Conciencia
El gran Víctor Hugo decía que la conciencia era la presencia de Dios en el ser humano, y aunque lo mío con Dios es una materia complicada, entiendo la idea que quería transmitir el autor de Los miserables. Ciertamente, el lenguaje de la conciencia trasciende la banalidad y la cotidianidad y aterriza en ese lugar inconcreto y temido del alma en el que aún nos hacemos preguntas. Y uso el pronombre personal en primera del plural porque es a nosotros mismos a quien interrogamos. De manera que, si Dios es la idea más trascendente que podemos imaginar, no cabe duda que debe habitar en ese espejo que nos refleja, sin piedad, las grandezas y miserias de nuestra propia existencia.
Probablemente es, por ello mismo, por lo que siempre dejamos para otro día la excursión a tal inhóspito lugar. Y no me refiero a la conciencia de bolsillo, la que nos corrige algún defecto o nos riñe por algún desmán, sino a la de verdad, a ese viaje árido y arriesgado que nos enfrenta a lo más hondo de la naturaleza humana. Por no perderme, pongo un ejemplo tangible, cotidiano. La inmensa mayoría de la buena gente, que es la inmensa mayoría, se conmueve ante la imagen del drama colectivo, llora por ese niño muerto en la arena, o por ese otro niño cubierto de sangre después de un bombardeo, y cuando ve las imágenes de miles de almas desesperadas surcando mares y atravesando fronteras para poder encontrar un lugar donde plantar la vida, nota esa punzada en el estómago que le recuerda la idea bíblica del prójimo. Y no tengo ninguna duda de que se conmueve, quizás se emociona, puede que hasta llore, porque el dolor ajeno no es ajeno a la buena gente. Sin embargo, cuando la primera piel se ha erizado, ¿esa conmiseración, ese llanto solidario, ese amor al prójimo atraviesa más pieles, va más lejos?
Lo pregunto porque esa misma buena gente dedica un segundo de gloria a la gloria de empatizar con la tragedia del vecino, el extranjero, pero después, ¡qué lejano está el después! Y así, con sus miedos y sus inseguridades, si algún político les da cobijo, tanta alma desesperada, tanto refugiado sin patria, cuidado, habrá que castigarle en las urnas, que las urnas están para poner límites a la conciencia. La empatía con el prójimo sólo es completa en la lejanía de un informativo, pero cuando ese cuerpo roto de la imagen llama a la puerta, cabalgan los jinetes del apocalipsis. Y entonces descubrimos que la conciencia se fue de vacaciones.
Miro el televisor y tengo tan llena la retina de dolor, dolor de miles, dolor de cientos de miles, dolor de niños y padres y abuelos, dolor de otros, que intento entender por qué somos tantos la buena gente, y tanta buena gente resulta tan indiferente. No sé, quizás perdimos el tren para viajar hasta ese lugar donde habita Dios; o quizás es peor, quizás tenemos miedo de viajar hacia allí, porque no sabríamos qué decirle.