«Conocer es siempre un acontecimiento». La intervención de Carmine Di Martino en el Meeting 2009

Carmine Di Martino

1. El conocimiento, la experiencia, el sujeto. “Nosotros los modernos”


1.1. Los términos del problema
¿Qué urgencia tiene para nosotros (los que estamos aquí, incluidos aquellos que no tienen interés por la filosofía) el tema del conocimiento?
El conocimiento no es una actividad entre otras del sujeto humano, sino la forma misma de su relación con la realidad. «Pensad en vuestra naturaleza: no habíais sido hechos para vivir como animales, sino habéis sido hechos para seguir virtud y conocimiento» (2), decía Dante. A menudo, se insinúa una concepción grotesca y abstracta del conocimiento, que la convierte en una actividad profesional separada, o más aún contraria, a la vitalidad y al vigor de la vida, que eventualmente se utiliza al lado de la experiencia pero que no es necesaria. Se trata de un equívoco. Sin conocimiento no hay ni siquiera experiencia: «La persona es ante todo conocimiento y conciencia de sí. Por eso, lo que caracteriza a la experiencia no es tanto el hacer, el establecer relaciones con la realidad como un hecho mecánico […]. Lo que caracteriza a la experiencia es entender una cosa, descubrir su sentido. La experiencia implica, por lo tanto, la inteligencia del sentido de las cosas» (3). Conocimiento, juicio, comprensión del significado no son un añadido a la experiencia, son un sinónimo perfecto. Afirmar una oposición entre conocimiento y experiencia significa reducir el primero a un ejercicio intelectualista y la segunda en una suma de momentos, de sensaciones, de impactos, de emociones que otro (un intelecto individual o colectivo) se preocupará de revestir de un sentido. Es otro nombre de la alienación, de la esclavitud más difundida: cuando nos sometemos a los sentimientos, a las emociones, a los estados de ánimo en realidad estamos entregándonos no a nosotros mismos, sino a quien gobierna – en lugar de nosotros – reacciones y opiniones.
Podemos vivir sin muchas cosas, pero no podemos vivir sin significado, sin verdad, es decir sin conocer, porque el conocimiento es relación con el significado. A pesar de toda perplejidad del hombre contemporáneo – aunque cargada de toda una historia –, la existencia humana se manifiesta como exigencia imperiosa de la verdad y del sentido. Es la vida la que documenta la imposibilidad de pasar por encima de las palabras de San Agustín: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem?» (4). «¿Qué desea, de hecho, el hombre más poderosamente que la verdad?». Renunciar a la verdad, a la búsqueda y al conocimiento del significado de las cosas y de la existencia, es renunciar a la propia humanidad. Pero, en definitiva, la experiencia del hombre no se puede separar de eso: ésta no es nihilista ni escéptica, aunque la filosofía pueda serlo.
El conocimiento es dramático. La razón de hecho está llamada a captar lo que se da, por ejemplo, esta realidad existente y determinada, así como ella se da y exige ser captada. Y esto nunca está garantizado y puede no acontecer. ¿Cuándo y a cuáles condiciones la relación entre realidad y razón se cumple? ¿Cuáles son los presupuestos? El conocimiento es un vivo juego de fuerzas, un concreto evento o encuentro, en el que nada de lo que sucede es comparable a un dispositivo mecánico. También el simple ver o escuchar implica una toma de posición, un sí o un no dichos al ser, una apertura, una decisión normalmente tácita. Y, como expresa el dicho popular, no hay peor ciego que el que no quiere ver o peor sordo que el que no quiere oír. Conocimiento y libertad están desde el principio entrelazados.

«La libertad – escribe Giussani – no se demuestra tanto en el momento llamativo de la elección; la libertad se pone en juego más bien en el primer y sutilísimo amanecer del impacto de la conciencia humana con el mundo. He aquí la alternativa en que el hombre casi insensiblemente se la juega: o caminas por la realidad abierto a ella de par en par, con los ojos asombrados de un niño, lealmente, llamando al pan, pan, y al vino, vino, y abrazas entonces toda su presencia acogiendo también su sentido; o te pones ante la realidad en actitud defensiva, con el brazo delante del rostro para evitar golpes desagradables o inesperados, llamando a la realidad ante el tribunal de tu parecer, y entonces sólo buscas y admites de ella lo que está en consonancia contigo, estás potencialmente lleno de objeciones contra ella, y demasiado resabiado como para aceptar sus evidencias y sugerencias más gratuitas y sorprendentes» (5).

