino], después de la turbación y de la prueba inquietante de la Cruz».
En los últimos Ejercicios espirituales –y con esta observación concluyo–, recordé algo que repito a menudo: haber sido sustraídos a la forma natural de la experiencia, esta forma nueva de la misma experiencia, implica algo fascinante que se puede comprender pensando en el tiempo y el espacio. El tiempo y el espacio son los factores que permiten al espíritu y a la conciencia expresarse y convertirse en experiencia visible, tangible, audible. Son los factores que permiten a la conciencia expresarse y realizarse en la Historia y, por tanto, son instrumentos expresivos: si tengo el tiempo me expreso, si tengo el espacio me expreso, allí donde tengo tiempo y espacio me expreso, me afirmo y me voy cumpliendo. Pero a la vez tiempo y espacio son los límites que no me permiten realizarme fuera de estos confines –soy esclavo, estoy aprisionado–. Son factores expresivos que, sin embargo, en última instancia me limitan (si estoy aquí en este momento hablándoos a vosotros, no puedo estar a la vez en Milán en una reunión de amigos para hablarles a ellos, porque el tiempo y el espacio me retienen aquí). La forma nueva de la experiencia que Cristo resucitado, como hombre, experimentó, vivió y vive hasta el final de los tiempos, es que el tiempo y el espacio no son ya un límite, son únicamente factores expresivos. Por eso, al mismo e idéntico tiempo, podía estar en el espacio de Jerusalén y en el espacio de Judea; al mismo tiempo Jesús puede estar en la eucaristía en Tokio y en la eucaristía en el Duomo de Milán. El tiempo y el espacio son para él solamente factores expresivos: es lo que experimentaremos nosotros al final del mundo, cuando todo será instrumento expresivo, realización completa.
Entonces ya desde ahora, si participamos en la experiencia nueva que el hombre Cristo, resucitado de la muerte, vive hasta el final de los tiempos, participamos de forma incipiente, de forma incoativa de este señorío suyo sobre el tiempo y sobre el espacio. Esto es lo que exalta la vocación a la virginidad: solo en la virginidad el tiempo y el espacio comienzan a ser más transparentes, más dúctiles, dejan de ser muros o rejas de prisión. Cuando uno está estudiando y ofrece, en Cristo muerto y resucitado, su momento de estudio por el mundo entero, por la pobre gente que vive en África o en Sudamérica, su gesto llega hasta allí y –sin saber cómo– se inscribe en el tiempo y en el espacio de la gente que vive allí. No lo sabes, pero cuanto más haces esto, cuanto más creces en esto, tanto más experimentas y vives tu experiencia humana como participación en el señorío sobre el mundo y su destino, eres amante del mundo. Vives cada vez más, momento por momento, la afirmación amorosa de todo: entonces vives así también la relación con la persona a la que quieres, incluso la relación con las personas que te pesan, con la fatiga de la jornada, con la alegría de la diversión, con lo que te es extraño y te oprime por todas partes durante el día. Incluso con lo que no conoces, cuyos efectos sin embargo sufres, incluso ante la barbarie de la política, ante Chernobyl o el SIDA, frente a todo experimentas un señorío, que forma parte del señorío de Cristo.
No existe alternativa entre Cristo resucitado y el declive hacia la nada, hacia la corrupción que altera y que mata. Nada puede suprimir la diferencia entre la verdad y la mentira en nuestras relaciones; entre la adhesión a esa verdad o la mentira en nuestras relaciones. Hasta la más íntima y amada nos produciría un desinterés absoluto. Mientras que la relación más amada se vuelve eterna, una posesión ya eterna, como decía Dante, pues en ella «se refleja» el Misterio que tú reconoces. Y por eso abrazas lo que amas con una distancia dentro que te hace decir: «En ti se refleja mi Señor, Jesucristo. Te amo a ti como amo a Cristo, en ti amo a Cristo, te amo en Cristo»: es lo mismo, sin artificio ni abstracción alguna. “Carne”: el cardenal Ratzinger advierte no hay que traducir “resucitado de entre los muertos”, “resucitado del mal”, de los pecados, sino “resucitado en la carne”, en las cosas tal como son. Y ya nadie es extraño, ni siquiera el que vive en Kamchatka o en Australia; ya no hay extraños, y todo me pertenece con ese alivio y ese descanso que me da la percepción del punto de fuga que hay en todo y que une cada cosa a su Destino, al Misterio último que se desveló con toda su potencia, misericordia y justicia: Cristo resucitado.
