CL, Europa y el “nuevo inicio” de Carrón
El tema de “Europa 2014. ¿Es posible un nuevo inicio?”, el último texto de Julián Carrón, publicado en las páginas centrales de la revista Huellas, son las elecciones europeas, pero en realidad mira mucho más allá, indicando cuestiones urgentes para el cristianismo del mundo contemporáneo. El artículo de Carrón es muy importante, pues por primera vez se analizan de forma detallada ciertas cuestiones cruciales: el juicio sobre lo moderno, la libertad religiosa, el Concilio Vaticano II, la confrontación con el relativismo actual, etc. Cuestiones abiertas durante mucho tiempo, durante la larga historia de CL, hasta el punto de despertar reiteradas, y a menudo injustificadas, acusaciones de cerrazón e integrismo que encuentran aquí una respuesta lúcida y clarificadora.
Hay que decir que el texto de Carrón se inscribe dentro del espíritu de apertura que anima al pontificado actual, sin por ello renegar en nada de Benedicto XVI, cuyo pensamiento constituye la clave de bóveda del artículo. Precisamente, apoyándose en la reflexión de Ratzinger-Benedicto, Carrón dibuja el cuadro de la Europa actual. Una Europa que surge del modelo ilustrado pensado como solución, en el siglo XVIII, para la grave división religiosa que contraponía a católicos y protestantes, y que en el momento presente atraviesa una profunda crisis. Con el permiso de Kant y sobre la idea de los derechos fundados sobre una razón universal, el Occidente actual fundamenta la libertad sobre el relativismo de los valores, sobre los derechos subjetivos, sobre el principio de no discriminación. Perdura así el sueño moderno de la libertad como autodeterminación, desvinculado sin embargo de la razón y de cualquier reconocimiento de principios objetivos, naturales o racionales, sean los que sean. Es el escenario actual.
El interés de este artículo, que tiene una “deriva antropológica”, se debe al hecho de que la respuesta no viene dada por la “vía breve”, meramente reactiva, sino por la “vía larga”, que no niega la exigencia de la libertad sino que la reconduce dentro de la relación con los otros. Separa la libertad del aislamiento individualista que, como una patología, caracteriza a un mundo sin vínculos, la sociedad líquida en la que todos estamos inmersos.
Se trata de una orientación que, conscientemente, se diferencia del camino elegido por una parte del catolicismo italiano actual, la que se ha expresado mediante una Carta al Papa Francisco publicada en Il Foglio el 11 de febrero, donde invitaban al Papa a cambiar de ruta, a dejar de insistir tanto en la misericordia y el perdón, y a volver al enfrentamiento directo con el mundo para defender los valores no negociables. «Hay que reaccionar – escribían los firmantes – uniendo la energía interior de la fe a la capacidad del realismo racional que todavía contiene lo mejor de la cultura universal».
Desde el punto de vista ideológico estamos ante una suerte de “cristianismo ilustrado”, ante un racionalismo católico que recupera la razón fuerte de una modernidad perdida contraponiéndola a la razón débil de los post-modernistas. Es el horizonte del occidentalismo teocon que triunfó tras el 11 de septiembre de 2011 y que ha vuelto a afilar sus armas ante el rostro “buenista” del Papa Francisco. Su rasgo característico es el primado de la teología política, la idea de que la renovación religiosa del mundo pasa por el poder. El catolicismo se convierte en una parte, un partido, un lobby, según el modelo de los grupos de presión americanos, caracterizados por una movilización permanente, llena de sit-in, marchas, llamamientos, denuncias. La Iglesia, en cuanto tal, se convierte en un movimiento anti-aborto, anti-gay, anti-gender, etc.
Respecto a esta orientación, Carrón hace una serie de observaciones. La primera «puntualización es la que se encuentra en el centro de la Evangelii Gaudium: la constatación de que, en el mundo católico, la batalla por la defensa de los valores se ha convertido con el tiempo en algo tan prioritario que resulta ser más importante que la comunicación de la novedad de Cristo, que el testimonio de su humanidad. Este cambio entre antecedente y consecuente pone de manifiesto la deriva “pelagiana” de una parte del cristianismo de hoy en día, la promoción de un cristianismo “cristianista” (Rémi Brague), privado de la Gracia». Esta inversión de la que se lamenta el Papa explica, y este es el segundo punto, cómo la insistencia cae unilateralmente sobre las estructuras, sobre las leyes, descuidando la importancia de las costumbres, los hábitos, sin los cuales ni las mejores leyes pueden resistir en democracia ante el cambio ligado a las variaciones de la mentalidad dominante.