Desde su comienzo la filosofía reflexionó sobre el conocimiento. Como el conocimiento se propone como aquel vivo encuentro en el que se trata de «dejarse dirigir la palabra por los fenómenos» (6), de «estar-abiertos a lo que se da por sí mismo» (7), como dice Heidegger refiriéndose a los griegos, ya está claro donde anida toda su profundidad y también su dificultad: en este encuentro en el que se cumple la auto-manifestación de los fenómenos está implicada una correlación, una correspondencia, un libre juego entre los modos de darse de las cosas y los modos de estar-abiertos, del dejar-ver lo que se da. Para que haya conocimiento, en la evidente diferencia en los modos de datidad de las diferentes realidades debe corresponder una diferencia en los modos de dirigirse a éstas (dicho de otro modo, en el conocimiento «el método lo impone el objeto» (8)). Lo sabemos todos: conocer no significa lo mismo si se trata de un proceso matemático, del origen del cosmos, del crecimiento de una planta, de un evento histórico, del comportamiento molesto de nuestro colega, etc. En la filosofía griega no se perdía esta diferenciación; ha sido ella la que ha planteado de hecho aquella clasificación que nosotros heredamos y mantuvimos, al menos hasta cierto momento, tal como nos había sido entregada. En la determinación de los diferentes estilos de evidencia, de las diversas implicaciones de disposiciones y actitudes humanas, de la diferente incidencia de voluntad e interés, una cosa se mantenía firme: se trataba siempre del conocimiento, es decir, la razón abrazaba todos los fenómenos sin exclusiones y sin vetos. El conocimiento de los «principios primeros» como aquello de la «mejor organización de la ciudad» pertenecían completamente, junto a los conocimientos geométricos y lógicos, al ámbito de la razón, aunque en diferentes grados, en un orden jerárquico, que, mientras ordenaba y distinguía, al mismo tiempo incluía.
Ahora, la afirmación «conocer siempre es un acontecimiento», característica del pensamiento de Luigi Giussani, recuperada de un texto suyo y propuesta como título de la trigésima edición del Meeting de Rimini, es el índice de una concepción que entra en el núcleo de los problemas antes citados: la naturaleza, las condiciones, los factores, el significado del conocimiento. La frase – frecuentemente utilizada y mostrada en todo su desarrollo por Julián Carrón – representa nada menos que el vuelco de lo que estamos acostumbrados a llamar «modernidad»; un vuelco que sin embargo es al mismo tiempo su cumplimiento se su instancia última, como veremos: en esta frase se juegan entonces la relación crítica con una herencia cultural, con sus ramificaciones e influencias, y los términos de una diferente concepción de conocimiento y de existencia.
La modernidad nace enteramente bajo el signo del «problema» del conocimiento. El planteamiento y el desarrollo modernos de este problema dominan de forma tan profunda e invasiva, más allá de las singulares inclinaciones y competencias, el modo en que nos percibimos a nosotros mismos y el modo en que afrontamos la vida cotidiana, que nadie puede considerarse simplemente ajeno al debate de sus características y de sus límites, de sus consecuencias y de sus eventuales alternativas, bajo el precio de sufrir de manera más evidente e irreflexiva la influencia.
Descartes es considerado universalmente el padre de la modernidad. ¿Qué pasó con y a través de él? Lo que ha pasado es que el sujeto se ha convertido en la condición del conocimiento; y lo real, consecuentemente, se ha convertido en el correlato de un acto de representación del hombre (un «objeto», ob-jectum, o sea, lo que está en contra). Con Descartes, que recoge un camino que se ha hecho antes que él, el conocimiento se convierte en la clave del hacerse fenómeno de los fenómenos, como bien muestra Heidegger (9).
Su proyecto fue la refundación del saber (filosófico en primer lugar, a la espera del científico, que le interesaba de verdad). Se trataba – escribe él – «de empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y duradero en las ciencias» (10), y para lograr este objetivo hacía falta encontrar «algo verdaderamente indudable» (11) como punto de partida del edificio del conocimiento. Para lograrlo utiliza el método crítico negativo del escepticismo, pero para el objetivo contrario: no para destruir, sino para fundar un conocimiento absolutamente justificado. Él extiende la “duda” a la verdad y a la realidad de todo lo que normalmente los hombres conciben como verdadero y real en la vida cotidiana. ¿Qué resiste a este tipo de duda? Es fácil responder: la mente, el pensamiento, la res cogitans. Precisamente en el momento en que extiendo la duda a todo lo que existe, además de extenderlo a todo conocimiento de que dispongo, se me queda en las manos algo verdaderamente indudable: mi mismo dudar, como modalidad de mi pensamiento, que atestigua mi ser: «si pienso, luego existo».
El cogito y el ser del cogito: esto es el punto firme, inquebrantable, del conocimiento, desde donde es posible reconstruir todo el edificio del saber. Así piensa Descartes. A partir del «cogito» él se propone llegar a todas las otras existencias y todas las verdades. Sin embargo – aquí está el punto – en esta teoría cartesiana del conocimiento la certeza y la verdad se apoyan ya enteramente en los poderes cognoscitivos del sujeto: la mente está cierta del objeto en tanto que está cierta de sí, el ser de las cosas existe en relación a la certeza que el sujeto tiene. Yendo a las consecuencias extremas, a partir de lo que ha ocurrido después de Descartes y por medio de él, podemos decir: el ser de las cosas está asegurado garantizado por su representación intelectual y solo ésta nos debe interesar.
Sin embargo, en el momento en que el conocimiento asume el sentido de una representación mental, se ponen en marcha también todos los problemas que la época moderna, hasta nosotros, tendrá que afrontar. Si la mente – que es lo que sobrevive a la duda y entonces actúa como supuesta base cierta de cada conocimiento – se representa a sí misma el mundo, el asunto que en primer lugar se plantea, si se quiere fundar un conocimiento «objetivo», es el paso de lo “interior” de la mente (en la que se encuentran depositadas nuestras imágenes o representaciones del mundo) a lo “exterior” (del mundo, de lo «vivido subjetivamente» a las «cosas» que lo trascienden, de las «ideas claras y distintas» en nuestra mente a la realidad externa a nosotros.
¿Cómo, a cuáles condiciones puedo decir que estoy conociendo con certeza el mundo que está “fuera” de mí? Sabemos que Descartes resolverá el problema apelándose a Dios, el cual, para mantenerse fiel a sí mismo no quiere engañarnos. Pero tal problema constituirá un hilo conductor de toda reflexión filosófica hasta nuestros días.
No nos interesa ahora seguir el recorrido de Descartes, más bien darnos cuenta del planteamiento moderno del problema del conocimiento, que nos sigue como una sombra. En algunas corrientes filosóficas en boga hoy en día, como el constructivismo o cognitivismo, en cierto planteamiento de las neurociencias, a pesar de todos los méritos prácticos de estas disciplinas, podemos identificar con claridad la huella de un profundo cartesianismo; simplificando drásticamente: con Descartes, el mundo se convierte en el «constituido» del pensamiento, el pensamiento se convierte en el «constituyente» del mundo.
¿Qué nos dice a este propósito la afirmación «conocer siempre es un acontecimiento»? Ésta alude a una superación de la modernidad que sin embargo abraza profundamente su instancia. Vamos a ver el por qué.

