Causas y efectos de la corrupción
Nuestra cultura occidental se ha sentido siempre apegada al ejercicio razonable de ligar, en una dirección u otra, causas y efectos. Y no sólo a partir del desarrollo del método científico. Ya los griegos nos enseñaron a pensar por deducción e inducción, y, antes que ellos, los profetas bíblicos invitaban a reflexionar al pueblo testarudo, para que ligara sus acciones a las consecuencias que sufría.
Desde hace ya algunos años, la sociedad española sufre una epidemia, la corrupción, cuyos síntomas se dejan ver todos los días en los periódicos. Hasta tal punto se trata de un fenómeno grave que se ha convertido en la segunda preocupación de los españoles, sólo por detrás del paro. Han sido precisamente las dimensiones de esta epidemia, vieja como la humanidad, las que han puesto en marcha en la plaza pública el ejercicio de razón al que arriba me refería: buscar las causas de la corrupción, de esta corrupción. Desde el efecto, remontar hasta la causa.
Como llevamos ya tiempo a vueltas con la corrupción, hemos podido escuchar recetas y análisis de causas muy variopintos, todos ellos expresión de esta querencia, que el cielo nos la conserve, de ir al origen de los fenómenos. Sin embargo, el ejercicio de razón realizado en público no siempre alcanza los niveles deseables. En muchos casos, se proponen soluciones que atacan los síntomas, dejando las causas intactas. Pan para hoy y hambre para mañana. En otras ocasiones, lo que falla es la relación causa-efecto: se proponen alegremente causas que sólo remotamente pueden generar un efecto como el que nos ocupa. No siendo nuestro objeto de estudio una cobaya o una máquina eléctrica carecemos de “respuesta” o “reacción” a nuestras hipótesis. En realidad la respuesta nos llega, sólo que a muy largo plazo, y hay cosas que no pueden esperar.
Si hacemos un repaso somero por algunos de los análisis y recetas propuestos podremos ilustrar lo dicho. Muchas medidas se han implementado para atajar la corrupción en los partidos políticos, en la adjudicación de concursos en la administración local, en la gestión de fondos públicos, en la dirección de entidades financieras, etc. En el ámbito de la justicia se han endurecido penas, se han realizados castigos ejemplares, se han creado fiscalías propias… Se trata de medidas tan necesarias como insuficientes. Cumplen su labor: dificultar, disuadir, pero no atacan de raíz el problema que está en el origen de una cultura de la corrupción.
Tampoco bastan las llamadas a la honradez que se esconden detrás de los manuales de buenas prácticas políticas en partidos y gobiernos. Muchos de los corruptos actuales las firmaron en su día. ¿Quién no firmaría una declaración de intenciones de este tipo?
Cierto, no sólo hemos asistido a la proliferación de medidas para atajar los síntomas. También hemos leído o escuchado propuestas que intentan identificar las causas de esta corrupción, de su persistencia y su volumen. Es aquí donde el ejercicio de razonamiento no siempre está a la altura de nuestra mejor tradición intelectual. En algunos casos se dice que estamos ante un problema de cultura política o de cultura de lo público. Es cierto, sólo que hemos dado únicamente con una causa intermedia, sin llegar a la raíz. Es como identificar que en el origen de una determinada enfermedad hay una acumulación de azúcar en la sangre. Perfecto. Ahora hay que entender por qué se acumula ese azúcar ahí. Es decir, por qué en los últimos ¿20? ¿30 años? ha crecido una cultura de lo público como la que padecemos.