Con ello, tercer punto, no se trata de retirarse a un cómodo limbo – la huida espiritualista del mundo –, ni de «contraponer la dimensión del acontecimiento y la de la ley», sino de comprender que, dentro de la unidad de una vocación, nos encontramos ante ámbitos distintos. «Las personas que están comprometidas en el ámbito público, en el campo cultural o político, tienen el deber, como cristianos, de oponerse a la deriva antropológica de nuestros días. Pero este es un trabajo que no puede involucrar a toda la Iglesia como tal, que tiene hoy la obligación de salir al encuentro de todos los hombres, independientemente de su ideología o pertenencia política, para testimoniar el “atractivo de Jesucristo”». Esta distinción no significa que los cristianos, todos los cristianos, no estén apegados al Catecismo de la Iglesia católica. Significa en cambio que no se puede presumir que, del (adecuado) compromiso público orientado a limitar los efectos de la revolución antropológica, vaya a surgir la Europa de las costumbres ni, mucho menos, expresiones significativas de un pueblo cristiano.
Escribe Carrón: «El compromiso de los cristianos en la política y en las esferas donde se decide sobre el bien común de los hombres sigue siendo necesario. Es más, a través del modelo de la doctrina social de la Iglesia, indica esas formas de convivencia compartida que la experiencia cristiana ha verificado. Hoy es más importante que nunca. Sin olvidar nunca que en las circunstancias actuales este compromiso asume más un valor katechontico en sentido paulino, es decir, crítico y de contención, dentro de los límites de lo posible, de los efectos negativos de los meros reglamentos y de la mentalidad que está en su origen. Sin embargo, no puede pretender que de su acción, por muy meritoria que sea, pueda surgir de forma mecánica la renovación ideal y espiritual de la ciudad de los hombres. Esto nace de “algo que viene antes”, que primerea, de una humanidad nueva generada por el amor a Cristo, por el amor de Cristo».
Este “algo que viene antes” es, según Carrón, la contribución que el movimiento de CL, si sigue siendo fiel a su vocación, puede ofrecer, con total humildad, con la absoluta conciencia de sus límites. Es el método educativo experimentado por Luigi Giussani, centrado en el encuentro evangélico y no en la movilización permanente, en la conciencia de que Cristo, hoy igual que hace dos mil años, vino ante todo para los enfermos, para los pecadores, para los publicanos, para las prostitutas. Se trata de una perspectiva que, en el origen, no es dialéctica, no necesita “oponerse” para “ponerse”. Un cristianismo fundado a partir del encuentro es “positivo”, tiende a resaltar todo lo que sigue vivo en el corazón del hombre, tiende a distinguir “críticamente”, como hace Carrón en su artículo, entre instancias adecuadas y formulaciones erradas.
En el ámbito europeo esto significa dos cosas. La primera: el encuentro entre cristianismo y modernidad puede suceder hoy, como vieron Ratzinger y Jürgen Habermas en su famoso diálogo de 2004, a partir de una doble autocrítica, la del cristianismo moderno y la de la propia modernidad. Una modernidad “reflexiva”, consciente de sus límites, puede encontrarse con un cristianismo libre de ambiciones teológico-políticas heredadas del Medievo o de la era post-teodosiana. Es por ello que en Carrón la crítica de la Ilustración kantiano-cristiana no lleva a una crítica de la Ilustración y de la modernidad. Al contrario, a la luz del Concilio Vaticano II la modernidad y, ante todo, el principio de la libertad religiosa sancionada por la Dignitatis humanae son reconocidas en todo su valor.
Justamente esa libertad religiosa, patrístico-moderna, es lo que se pide a Europa y a sus instituciones como condición esencial para que el cristianismo pueda ser comunicado y encontrado, para que la libertad pueda, en su relación con los otros, hacerse inclusiva y no excluyente, como sucede ahora. Por ello, escribe el autor, «nuestro deseo es que Europa se convierta en un espacio de libertad para el encuentro entre quienes buscan la verdad».