1.2. “Los tres profesores”. El conocimiento como encuentro.
En los primeros capítulos de su famosa obra, El sentido religioso dedicado al problema del conocimiento, Giussani se detiene sobre el tema que estamos afrontando. Utiliza un ejemplo. En una clase de bachillerato se sucedieron tres profesores de filosofía, obligados por la “gripe A” del momento a alternarse. Ellos se aventuran con los problemas de la teoría del conocimiento, como nosotros: se trata respectivamente de un idealista, de un escéptico-problematicista y de un realista. El objeto-conejillo de indias, del cual se pone a prueba la realidad es un bloc de notas.
El primero, el idealista, afirma: «Todos nosotros tenemos la evidencia de que este bloc de notas es un objeto exterior a nosotros (…) Suponed, sin embargo, que yo no conozca este objeto: sería como si no existiera. Ved, entonces, que lo que crea el objeto es nuestro conocimiento» (12). El escéptico se muestra con sus clásicos rasgos suspensivos y negacionistas: «Todos nosotros estamos de acuerdo en que la primera evidencia es que esto es un objeto exterior a nosotros. ¿Y si no lo fuera? Demostradme de modo indiscutible que existe como objeto que está fuera de nosotros» (13). La tercera postura, la del realista nos reservará alguna sorpresa: «Todos tenemos la impresión de que esto es un objeto que existe fuera de nosotros: es una evidencia primera, original. Pero, ¿si yo no lo conozco? Es como si no existiese. Ved, pues, cómo el conocimiento es fruto del encuentro de la energía humana con una presencia, es un acontecimiento en el que la energía de la conciencia humana asimila el objeto» (14). Notamos que la relación entre realidad y conocimiento se capta del mismo modo en la postura idealista y en la realista delineada por Giussani; distinta es, sin embargo, la consecuencia a la que llegan. Ambos observan: «Si no lo conozco, es como si no existiera», pero el primero traduce el «como si» en el carácter «constituyente», productivo, del conocimiento, mientras que el segundo, concluye por la necesidad del encuentro entre la energía de la conciencia y la cosa para que se revele esta última, en su «realidad». Es decir, para el realista giussaniano el conocimiento es un encuentro necesario para que la realidad del bloc de notas se despliegue y en el que se mantengan los dos polos de la relación sin sacrificar a uno o a otro.
El conocimiento, aquí, es entonces el acontecimiento de una comunión, de una relación viva, de una unidad entre una energía humana y la presencia de la cosa. « ¿Cómo se produce tal unidad? Es una pregunta fascinante delante de la cual tenemos el poder hasta un cierto punto». Giussani no entra en discusión, porque su objetivo es llamar la atención sobre los términos de la relación: «Es cierto, sin embargo, que el conocimiento está compuesto por dos factores» (15).
En el término «encuentro» hay la precisa atención a no reducir un polo al otro, en nombre de una fidelidad a la experiencia. Merleau-Ponty, consciente, como buen francés – heredero de Descartes – del peso filosófico del apelar a lo «indudable», en un esbozo dedicado al problema del origen del conocimiento y de la verdad, escribía que, «la tesis de atenerse a la experiencia de lo que hay, al sentido originario o fundamental, o inaugural, no presupone otra cosa que un encuentro entre “nosotros” y “lo que existe” (…). El encuentro es indudable» (16). Realista, para Giussani, es el que no suprime (o reduce) ninguno de los dos componentes. Es la misma dirección en la que se mueve Merleau-Ponty cuando define lo real, la cosa, como un «en-sí-para-nosotros». «No se puede concebir – escribe él – una cosa percibida sin alguien que la perciba. Pero también es verdad que la cosa se presenta, a el mismo que la percibe, como cosa en sí y que ella plantea el problema de un auténtico en-sí-para-nosotros» (17). El realismo, entonces, está más allá de la oposición entre una perspectiva idealista y una perspectiva realista en el sentido tradicional del término. Para el idealismo, nada existe si no como objeto para el conocimiento y conocer significa siempre construir, «constituir» el objeto; para un realismo ingenuo, la cosa no necesita un sujeto para manifestarse en su ser o sentido de ser, ella lo hace todo por sí.
La filosofía moderna (con Descartes y sobretodo con Kant) legítimamente ha sacado a la luz la trama de operaciones subjetivas que están implicadas en la manifestación determinada de las cosas: «dado» significa siempre «dado-a» alguien, y cada fenómeno es fenómeno para alguien, para un «sujeto» necesariamente implicado en su aparecer, pero la modernidad ha transformado esta dimensión dativa en una dimensión «constituyente», productiva y legisladora, introduciendo una tesis según la cual el sujeto precede de derecho al objeto, gozando de una evidencia superior al objeto y condiciona de arriba abajo el aparecer de éste último.
Giussani reserva por su parte una continua atención a esta dimensión (subjetiva), mostrando así una extrema sensibilidad por la instancia moderna del sujeto y una notable distancia de un realismo pre-crítico, dogmático. Esta atención se expresa en su concepto de «experiencia», que representa la cifra verdadera y real de su realismo. La dimensión adecuada para fundar un realismo no ingenuo, para pensar la realidad y el darse de las cosas, para debatir sobre el conocimiento, es aquella de la experiencia o, como también decía la cita propuesta, la dimensión del encuentro. Cuando, en el 1996, está respondiendo a una pregunta concerniente la peculiaridad de su postura filosófica, él afirma significativamente que el eje entorno al que gira su filosofía se puede identificar en la siguiente fórmula: “la realidad se hace evidente en la experiencia” (18). Principio capital, en que se sanciona que, en cualquier indagación, partir de la realidad es siempre partir de la experiencia, en analogía con la perspectiva practicada por la fenomenología primero husserliana y luego heideggeriana.
“Experiencia – observa él – es la palabra cardinal de todo (…): quien no parta de la experiencia engaña, se engaña a sí mismo y a los demás; el hombre sólo puede partir de la experiencia, que es el lugar en el que la realidad emerge de un modo concreto, con un rostro determinado, con un carácter determinado, según una flexión particular” (19). Si digo, por ejemplo: “La realidad es independiente de la experiencia que yo hago de esa o que puedo tener de esa”, tengo que añadir: “ésta se me revela como tal, o sea, como independiente en dicho sentido, a través de una experiencia”. Conozco la realidad como irreducible a mi pensamiento a través de una experiencia; toda realidad – en el sentido más amplio, tal que incluya también las objetualidades ideales de las matemáticas – se ofrece y puede ofrecerse, se revela y puede revelarse, en su ser y sentido de ser, sólo en una experiencia.
Un “realismo” efectivamente radical debe lograr su legitimación a partir de la experiencia, es decir, no puede construir su negación de la dimensión “subjetiva” de la revelación de la realidad. El papel de una impostación fenomenológica será entonces precisamente aclarar, a través de una consideración y de un análisis de la experiencia, el delinearse de lo real en su consistencia y en su sentido, exhibir la irreductibilidad de su evento, mostrar en qué sentido y a qué nivel el mundo genera su propio reconocimiento y entonces el acontecimiento de lo real no puede ser metabolizado por el sujeto, suelto, por así decir, en al ácido de una subjetividad “constructiva”.
Giussani reivindica en cada pliego de su obra un partir de la experiencia como “fuente de conocimiento” (20). Escribe: “¿cómo se puede conocer la verdad, cómo se puede conocer la realidad? ¿Cómo hace un científico para conocer una estrella lejana que los antiguos no habían podido registrar? Sólo los telescopios modernos pueden hacerla cercana, de manera que el científico la pueda estudiar: debe, por tanto, acercarla más. ¿Qué quiere decir acercar más una estrella lejanísima que para los antiguos, observadores más serios, habría sido algo no-existente? ¿Cómo consiguen hacerla existente y hablar de ella como si estuviera presente? ¿Cómo consiguen hacer presente una lejanía? Si ella, esta lejanía, entra en la experiencia.” (21). Si es verdad, como decía Aristóteles, que “aunque nadie las viera, no es que por eso las estrellas brillarían menos”, por otro lado es verdad que para conocer esas estrellas, para hablar de ellas, hace falta que emerjan en la experiencia. “la realidad – afirma Giussani – se muestra saliendo a flote en el espejo de la experiencia, por lo tanto dibujándose en el espejo, uno la conoce” (22). Para mostrar la radicalidad de este principio fenomenológico, Giussani añade: “No puedes decir: «Señor, Dios del cielo y de la tierra», sin partir de la experiencia”(23); e insiste: “Se trata de realidad sólo si entra en la experiencia” (24). Proposición fuerte, ardua e iluminante. Ni siquiera Dios se escapa de esto.
¿Cómo tenemos que entenderla? Si la experiencia es “el hacerse evidente de la realidad” y lo que no entra es cómo una no-existencia, una no-realidad, y por lo tanto no se puede conocer, ¿cuáles son los confines de la experiencia y sobretodo qué o quién los establece? La cuestión es de máxima importancia.