Mientras que estos análisis, aún razonando bien, son penúltimos, otras propuestas son simplemente erradas. Razonan mal, conectan mal causas y efectos. Últimamente se ha querido ligar la corrupción a la educación católica de este país. El hecho de que Dios sea misericordioso y la Iglesia tenga el poder de perdonar parece haber dado alas a los corruptos que ajustan cuentas con el confesor y se consideran exentos de su responsabilidad pública. Ignoro si tras esta lógica se esconde la vieja teoría de Max Weber de que la cultura protestante, que fomenta el trabajo y la moral pública, dio origen al avance capitalista, mientras que la cultura católica retrasó el progreso en aquellos países donde dominaba. En este caso, sí que hemos tenido tiempo suficiente (y estudios adecuados) para rechazar esta teoría que siempre resultó muy atractiva entre nuestros intelectuales. De hecho, se concluye hoy, el capitalismo nació mucho antes y en suelo católico.
Pero no hace falta remontarse a Weber para mostrar la debilidad de los nexos que esta propuesta establece. Ya en el punto de partida presenta un equívoco: pretender que nuestro país sea, en la actualidad, hijo de la moral católica. Resulta asombroso que los que sostienen esta teoría caigan en el error que se achaca normalmente a gran parte del episcopado español: que piensan que nuestro país todavía es un país católico. Del mismo modo, es de una ingenuidad pasmosa (que siempre es menos culpable que la ignorancia) pensar que los hombres y mujeres que pueblan nuestras primeras planas pasan por el confesionario para descargar sus culpas y ahorrarse así la responsabilidad civil. Por otro lado, la tesis de fondo parece desconocer la verdadera dinámica del sacramento del perdón, en el que se produce el encuentro entre un ser herido por su incoherencia y la inesperada e inmerecida misericordia divina que genera un hombre nuevo, con una relación nueva con la realidad.
Hace unos días retomé una vieja lectura muy recomendable en el asfixiante contexto cultural en el que hoy nos encontramos. Se trata de la obra La abolición del hombre, del escritor inglés C.S. Lewis (Encuentro, Madrid 1990). Preocupado por los análisis penúltimos sobre la corrupción, mis ojos toparon con esta agudísima observación que resulta de una actualidad pasmosa y que supone un ejercicio lúcido de ligar efectos y causas:
«Es difícil abrir un periódico sin que te venga a la mente la idea de que lo que nuestra civilización necesita es más empuje, o dinamismo, o autosacrificio, o creatividad. Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos».
Hace mucho tiempo que en nuestro país hemos expulsado de la vida pública (y del discurso que consideramos digno de ella) todo aquello que tenga que ver con el significado de la existencia. Barriendo esta cuestión del humus cultural en el que crecemos, hemos extirpado de los hombres y mujeres de nuestra sociedad aquel órgano del que brotan los grandes ideales que conforman las vidas más excelsas, aquellas en las que siempre nos hemos mirado.
Nos escandalizamos de la corrupción y buscamos parches para tapar una vía de agua. Tal vez ha llegado el momento de tomar en serio nuestra humanidad y empezar a plantearnos, también en el ágora pública, algunas preguntas pertinentes: ¿por qué trabajo, a dónde tiende mi avidez, qué sacia mi deseo sin fin…? O lo que es lo mismo, ¿quién soy yo? Son preguntas, que junto con las propuestas de sentido, han acompañado siempre a toda sociedad que crece armónicamente. Nosotros nos reímos de ellas y luego, escandalizados, lloramos exigiendo virtud.
El tiempo se encargará de aquilatar o debilitar las razones aducidas por los diferentes análisis. Mientras tanto, en ese laboratorio que es la vida pública, María de Villota nos ha ofrecido, en este año y medio último de su existencia, uno de esos pocos ejemplos que, de vez en cuando, se abren paso en medio de la espesura mediática y nos hacen volver a desear una vida más grande. Su afirmación, “ahora veo más”, después del grave accidente que le arrancó un ojo, puso delante de todos, aunque sólo fuera por un instante, las grandes cuestiones y evidencias que todos anhelamos. Y nos hizo sentir de nuevo ese órgano… o el hueco dolorido tras su extracción. Sin él no es posible la virtud. Peor: no es deseable.