«Ex uno Verbo omnia»: de una sola cosa, todo; de una sola realidad viene todo. Y este “uno Verbo” es lo que habla también en ti, lo que coincide con el atractivo último que te constituye. «Ex uno Verbo omnia et unum loquuntur omnia, et hoc est Principium quod et loquitur nobis».40 O, como dice Jacopone da Todi: «Amore, amore, omne cosa conclama».41 Todo el mundo clama: «Amor, amor». Todo.
Por ello nos levantamos todas las mañanas con un horizonte, una intensidad de vida y una posesión vibrante, porque Cristo nos posee. De ahí brota nuestra posesión, vibración e intensidad; de ahí nace la catolicidad, esa relación con todos que lleva dentro una cruz (posesión con una distancia dentro). Todo parte de ser poseídos por Cristo resucitado, de estar «inmersos en su gran Misterio». La mañana se nos da para recuperar nuestra verdad elemental, original, de criaturas llamadas y elegidas. Pertenecemos a la «generación que te busca, que busca tu rostro, Dios de Jacob».42 Somos parte de la historia de Israel, parte de la historia del Benedictus y vivimos en el mundo como Juan Bautista: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo».43 Profetas: nuestra existencia lo proclama ante el mundo.
Notas
1 Hch 17, 30b-31.
2 Jn 17, 1.
3 Hch 4, 7b-12.
4 1Co 15, 1-17.19-22.
5 Artículo publicado en Il Messaggero el día de Pascua (1992) y retomado por el editorial de Il Sabato del 2 de mayo de 1992, p. 3.
6 Editorial de Il Sabato..., o. c.
7 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Traducción del artículo “Carnis resurrectionem” del Símbolo apostólico, 14 de diciembre de 1983: Notitiae 20 (1984) 212, pp. 180-181.
8 Cf. R. Guardini, Studi su Dante, Morcelliana, Brescia 1967, p. 231.
9 Himno de Laudes del Tiempo per annum (Monjas Trapenses de Vitorchiano).
10 Cf. Sal 118 (117), 22.
11 Cf. Santo Tomás de Aquino, I Sent., d. 42. q. 2, a 2, ad 4; I-II, q. 114, a. 2.
12 Mt 18, 3.
13 Cf. 1Co 15, 17.
14 V domingo del Tiempo ordinario del Rito Ambrosiano, oración colecta.
15 Vv. 14-16.
16 En un encuentro que tuvo lugar el 7 de noviembre de 1991 en el entonces Centro Cultural San Carlos de Milán (hoy Centro Cultural de Milán), la directora de cine Liliana Cavani, después de haber afirmado que el centro de la figura de san Pablo es el grito «Cristo ha resucitado», declaró que se habría sobresaltado si se hubiese encontrado alguna vez a un cristiano que dijese en serio «Cristo ha resucitado».
17 San Agustín, Exposición sobre los Salmos, Salmo 86, 1.
18 Se sobreentienden aquí las “casas” de los Memores Domini.
19 San Agustín, Exposición..., o. c., Salmo 37, 13-14.
20 Himno de las Vísperas del Tiempo de Pascua Salvados por la sangre del Cordero.
21 Cf. Dn 3, 57-88.
22 Liturgia de las Horas, oración de la Hora intermedia del domingo de Pascua.
23 Cf. Ga 2,20.
24 Liturgia de las Horas, oración de los Laudes del domingo XIV del tiempo ordinario.
25 Liturgia de las Horas, oración de los Laudes del jueves de la IV semana de Pascua.
26 V Domingo de Pascua, oración después de la comunión.
27 Miércoles de la octava de Pascua, oración después de la comunión.
28 Liturgia de las Horas, oración de la Hora intermedia del martes de la III semana de Pascua.
29 Martes de la III semana de Pascua, oración colecta.
30 Liturgia de las Horas, oración de los Laudes del jueves de la III semana de Pascua.
31 Jueves de la V semana de Pascua, oración después de la comunión.
32 Dante Alighieri, Divina Comedia, Paraíso V, 7-12.
33 Cf. 1 Co 10,31; 1 Ts 5,10; Rm 14,8.
34 Cf. Col 1,17.
35 Jueves de la VI semana de Pascua, oración después de la comunión.
36 Miércoles de la V semana de Pascua, oración colecta.
37 XXI domingo del tiempo ordinario, oración colecta.
38 Cf. Mt 12,36.
39 Cf. Mt 10,30.
40 Imitación de Cristo, Libro Primero, 3, 8.
41 Jacopone da Todi, Como l’anima se lamenta con Dio de la carità superardente in lei infusa, lauda XC, en Le laude, Librería Editrice Fiorentina, Firenze 1989, p. 318.
42 Sal 24(23), 6.
43 Lc 1,76.