1.3. Dos conceptos distintos de experiencia.
La modernidad se caracteriza por el delinearse de un cierto concepto de experiencia que encuentra en Kant su máxima expresión. Vayamos al grano con dos conocidas proposiciones de la Crítica de la razón pura (25): “La experiencia es el primer producto (Produkt) que nuestro intelecto suministra, cuando elabora la materia bruta de las sensaciones empíricas” (A 1). “El intelecto es el autor (Urherber) de la experiencia” (B 127). Tales proposiciones suenan desorbitadas a nuestro oído, sin embargo, ellas no hacen más que condensar una concepción de experiencia y de conocimiento que, en continuidad con la cartesiana, es culturalmente dominante, y representa el tejido mismo de nuestras costumbres comunes.
Intentemos comprender brevemente. También para Kant podemos conocer sólo aquello de lo que hacemos experiencia, pero – y aquí está la diferencia- podemos hacer experiencia sólo de aquello que se conforma previamente a nuestra capacidad de conocer, es decir, a nuestra sensibilidad y a nuestro intelecto. ¿Qué es lo que podemos conocer? ¿De qué se puede tener experiencia? Sólo de “objetos”, o sea, de lo que se somete a la intuición empírica y que, por consiguiente, se “ofrece” a las categorías de nuestro intelecto para ser pensado. “Hay dos condiciones sin las cuales el conocimiento de un objeto no es posible: en primer lugar la intuición, a través de la que un objeto se da, pero sólo como fenómeno (nur als Erscheinung, gegeben wird); secundariamente, el concepto a través del cual un objeto es pensado, como correspondiente a esa intuición” (A 92 / B 125). La intuición y el concepto determinan así anticipadamente las posibilidades del mostrarse de todo “fenómeno”, o sea, de los “objetos para nosotros” (en oposición a las “cosas en sí”, a los “noúmenos”, que permanecen inaccesibles). Pero intuición y concepto remiten a leyes y estructuras antecedentes a la experiencia, independientes de esa, o sea, que pertenecen a la constitución de la subjetividad: son las formas a priori de la sensibilidad (el tiempo, forma del sentido interno; el espacio, forma del sentido externo) y las categorías o los conceptos puros del intelecto. Tales formas y límites de la capacidad cognoscitiva del hombre fijan por lo tanto a priori las condiciones de nuestra experiencia. Eso es el sentido de la famosa afirmación: “las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general son al mismo tiempo condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia, y poseen entonces valor objetivo en un juicio sintético a priori” (B 197).
Es el yo – la mente, decía Descartes – la condición de posibilidad de la experiencia, en cuanto éste, su estructura cognoscitiva, determina los “datos” de esta misma experiencia, constituyéndolos como “objetos”, es decir, como los exactos correlatos de las condiciones a priori del conocimiento. El sujeto es la instancia constituyente última, nada le puede suceder que él mismo ya no haya constituido de antemano. Se da un cambio: el horizonte de la experiencia no se conforma ya a partir de lo que nos es dado, sino – precisamente lo contrario – es nuestra mente la que condiciona a priori aquello de lo que se puede hacer experiencia y aquello de lo cual la experiencia es irremediablemente negada a nosotros (lo muestra puntualmente C. Esposito en su ensayo). Se podría objetar que, en Kant, al menos un punto parece que se escapa de todo esto: la sensación en cuanto materia de la percepción, puesto que la sensación nunca puede ser anticipada por el sujeto. Si por un lado esto indica un punto de dependencia que parece abrir una brecha en el círculo cerrado de la experiencia kantianamente entendida, por otro lado, Kant se apresura en avanzar y convalidar la hipótesis que “en cada sensación se encuentra algo que se puede conocer a priori, como sensación en general (sin que se dé una sensación particular)” (B 209): también la “pasividad” tiene por lo tanto sus reglas a priori y como tal no puede huir del control del yo.
Ahora procediendo sin pretender demasiado, podemos decir que la experiencia en el sentido kantiano es un espacio cerrado, predefinido, cuyas murallas están erigidas por la sensibilidad y por el intelecto: no se concede el derecho de aparición a nadie sino a aquellos fenómenos que concuerdan con las condiciones a priori del conocimiento, o sea, a los “objetos” por esas mismas prefigurados y producidos. En nuestra experiencia, en definitiva, encuentra el derecho de existir sólo aquello que tiene el estatuto y el modo de darse del “objeto” y puede ser conocido según el principio de causalidad. No sólo Dios, obviamente, sino muchas otras “datidades”, muchos otros “fenómenos”, sobretodo los más dotados de sentido para la existencia y los más potentes, no tienen por lo tanto derecho de acceder a la experiencia, no pueden “entrar” en ella. Dónde se sitúa el problema ya lo hemos esbozado: las condiciones de la experiencia se articulan en el poder de conocer, o mejor, en un cierto poder de conocer, concebido sobre el modelo mecanicista de la ciencia de la naturaleza (a menudo se ha subrayado el intento kantiano de volver inatacable la física newtoniana, con sus leyes), no sobre el poder del fenómeno (de la realidad) de aparecer, es decir, sobre la amplitud y la sobreabundancia del “dato”, de la “datidad”, de la “donación” (26), como dicen significativamente los franceses (aprovechando de la duplicidad del sentido de la palabra: donación como dato, como resultado, y donación como proceso del “dar”, “donar”). No es la experiencia la que toma continuamente sus medidas de la datidad; al revés, es la datidad la que debe caber en las medidas establecidas preventivamente por el sujeto como condición del conocimiento, o sea, como autor y legislador de la experiencia. Kant cumple a Descartes.
Por lo tanto, “la realidad se hace evidente en la experiencia” dice exactamente lo contrario del concepto kantiano de experiencia, o sea, dice que la experiencia es el lugar donde se revela la realidad, pero como “ciudad sin murallas”, sin otras murallas que las establecidas por el dato, por el fenómeno, ya no entendido en el sentido kantiano, sino en el sentido griego: fenómeno es la cosa misma que se manifiesta, es aquello que se hace presente en todos sus diversos modos de ser. “En nuestra experiencia la realidad se evidencia; no “se forma”, no “se hace”, no “se construye”, sino que se evidencia, se hace evidente. Se hace evidente algo que ya existe” (27). Esta concepción de experiencia asume la donación (el darse y el ponerse de manifiesto del fenómeno) como fuente absoluta e incuestionable de derecho, sin predeterminarle las posibilidades y el sentido; no prescribe ningún límite a lo que se puede dar, a lo que se puede ofrecer, a lo que se puede mostrar, a lo que puede entrar en ésta (en este punto la “categoría de la posibilidad” está afirmada como “dimensión suprema de la razón” (28)). La donación – el acontecer mismo de la realidad, su mostrarse – es la que establece los confines, es la que regula y plasma aquel campo de manifestación que llamamos experiencia. Ésta última se anuncia, por lo tanto, como un ámbito móvil y abierto de revelación y de encuentro, no una cárcel construida sobre las medidas de cierta capacidad de conocer y asegurar del sujeto, ya fuera cartesiano o kantiano. Esto, en lugar de hacer desaparecer el papel del sujeto, lo redefine y lo valoriza al grado máximo: “El yo es la autoconciencia del cosmos”, pero el sujeto, la razón, no es la fuente y la norma de la manifestación, sino el testigo, el umbral revelador, la pantalla de lo que se muestra, de todo lo que se da.

2. Sin acontecimiento no hay conocimiento. Primer significado del título


2.1. La primacía del acontecimiento.
Así pues, afirmar que la experiencia es la fuente de todo conocimiento, estableciendo con esto el único punto de partida adecuado de un camino sano e inatacable de la razón, significa al mismo tiempo sustraer la experiencia misma de una doble reducción: la cartesiano-kantiana (y de toda forma de trascendentalismo o idealismo), que delimita el horizonte de la experiencia en base a los (presumidos y seleccionados) poderes de un “Yo” concebido como autor, productor, de la experiencia misma; y la empirista, que, con el pretexto de volver al origen, imagina a la experiencia como una suma de sensaciones elementales, puntuales, ciegas, o sea, sin sentido, que alguna facultad del intelecto o de la psique proveería luego a ordenar y dotar de sentido (entre paréntesis, también Kant hereda esta imagen empirista de la experiencia).
Recobrar un concepto originario de experiencia, más allá de la limitación kantiana y del vaciamiento empirista significa redefinir el fenómeno y los confines de la fenomenalidad. Es necesario volver a dar la palabra al fenómeno, al dato, reconocer que el derecho de la realidad a manifestarse no puede ser “castigado” por nada; el darse, el irrumpir, el sobrevenir del dato, del fenómeno, no acepta límites ni subordinaciones, no pide permiso y no se deja reemplazar. Entender la experiencia como “el hacerse evidente de la realidad” (29) implica, por lo tanto, restablecer la precedencia de la donación, restituir la primacía al acontecimiento.
En el origen del conocimiento y de la experiencia se encuentra este improducible e insustituible darse del fenómeno. Esto es lo que la teoría del conocimiento de la época moderna ha intentado neutralizar, remover, invirtiendo los términos de la dependencia, quitando al hecho del aparecer su rango de acontecimiento y subordinando la datidad a las formas y a los límites del conocimiento, de un determinado modelo de conocimiento. En dirección opuesta se han movido algunos notables intentos en el campo filosófico, que han marcado la historia reciente: pensemos en cierto Husserl, y sobre todo en Heidegger, en Merlau-Ponty, en Derrida, en Marion.
Marquemos el punto, que es el primer significado del título: “Conocer siempre es un acontecimiento” indica en el acontecimiento el momento generativo, la dimensión permanentemente inaugural, que da principio al conocimiento. El génesis del conocimiento es una provocación, una irrupción, una invocación, una llamada, o sea, es la realidad como acontecimiento. En este sentido, cuando decimos que el conocimiento siempre es un encuentro entre dos factores, dos fuerzas, hay que añadir que esta pareja desde el punto de vista “genético”, está ontológicamente desequilibrada: hay una preferencia de la irrupción, de la provocación, del impacto. La condición del surgir del conocimiento es “algo que se da antes” de la intuición, de la percepción, de la aprensión, de cualquier modo la entendamos – se da antes que ésta en cuanto la suscita –: es el acontecer, es el surgir del fenómeno, la irrupción en la presencia de la realidad como continua novedad. Es necesario, en primer lugar, que el fenómeno surja, emerja, acontezca; no puedo hacer que aparezca, si éste no se me da, no se me muestra, no me alcanza y no se me impone.
Esto los griegos lo sabían bien: el logos es un dejar-ver lo que se muestra por sí mismo, el phainomenon. La aletheia – el desvelarse de las cosas – se hace visible, se cumple, en y a través del logos. Sin embargo, sin la automanifestación del fenómeno, la autorevelación del ente, el logos no podría ser sí mismo, no podría “dejar-ver” nada. Hay un retraso de principio (no en un sentido meramente temporal) entre conocimiento y acontecimiento. El acto de conocimiento no se autogenera, es estructuralmente heterónomo, siempre necesita de un sobrevenir en la presencia de lo que se da, siempre es una respuesta a una iniciativa que lo precede. Entre conocimiento y donación hay una asimetría, un desalineamiento: hay una dependencia de la primera respecto a la segunda. Por lo tanto, Marion afirma: “La donación determina siempre el conocimiento y no al inverso” (30).

La dinámica del acontecimiento – escribe Giussani – denota la forma del conocimiento en cada nuevo paso que da éste. Sin “acontecimiento” no se conoce nada nuevo, es decir, no hay elemento nuevo alguno que entre en nuestra conciencia (…). Conocer es encontrarse frente a algo nuevo, a algo no construido por nosotros, algo que rompe los engranajes de las cosas ya establecidas, de las definiciones previamente sentadas. (…) El acontecimiento es, pues, capital para cualquier clase de “descubrimiento”, para todo tipo de conocimiento (31).

2.2. Acontecimiento, evento, dado.
«“Acontecimiento” es, sin embargo, la palabra más difícilmente comprendida y aceptada por la mentalidad moderna y, en consecuencia, también por todos y cada uno de nosotros » (32). No nos es difícil entenderlo, después de cuanto hemos dicho hasta ahora.
Acontecimiento, evento. La palabra recorre con distinta suerte la historia de la filosofía y no sólo: preponderadamente excluida, temida, a veces domesticada en una asimilación a la significación más plana e inocua del término “hecho”, a veces bajo sospecha de ser refractaria a la universalidad del logos, encuentra en Aristóteles una autorizada atención (en el concepto de tùkhe distinto del de automaton) para después ser abandonada más frecuentemente que retomada. En época reciente ésta vuelve a ser puesta en el centro de la reflexión filosófica por Heidegger, en un sentido que, sin embargo, se distancia notablemente o, mejor dicho, se opone a lo que acabamos de exponer. El evento heideggeriano, de hecho, nunca ocurre, se quede en reserva, se sustrae, nunca es este acontecimiento, u otro, que entra y remueve, rompe los engranajes de lo ya establecido, produce efectos.
¿Qué es un acontecimiento? Observa Giussani, esto es “algo no previsto, no previsible, no deducible por el análisis de los antecedentes” (33), de “no dominable por nuestra medida, que supera y rompe toda nuestra medida” (34), es el “sin precedentes”, “la no consecuencia de factores antecedentes” (35), que desatiende y suspende toda expectativa.
Imprevisto, imprevisible, inapropiable, inanticipable, indeducible, el evento marca el punto de rotura de todo idealismo: esto es en exceso en relación con cada razón especulativa o práctica de cualquier precomprensión, precognición, previsión, sea esta entendida en el sentido fenomenológico o hermenéutico, es irreducible a “condiciones de posibilidad” dependientes de una subjetividad constituyente, es, por lo tanto, más allá de lo posible en el sentido de previsible, programable, anticipable, “tiene en sí un punto de fuga, mantiene una referencia a una incógnita” (36).
“El acontecimiento – sigue Giussani – es por su naturaleza una novedad. En el acontecimiento algo nuevo entra en nuestra vida: no previsto, no definido antes, no querido por nosotros cómo término de un diseño que queramos realizar, siempre “recortado” en lo imprevisible antes suceder, cuanto preciso, visible, concreto, tangible, abrazable verdaderamente, cuando acontece” (37). El acontecimiento pasa directamente de la imposibilidad al hecho acaecido, sin someterse al régimen de las condiciones de posibilidad; esto irrumpe en su alteridad, y es una irrupción que produce efectos, que estremece, revoluciona, escribe de nuevo el horizonte de sentido anterior a sí mismo y lleva consigo la dimensión de su propia inteligibilidad. Sirvámonos de tres ejemplos.
Primero de todo consideremos un evento histórico, la Primera Guerra Mundial. Su “estallido” no representa el culmen previsto y previsible de una maduración, la consecuencia obvia de una concatenación de causas: esto es un acontecimiento. Primero porque las “causas” se revelan como tales sólo “después” de que haya acontecido, no “antes”, y en segundo lugar porque lo que lo caracteriza es precisamente la diferencia de más, el exceso, respecto a la suma de los factores antecedentes, aunque a pesar de que sean todos analizables y disponibles: por mucho que se pueda reconstruir la trama de las causas indefinidamente convergentes, el “estallido” se sitúa más allá que éstas: esto ha acontecido por sí mismo, y desde sí mismo; los antecedentes no lo explican, lo siguen. Cada reconducción a causas analizables, a condiciones de posibilidad, no produce el estallido, evidencia, al contrario, su inanticipabilidad: su producirse permanece inconmensurable a las causas, indeducible.
Segundo ejemplo. “Imaginemos – escribe Giussani – una situación corriente: dos jóvenes se casan y nueve meses después tienen un niño. ¿Se puede decir que ha ocurrido un acontecimiento? Sí. Por mucho que lo hayan concebido y esperado es evidente que este hijo no lo hayan “fabricado” ellos: empezando por el hecho de que los dos se conocieron casualmente [otro acontecimiento], y luego decidieron unir sus vidas y casarse. Podríamos, por tanto, decir que. En ese sentido, el niño es como una “casualidad” (38). Por mucho que el nacimiento sea preparado, condicionado, prenominado (las ecografías apresuran hoy en día la asignación de los nombres), anticipado en un horizonte de espera (cargado de deseos y de ansiedades), “el niño que llega sigue siendo imprevisible”, absolutamente nuevo, absolutamente otro, él sorprende y suspende la previsión, la precomprensión, se muestra en su inapropiabilidad (con los gozos o la contrariedad consiguientes). Su carácter de acontecimiento está “medido” por su irreducibilidad a las previsiones y a las promesas que han precedido su llegada. Aunque sea en muchos sentidos un “hecho” previsible, esto sigue siendo, por lo tanto, un “acontecimiento”: su “hecho acaecido” desgarra el horizonte de espera y lo escribe de nuevo.
Sin embargo – tercer ejemplo – “también los cielos y la tierra que están ahí desde hace millones de siglos – observa Giussani – son un acontecimiento, un acontecimiento que está sucediendo de nuevo hoy todavía, en cuanto que su explicación no se puede alcanzar hasta el fondo” (40). Es decir, acontecimiento es toda la realidad en su abismal gratuidad, indeducibilidad. Lo real antes que nada y permanentemente acontece, se da, se muestra, me alcanza, se me impone, me toca, me aparece, pudiendo siempre no aparecer o aparecer de modo distinto, o ni siquiera ser: original e irreducible contingencia, sobre lo cual Husserl de manera eficaz ha vuelto en su Filosofía primera. Lo real brota e irrumpe, aquí y ahora. Acontecimiento, entonces, no es solo la Primera Guerra Mundial, un niño que nace, la muerte de una persona querida, el encuentro con el otro, la obra de arte, el don, el perdón, etc; acontecimiento es todo lo “real”, en cuanto esto surge ahora, e-viene, ad-viene, a-contece, me sale al encuentro. Derrida lo dice a su modo: “Después de todo, cada vez que algo acontece y también en la más banal experiencia cotidiana, hay una parte de evento y de singular imprevisibilidad: cada instante marca un evento, como también todo aquello que es “otro”, cada nacimiento y cada muerte, hasta las más dulces y naturales” (41).
Entendámonos, bajo el término “acontecimiento” no hay exterioridad pura. Acontecimiento es la alteridad en cuanto me llega, me lleva consigo, me mueve, me provoca. El acontecimiento no es la exterioridad pura, sino el otro en cuanto entra en la experiencia y la “con-forma” con esto, entra y me evoca. “Un acontecimiento es algo nuevo que entra en la experiencia que la persona está teniendo. En cuanto que “entra” en la experiencia es objeto de razón, y por eso es racional su afirmación; en cuanto que es “nuevo” implica que la razón se abra al mas allá “(42).
Acontecimiento dice el ad-venir, el venir-a (alguien), viniendo-de (e-vento). “Acontecimiento indica, por lo tanto, el contingente, lo aparente, lo que puede experimentarse en tanto que aparente (…) como un dato, no en el sentido científico, sino en el sentido profundo y original de esta palabra: “dato”, lo que es dado”(43). El “dato” conserva de hecho la huella de su proceso de entrada en el aparecer, o sea, remite a su donación. Por consiguiente, Giussani, radicalizando los términos, observa: “Podemos definir la ontología del acontecimiento como la transparencia de lo real que emerge en la experiencia en cuanto proveniente del Misterio, esto es, de algo que nosotros no podemos poseer ni dominar” (44).
Nada nos alcanza, nos afecta, nos aparece, que no sea antes que nada “dado”, empezando por mí (“yo soy dado a mí mismo”, dice Merlau-Ponty) (45). ¿Pero, por qué no pararse a lo dado puro y simple, evitando añadir a toda costa el remitir a la donación? Marion ha ido, sobre lo que estamos tratando, más al fondo que los demás. Cuando estoy delante de unos datos, como por ejemplo los de un problema de matemáticas propuesto para mí en cuanto estoy participando en un concurso público, necesariamente debo afirmar: “Yo no me los he dado por mí mismo (…), me llegan y se me imponen. Ahora, este movimiento de imponerse a mí, de llegar sobre mí, delante de mí o antes que yo, ya es suficiente para hacer entrever una donación” (46). Si, por otro lado, nos obstinamos a interpretar estos datos como hechos puros, simples y brutos, nos condenaríamos a hacerlos perfectamente ininteligibles, como resulta mirando este ejemplo:
“Imaginemos que yo entrara en tu habitación, – subraya Giussani – que viese un vaso con un ramillete de violetas y dijera: ‘¡Qué bonito! ¿Quién te lo ha dado?’. Supongamos que tú no me respondes, y yo insisto: ‘¿Quién ha puesto ahí ese ramillete?’. Y que entonces tú me respondes: ‘Está ahí porque está ahí’. Mientras tú te mantuvieras en esta respuesta yo permanecería insatisfecho, hasta que dijeras, por ejemplo: ‘Me lo ha dado mi madre’. ‘¡Ah! Diría entonces yo, tranquilo. En efecto, una visión humana del fenómeno de la presencia del ramillete de violetas exige que se acepte la invitación que está contenida en él.” (47).
Lo dado es un hecho que no se hace por sí solo y, mostrándose, hace siempre visible el surgir del que proviene; es un signo que remite más allá de sí mismo, a su sentido, a su explicación. “La donación – dice bien Marion – se abre como un pliegue del dato” (48). “Para liberarse realmente de la donación tendríamos que demostrar, siguiendo a unos análisis fenomenológicos precisos, que un fenómeno subsistente pueda aparecer sin llevar consigo algún signo de su ser un evento, por lo tanto, sin ningún carácter de dato que lo remita a la donación” (49). La tentación de separar lo dado de la donación es, observa Arendt, el corazón de la ideología: “La ideología no es la ingenua aceptación de lo visible, si no su “inteligente” destitución” (50). La destitución de lo visible es la supresión del remitir a la donación, estructural al hacerse presente de lo dado, es la reducción de lo dado a hecho bruto, del “signo a apariencia” (51), con la consiguiente disolución de la apariencia misma. Lo “dado” – el “signo” – es lo que hace “entrar operativamente en la vida el significado” (52).

2.3. Afecto y conocimiento.
Si consideramos lo dicho hasta ahora, ¿Cómo se configura el inicio del conocimiento? “Si yo abriera de par en par por primera vez los ojos en este instante, al salir del seno de mi madre, - según el sugestivo parangón de Giussani - vería dominado por el asombro y el estupor que provocarían en mí las cosas debido a su simple ‘presencia’. Me invadiría por entero un sobresalto de estupefacción por esa presencia” (53). De un modo singularmente consonante Heidegger habla de la experiencia que se sitúa en los albores de la filosofía. “En el ambiente griego el hombre está sobrecogido por el venir a la presencia de lo que está presente, que lo obliga a preguntarse sobre lo que está presente en cuanto tal. La referencia a este fluir de la presencia los griegos lo llaman thaumazein” (54) – maravilla, asombro –. La misma filosofía brota del impacto provocado en mí por la sobreabundancia de la presencia; ésta, observa Heidegger, “es la respuesta de una humanidad impactada por una excedencia de la presencia” (55). Este “ser impactado”, el producirse de un tal asombro, representa la dimensión inaugural de la relación originaria del hombre con la realidad y, por lo tanto, del humano conocimiento. “El primerísimo sentimiento que tiene el hombre es el de estar frente a una realidad que no es suya, que existe independiente de él y de la cual depende. (…) Se trata de la percepción original de un dato, de algo dado. (…) La misma palabra “dado” refleja una actividad delante de la cual yo soy sujeto pasivo; ahora bien, se trata de una pasividad que constituye mi actividad original, que es precisamente recibir, constatar, reconocer.” (56).
El acontecimiento – el dato, vibrante de actividad, que se repliega hacia su donación, su proveniencia – me alcanza, me ocurre, me dirige su iniciativa, y la originaria actividad mía es encajar el golpe de su irrumpir: una pasividad que se vuelve recepción, hospitalidad, reconocimiento (en una genealogía del conocimiento se tendría que decir que el “contragolpe del ser”, de la presencia es el núcleo originario de lo que llamamos juicio). Aquí, para retomar el lenguaje que hemos puesto en cuestión, los roles del constituyente y del constituido se invierten: el yo no suministra el sentido sino que lo recibe; se experimenta constituido por el fenómeno, en vez de constituirlo, llamado a permitir que sea su automanifestación, no a producirla. El sujeto es atraído y activado por la automanifestación del fenómeno: lo real ejerce una tendencia afectiva sobre mí y me llama a responder. En el corazón del conocimiento, por lo tanto, hay una pasividad, que es la profundidad y el recurso de toda nuestra actividad (es lo que a su manera ha mostrado Husserl en sus lecciones sobre “la síntesis pasiva”).
Si partimos de la primacía fenomenológicamente incontestable de la donación, del acontecimiento – y por lo tanto de la experiencia –, el yo se revela no cómo la consciencia constituyente cartesiana o kantiana, como el intelecto autor de la experiencia, sino como el interpelado por la irrupción de lo dado, aquel que es antes que nada sujeto-a lo que se da y lo alcanza: el yo está despertado, instituido, hecho surgir como “mirada”, como capacidad reveladora, por el impacto mismo con lo que él está llamado a poner de manifiesto, a llevar a hacerse visible, en la luz de la evidencia. Ahora, si “la experiencia es el emerger de la realidad en la consciencia del hombre, es que la realidad se vuelve transparente para la mirada humana” (57), la razón es el momento de esta transparencia, es como “un baño de luz que hace ver” (58), una pantalla en la que lo que se da se hace visible, que permite a la donación de cumplirse en manifestación, de mostrarse a partir de sí misma. En el encuentro con lo dado, por lo tanto, el yo se hace mirada ante lo dado que le reclama para manifestarse. Dicho de otro modo: el acontecimiento suscita la visión que está llamada a revelarlo, como en una “co-generación” en la que hay un desfase inaugural que provoca el dinamismo, hay un desequilibrio, una diferencia que pone en movimiento (podemos tener una analogía en lo que acontece entre la madre y el niño: la mirada de la madre suscita, llama, “genera” la mirada del niño, que aprende a mirar sólo correspondiendo a esa mirada interpeladora y anticipadora; y, por otro lado, sólo en la respuesta, en su mirada que responde, la mirada de la madre se revela como tal, se manifiesta por lo que es, o sea, es a su vez “generada”).
El sujeto del conocer, como se está perfilando, no es entonces un “yo pienso” que pretenda partir de sí mismo, sino antes que todo un “yo soy afectado” que se caracteriza como pendiente de la iniciativa que lo precede: el yo es despertado, atraído, impactado por lo dado. Escribe Giussani: “La realidad, pasando delante de los ojos, no es como si pasara delante de los ojos de un muerto, o delante de un espejo inerte; pasa delante de ojos vivos, porque deja un signo, provoca un shock en nuestra consciencia”, deja siempre “una impronta de miedo y de esperanza”. “El conocimiento implica afecto, implica un golpe provocado en mí que se llama afección, affectus. Nuestro yo es touchée” (59). Cierto intelectualismo, de matriz moderna, ha imaginado el sujeto del conocimiento como un “espectador desinteresado”, un kosmotheoros (la palabra es de Kant), que sobrevuela sobre las cosas y sobre el mundo como un puro ojo desencarnado. Pero un semejante ojo no podría llevar a manifestación las cosas, primero porque no conseguiría cogerlas, éstas no llegarían a volverse relevantes para él. De hecho no hay que entender el affectus y la receptividad originaria en sentido empirista, como si dijéramos: al principio del conocimiento están las sensaciones, las “impresiones”, o sea, el impacto de meros cuerpos sobre nuestro aparato sensorial, y luego viene todo el resto.
La receptividad sensitivamente entendida presupone una imagen completamente abstracta del hombre y una estratificación de la experiencia que es una pura invención teórica. Nosotros no tenemos ante todo meras sensaciones a las cuales en un segundo momento sería atribuido un significado; no percibimos objetos sensibles que después se cargarían de un sentido: originariamente tenemos que ver con una realidad abastecida de sentido, esto es con “signos”. El niño, también muy pequeño, no percibe en realidad olores en general, excepto el de la madre, que le interesa vitalmente; no oye meros ruidos, excepto el crujir de la puerta que anuncia la llegada del hermanito; no ve colores, excepto el blanco del biberón que anuncia la comida. Las cosas se revelan desde el principio como signos y el encuentro con éstas es siempre significativo. Estamos “afectados” por su manifestarse porque tienen que ver con nosotros, no porque impactan a los sentidos concebidos abstractamente: cada realidad deja siempre “una huella de miedo o de esperanza”, es decir nos toca en relación a nuestro destino, alcanza nuestra atención por que y en la medida en que representa una oportunidad para nuestra humanidad necesitada y deseosa, ansiosa y herida.
Sólo por un yo implicado, por una “razón afectivamente comprometida” (60), las cosas emergen en su sentido, en su estar impregnado del ser. El hombre puede “ser afectado” por la inquietud y la urgencia del propio destino, la aspiración y la exigencia de felicidad, que despierta el impacto con la realidad. Él mismo, observa Heidegger en Ser y tiempo, es “aquel ente por el cual siempre está en juego el propio ser”, que está siempre arriesgándose, y por esto reconoce las cosas como signo, es decir comprende el significado, cumple constantemente el recorrido del signo al significado. En esta línea, a diferencia de Kant, Heidegger subraya – agustinianamente en el curso de 1925 – que los sentimientos no obstaculizan el conocimiento, sino que lo abren (“El amor no hace ciegos, el amor hace videntes”). El sentimiento es “un factor esencial para la visión” (61), una “lente” que acerca el objeto.
Hace falta poner radicalmente en cuestión el carácter “desapasionado” del conocimiento profesado por una cierta mitología moderna, “en la cual la razón se concibe como una capacidad de conocimiento que debe desarrollarse en relación con el objeto sin que nada la interfiera” (62). El conocimiento es originariamente interesado y sólo tardíamente, en relación con algunos fenómenos, puede realizarse con aquel peculiar “tono afectivo” que es la indiferencia. La sospecha que donde no sea posible conseguir este “desapego” no se puede extraer un auténtico conocimiento es hija de aquel racionalismo que ha reducido preventivamente la experiencia del conocimiento a la práctica de las ciencias exactas, y en última instancia a la matemática y a la lógica formal, con la consecuencia que la razón se separa de la existencia, se despide de las cuestiones humanas más decisivas (Kant, una vez más, ha abierto el camino).

3. “El descubrimiento del Innombrado”. El valor cognoscitivo del encuentro. Segundo significado del título

El yo, hemos dicho, es tocado y puesto en movimiento por la realidad que lo alcanza, le ocurre, se le impone; su identidad se desarrolla y es recibida en y como respuesta al otro que se da antes y que viene antes (pensemos todavía en el niño). “Yo significa aquí estoy”, por usar una expresión conocida de Lévinas. El yo siempre es precedido por el otro: no sólo por el otro como “dado”, sino por el otro como “otros”. “El otro está en mi antes que yo: el ego (…) implica la alteridad como su propia condición” (63). Por cuanto nos remontemos en el tiempo, por cuanto profundamente nos adentremos en nosotros mismos el otro ya está siempre ahí, en el corazón de nuestra aventura, de nuestra historia, en las entrañas más profundas de nuestra autoconciencia, en la misma hechura (factum, factura, hecho) de nuestros pensamientos más ocultos. Ya estamos desde siempre en la respuesta. Es lo que es ante todo certificado por el evento del nacimiento, que inscribe nuestra subjetividad en una originaria e imborrable dependencia, en una heteronomía de principio irreducible, inexpugnable: “No existías, existes, no existirás más, por lo tanto dependes” (Giussani). El ser-generados vuelve artificial cada pretensión de autonomía, de partir por uno mismo, de partir en absoluto. No hay un solo hombre que no haya en primer lugar debido nacer, es decir, no haya estado precedido por la iniciativa de otros, sin haber podido decir una palabra, sin haber podido saber, prever: mi nacimiento ocurre sin y antes de mí, del “ego” de cada “cogito ergo sum”: el nacimiento me sucede y me llama inmediatamente a responder, me sitúa en un retraso insuperable respecto a cualquier proyecto de auto posesión, de apropiación. Como señala Marion, “la subjetividad metafísica podría definirse también como la denegación testaruda del hecho siempre ya cumplido de mi nacimiento” (64)
No se trata solamente de esto. “La persona no existía antes: por eso lo que la constituye es algo dado, un producto de otro. Esta situación original se repite a cada nivel del desarrollo de la persona. Lo que provoca mi crecimiento no coincide conmigo, es algo distinto de mí” (65). El acontecimiento del nacimiento no es pues el “big bang” que da inicio a una singularidad que después evoluciona y se estructura por sí misma, no señala ese punto exclusivamente inicial de dependencia del otro que puede ser suturado como la herida del cordón umbilical: la relación con el otro es el método permanente del desarrollo, en cada sentido y en cualquier nivel, de la identidad del yo. “El hombre se desarrolla en relación, por el contacto con el otro. El otro, originalmente tan necesario para que el hombre exista, igualmente es necesario para que el hombre se realice, se haga verdad, sea cada vez más sí mismo” (66). Al acontecimiento del nacimiento sigue el del encuentro, que representa el acontecimiento por excelencia en la vida del yo: a través de él el otro se presenta, se muestra, y el yo puede iniciar el camino de su identificación, comenzar a convertirse en aquello que es. Entonces debemos completar la fórmula utilizada antes: si el surgir del “dato” me afecta y establece mi razón como su testigo, la razón puede realizar su vocación en la manifestación del dato, en el revelarse del mundo, sólo gracias a una improgramable, pero necesaria cadena de encuentros.
El sujeto del conocimiento no es un sujeto aislado – “ego cogito” o “Yo trascendental” – cerrado en su solipsismo; un sujeto aislado nunca podría eventualmente ni siquiera darse cuenta de que vive en una alucinación, pero sobretodo no podría corresponder a la llamada de la realidad: nosotros estamos de hecho habilitados para hacernos transparencia del dato, es decir a conocer, a tener pensamientos, por el encuentro con el otro, con el “tú”. Sin el otro, sin el encuentro, el yo no puede llegar a la conciencia de sí y no puede tomar conciencia del mundo, “autoconciencia del cosmos”, no puede llevar a cabo su apertura comprensiva al mundo, ejercer lo que Merleau-Ponty llama “el don de lo visible”. “Toda la cuestión consiste en comprender – escribe en El ojo y el espíritu – que nuestros ojos de carne son ya mucho más que receptores de rayos luminosos, de colores y de líneas: son ordenadores del mundo, que tienen el don de lo visible así como se dice que el hombre inspirado tiene el don de las lenguas. Naturalmente este don se conquista con el ejercicio, no en unos meses y tampoco en la soledad” (67).
Éste es el segundo sentido del título: conocer siempre es un acontecimiento en cuanto que el acontecimiento del encuentro con el otro representa la condición necesaria para la emergencia y realización de la capacidad de conciencia de la realidad que llamamos “razón” y para el desarrollo de su concreta aventura. Nadie puede conocer por sí solo; conocer es un verbo que se realiza sólo en plural (en la perfecta soledad – que naturalmente es pura abstracción – el hombre no habría podido ni siquiera empezar a hablar: la génesis del lenguaje implica la intersubjetividad). El solipsismo del “ego cogito”, que parte de sí mismo, que vuelva a partir de cero, es una ficción: para sostenerse, necesita suprimir esa presencia del otro en la vida del yo que ha empezado a certificarse a partir de su nacimiento.
Por eso se puede – incluso, se debe – hablar de “valor cognoscitivo del encuentro”, según la exitosa expresión de Carrón: la riqueza de las relaciones, la posibilidad de encuentros no representan una adición extrínseca al conocimiento, sino el acontecimiento que lo abre a descubrimientos que de otra manera seguirían siendo literalmente impensables, imposibles. Un encuentro ocurre, afecta a la persona, y permite una nueva relación con “la cosa” o consigo mismo (“y se le abrieron los ojos”). Es lo que Gadamer recuerda de Heidegger, cuando sostiene que fue el encuentro con Hölderlin a “soltarle la lengua”, es decir a determinar un viraje en su reflexión; pero es lo que nos ocurre a cada uno de nosotros.
Tomemos un ejemplo extraído de nuestra propia literatura y conocido por todos. La conversión del Innombrado en “Los novios” (Manzoni). En el asunto se pueden extraer tres momentos claves, en los que el proceso de conocimiento de sí mismo del Innombrado se pone en movimiento por determinados hechos que ocurren. 1) Mandado el Nibbio a secuestrar a Lucía, cerca del convento de Gertrudis, el Innombrado está esperándolo para recibir un informe de la expedición. El Nibbio enumera con tono habitual las acciones realizadas, pero no se resiste a comunicar, con cierta incomodidad, una novedad respecto a las hazañas a las que estaba acostumbrado: Lucía le ha suscitado “compasión”. Esta palabra desencadena el estupor, la ira y la curiosidad del dueño. Presionado por reacciones opuestas, el Innombrado decide ir a ver a Lucía. En el encuentro, él se sorprende por su forma de actuar, investido de una “confusa esperanza”, suscitada por una palabra que ella pronuncia: “misericordia”. Sigue la famosa noche del Innombrado, consumada en la lucha entre el seguir la novedad introducida, revolucionando su propia vida, y la tentación del suicidio. 2) Segundo. El Innombrado oye el sonido de una campana lejana. Es signo de fiesta. En tantos años de vida en ese castillo es la primera vez que el Innombrado se percata del sonido de las campanas. Se asoma y ve que la gente se encamina “hacia la salida, a la derecha del castillo, todos con trajes de fiestas, y con una vivacidad extraordinaria” y “le crecía en el corazón algo más que una curiosidad de saber qué era lo que podía comunicar un mismo arrebato a tanta gente distinta”. Se introduce un nuevo motivo de esperanza. Un acontecimiento despierta una pregunta en él, una curiosidad que no tenía: conocer al cardenal. 3) Por fin el encuentro con el cardenal, al cual le había conducido un “afán inexplicable”, casi a su pesar: la presencia del cardenal Federico abre una posibilidad inaudita. Y al final del conmovedor diálogo Manzoni pone en boca del Innombrado las siguientes palabras: “Ahora me conozco, comprendo quién soy; delante de mí están todas mis iniquidades; me causo horror a mí mismo; ¡sin embargo…! ¡Y sin embargo, siento alivio, un gozo… sí, un gozo, como jamás lo he sentido en toda esta mi horrible vida!”.
“Ahora me conozco”. El encuentro tiene un valor cognoscitivo. Es a lo que se resiste tenazmente cierta reflexión filosófica. El trascendentalismo, en toda su forma, no puede reconocer más que un significado accidental al acontecimiento. Al contrario, retomando los dos significados utilizados hasta ahora, sin acontecimiento (lo que sucede y los encuentros) no hay conocimiento; no sólo al principio, sino en cada momento del desarrollo. En otros términos, todo de lo que se puede tener la tentación de calificar como inesencial – el accidente, el incidente, la desviación, la casualidad, el encuentro no programado con el otro –, lo que por lo tanto pertenece al orden inanticipable de la “facticidad” y que forma aquel tejido que llamamos “historia”, representa la condición genética del conocimiento y abre la posibilidad de todo su avanzar. Se podría documentar haciendo referencia a los más importantes descubrimientos científicos; cada uno lo puede confirmar mediante el simple referirse a su propia existencia: si en tal momento no hubiera ocurrido tal cosa, si entonces no hubiera encontrado tal persona, nunca habría entendido, descubierto, conocido, etc…
Tanto el génesis de la experiencia cognoscitiva como el emerger en su interior de novedades están constitutivamente relacionados al acontecimiento y en particular a aquel acontecimiento por excelencia que es el encuentro con el otro.

“Es un acontecimiento que pone en marcha el proceso por el que un hombre empieza a tomar conciencia de sí, a tener ternura hacia sí mismo, a darse cuenta del destino al que está yendo, del camino que está haciendo, de los derechos que tiene, de los deberes que debe respetar, de su fisonomía entera. Es sólo un acontecimiento que puede poner en marcha el proceso a través del cual el yo llega a la conciencia o al conocimiento de sí. La categoría de “acontecimiento” es entonces capital tanto por el conocimiento del yo como por cada tipo de conocimiento” (68).

Estamos en las antípodas de todo Cartesianismo, de toda presunta autocracia del pensamiento.

4. “La hipótesis de Kepler”. El mismo conocimiento es un acontecimiento. Tercer significado del título.

Llegados aquí podemos dar el último paso: el conocimiento es él mismo un acontecimiento, o sea, un resultado que no es explicable en base a la reconducción a factores antecedentes, en concreto, a facultades e instrumentos determinados de conocimiento – teniendo en cuenta naturalmente el necesario manifestarse de las cosas –. Es éste el motivo por el cual cuando comprendemos algo nuevo nos asombramos, contrariamente a lo que tendría que pasar según la afirmación kantiana, que nosotros encontramos en la realidad solo aquello que nosotros hemos puesto en ella, dijera todo lo que hay que decir. Aunque actuando en el campo de las matemáticas y de la lógica formal, cuando llegamos a un resultado nuevo decimos que hemos hecho un “descubrimiento” (que quizá nos dará como fruto el Premio Nóbel, es decir dinero y fama). ¿Es una manera poética de hablar? ¿Es una debilidad del lenguaje? o ¿estamos captando lo que surge en la experiencia? Aún más esto se verifica en el campo abierto de los fenómenos reales, plenos, ricos de contenido intuitivo, y no formales como los lógico-matemáticos. O sea: no sólo en el conocimiento obtenido, sino en el hecho mismo de haberlo obtenido hay un “plus” que nos asombra, un carácter de acontecimiento.
La filosofía se ha medido desde el principio con el problema y ha intentado distinguir la parte “mecánica” y previsible del proceder racional (por la que al decir “2 x 2 = 4” no se produce un escalofrío en la espalda) de la “creativa” (por ejemplo la formulación de una “hipótesis”). Pero cuando ha tenido que dar cuenta de ésta última, y por lo tanto, de aquella dimensión de descubrimiento al que hacíamos referencia, siempre tuvo que recorrer a explicaciones que remarcaban la pr